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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (26 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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—Mi padre nació en Sendai en 1905, y era el hijo mayor de una familia de antiguos samuráis —empezó a explicarnos el hombre—. Voy a referirme a los años según el calendario occidental, si los señores me lo permiten.

—Desde luego, no faltaría más —le dije.

—No es que fuera una familia particularmente próspera, pero contaban con las rentas de varias fincas que tenían alquiladas; antiguamente, había merecido la confianza de un daimyô, que le confió la custodia de un castillo. Cuando cayó el shogunato, al final del período Edo, nuestra familia contaba entre sus miembros con un renombrado especialista en agronomía.

Por lo que nos explicó su hijo, desde su más tierna infancia, el profesor Ovino tuvo una cabeza privilegiada para los estudios, y en la ciudad de Sendai todos lo consideraban un niño prodigio. Pero no destacaba sólo en los estudios, sino también como violinista, hasta el punto de que, cuando estudiaba el bachillerato, interpretó para la familia imperial, que a la sazón visitaba la provincia, una sonata de Beethoven; como recompensa por su arte, recibió un reloj de oro.

La familia tenía la esperanza de que estudiara derecho y se abriera camino en la abogacía. Pero él lo rechazó de plano.

—No me interesa el derecho —dijo el joven profesor Ovino.

—Entonces, podrías dedicarte a la música —le dijo su padre—. Estaría bien que hubiera un músico en la familia.

—Tampoco me interesa la música —respondió el profesor Ovino.

Durante un rato, permanecieron callados.

—Así pues —dijo el padre rompiendo al fin el silencio—, ¿qué quieres estudiar?

—Me interesa la agricultura. Me gustaría ser perito agrónomo.

—¡Bien! —exclamó el padre tras una pausa.

En realidad, no le quedaba otra salida. El profesor Ovino era un joven dócil y de buen carácter, pero una vez que había tomado una decisión, no era de los que dan su brazo a torcer. Ni siquiera su propio padre le hubiera hecho cambiar de idea.

Así que, al año siguiente, el profesor Ovino ingresó, conforme a sus deseos, en la Facultad de Agronomía de la Universidad Imperial de Tokio. Su fama de niño prodigio no decayó en su etapa universitaria. Era el blanco de todas las miradas, incluso de las de sus profesores. En sus estudios siempre fue de los primeros, como tenía por costumbre, y además era apreciado por todos. En pocas palabras, era irreprochable, la flor y nata de la universidad. No perdía el tiempo jugando, dedicaba sus ratos libres a leer, y, cuando se cansaba de los libros, se encaminaba al jardín de la universidad, donde tocaba el violín. En el bolsillo de su uniforme de estudiante siempre llevaba aquel reloj de oro.

Se licenció a la cabeza de su clase, y enseguida ingresó en el Ministerio de Agricultura y Bosques. Su tesis de licenciatura trataba de la planificación agrícola conjunta de Japón, Corea y Formosa. Tuvo algunas críticas, pues hubo quien consideró sus propuestas excesivamente teóricas, pero en general fue bien acogida.

Tras un par de años en el ministerio, el profesor Ovino pasó a Corea, donde estudió el cultivo del arroz. Como resultado de sus estudios, publicó un informe titulado «Plan para fomentar la producción de arroz en Corea», que fue adoptado oficialmente.

En 1934 le llamaron a Tokio, donde le presentaron a un joven general del ejército de tierra. Este general, ante la inminente campaña en gran escala que se desarrollaría en el norte de China, le pidió que trazara un plan para conseguir la autosuficiencia en el suministro de lana. Así entró en contacto el profesor Ovino con los carneros. El profesor elaboró un proyecto general de desarrollo de la cría de ganado ovino, referido a Japón, Manchuria y Mongolia, y en la primavera del año siguiente pasó a Manchuria para realizar una inspección sobre el terreno. Aquí empezaron las desgracias del profesor Ovino.

La primavera de 1935 transcurrió en calma. Fue en julio cuando los acontecimientos se precipitaron. Un buen día, el profesor salió a caballo para inspeccionar los rebaños, pero no volvió, y se temió que hubiera desaparecido.

Pasaron los días, y el profesor Ovino no regresaba. Al cuarto día, una patrulla de rescate, formada en gran parte por soldados, se lanzó en su busca por aquellos parajes solitarios, pero fue imposible dar con él. Se pensó que tal vez hubiera sido atacado por los lobos, o secuestrado por nativos rebeldes. Sin embargo, transcurrida una semana, cuando ya se había abandonado toda esperanza, el profesor Ovino volvió al campamento una tarde, a la caída del sol, casi en los huesos. Tenía la cara demacrada y presentaba diversas heridas, sólo el brillo de sus ojos permanecía inalterado. Había perdido, además, el caballo y su reloj de oro. Explicó que se había extraviado por el campo, y que su caballo se lesionó y tuvo que abandonarlo. Nadie puso en duda esta explicación.

No obstante, aproximadamente un mes más tarde, empezaron a circular extraños rumores por las oficinas estatales: se decía que el profesor había mantenido «estrechas relaciones» con los carneros. Con todo, nadie sabía qué quería decir eso de «estrechas relaciones». Su jefe le llamó a su despacho, para escuchar su versión, pues no se podían desechar alegremente aquellos rumores, sobre todo en una sociedad colonial.

—¿De verdad has mantenido «estrechas relaciones» con carneros?

—Es cierto —contestó el profesor Ovino.

A continuación se detallan los términos del interrogatorio (J.: jefe; P.: profesor).

J.: Esas «estrechas relaciones», ¿implican trato carnal?

P.: No, ni mucho menos.

J.: Explícamelo, pues

P.: Se trata de una compenetración anímica.

J.: Eso no quiere decir nada.

P.: No logro dar con la palabra exacta, pero lo más aproximado que se me ocurre es hablar de una «convivencia espiritual».

J.: ¿Has convivido «espiritualmente» con un carnero?

P.:Así es.

J.: ¿Me estás diciendo que durante la semana en que se te dio por desaparecido mantuviste una «convivencia espiritual» con un carnero?

P.: Así es.

J.: ¿Y no crees que tal conducta implica descuidar tus obligaciones profesionales?

P.: Mis obligaciones incluyen estudiar a los carneros, señor.

J.: La «convivencia espiritual» no figura entre las cuestiones que has de estudiar. Has de ser más cuidadoso en el futuro. Tienes un brillante historial por tus estudios en la Facultad de Agronomía de la Universidad Imperial de Tokio y por tu espléndida labor desde que ingresaste en el ministerio, y se puede decir que eres la persona destinada a conducir la política agraria en el Asia Oriental. Has de tomar conciencia de ello.

P.: Entiendo, señor.

J.: Y olvídate para siempre de esa «convivencia espiritual». Los carneros son meras bestias.

P.: Sería imposible olvidarlo.

J.: Dame una explicación concreta.

P.: Es que el carnero está dentro de mí.

J.: Eso no quiere decir nada.

P.: No me es posible explicarlo de otro modo.

En febrero de 1936 el profesor Ovino fue enviado de vuelta a Japón, y, tras verse sometido innumerables veces a parecidos interrogatorios, al llegar la primavera fue destinado a los archivos del ministerio, donde se ocupó en inventariar el material y organizar los legajos. En suma, lo expulsaron de aquel círculo selecto destinado a dirigir la política agraria del Asia Oriental.

—El carnero ya ha salido de mí, —le confió un buen día el profesor Ovino a un amigo intimo—. Sin embargo antes estuvo aquí, en lo más profundo de mi ser.

En 1937 el profesor Ovino se retiró del Ministerio de Agricultura y Bosques y, aprovechando un préstamo personal concedido por dicho ministerio —como parte de un plan para fomentar la cría del ganado ovino en Japón, Manchuria y Mongolia, hasta alcanzar los tres millones de cabezas, plan elaborado en su día por el propio profesor—, se trasladó a Hokkaidô, donde se hizo ganadero al adquirir un rebaño propio de 56 carneros.

1939. El profesor Ovino contrae matrimonio. Su rebaño tiene 128 carneros.

1942. Nace su primogénito (el actual dueño y gerente del Hotel del Delfín). Cuenta con 181 carneros.

1946. El ejército de ocupación americano se incauta del terreno donde pasta el rebaño del profesor Ovino, y lo convierte en campo de maniobras. Tiene 62 carneros.

1947. El profesor Ovino ingresa en la Asociación de Criadores de Ganado Ovino de Hokkaidô.

1949. Fallece su esposa, de tuberculosis pulmonar.

1950. Es nombrado presidente de la Asociación de Criadora de Ganado Ovino de Hokkaidô.

1960. Su primogénito pierde parte de dos dedos en un accidente ocurrido en el puerto de Otaru.

1967. Cierre de la Asociación de Criadores de Ganado Ovino de Hokkaidô.

1968. Apertura del Hotel del Delfín.

1978. Entrevista con un joven agente de la propiedad inmobiliaria, que desea informarse sobre cierta fotografía.

Éste era yo, claro.

—¡Estupendo! —me dije.

—Creo conveniente entrevistarme con su padre —le dije al hombre.

—Por mí, no hay inconveniente. Con todo, como mi padre no me puede ni ver, discúlpenme, pero ¿les importaría ir a visitarlo por su propia cuenta? —preguntó el hijo del profesor Ovino.

—¿Por qué no lo puede ni ver?

—Pues porque perdí parte de dos dedos y me estoy quedando calvo.

—Ya —dije—. Parece una persona extraña, su padre, quiero decir.

—No sé si debería decirlo, siendo su hijo; pero, desde luego, es una persona extraña. Mi padre no es el mismo desde que tuvo aquella relación con el carnero. Se ha convertido en un hombre difícil y, a menudo, cruel. Sin embargo, en lo más hondo de su corazón sigue siendo una persona bondadosa. Se puede apreciar sólo con oírle tocar el violín. Es que el carnero hirió a mi padre y, a través de él, también me hirió a mí.

—Su padre le inspira cariño, ¿verdad? —le preguntó mi amiga.

—Sí, es cierto, desde luego —confesó el dueño del Hotel del Delfín—; sin embargo, no me puede ni ver. Desde que nací, ni una sola vez me ha abrazado. Tampoco me ha dirigido jamás palabras cariñosas. Y desde que me mutilé los dedos y mi cabello empezó a clarear, no pierde ocasión de mortificarme.

—Estoy segura de que lo hace sin querer —apuntó mi amiga a fin de consolarlo.

—También yo lo creo así —dije a mi vez.

—Muchas gracias —respondió el dueño.

—Una cosa, ¿querrá su padre entrevistarse con nosotros? —se me ocurrió preguntarle.

—¡Quién sabe! —respondió el hotelero—. Aunque si tienen en cuenta un par de cosas, no veo por qué no los ha de recibir. La primera es que le expongan claramente que desean información acerca del ganado ovino.

—¿Y la segunda?

—Que no le digan que han hablado conmigo.

—Entendido —le dije.

Agradecidos, nos despedimos del hijo del profesor Ovino, y subimos escaleras arriba. En el rellano del segundo piso hacía frío, y el aire estaba húmedo. La iluminación era pobre, aunque dejaba ver el polvo acumulado en los rincones. Flotaba en el ambiente un hedor pútrido en el que se mezclaban los olores del papel amarillento y polvoriento y del sudor rancio. Caminamos por un pasillo y, siguiendo las instrucciones del hijo, llamamos con los nudillos a la vieja puerta que había al final. En lo alto tenía pegada una desvaída placa de plástico con las palabras: «Director de la Asociación.» No obtuvimos respuesta. Volví a golpear la puerta con los nudillos. Tampoco respondió nadie. A mi tercera llamada, percibimos dentro una voz malhumorada.

—¡Dejadme en paz! —exclamó aquella voz—. ¡Largo!

—Hemos venido a hacerle unas consultas sobre el ganado ovino.

—¡Por mí, os podéis ir a la mierda! —gritó el profesor Ovino desde dentro de la habitación.

Para tener setenta y tres años, su voz era muy firme.

—No pensamos marcharnos sin que nos reciba —vociferé a través de la puerta cerrada.

—Sobre eso ya no hay nada que hablar, ¡estúpidos! —chilló el profesor.

—¡Pero es que tenemos algo que decirle! —rugí—. ¡Se trata del carnero que desapareció en 1936!

Hubo un breve silencio, y de pronto la puerta se abrió bruscamente. El profesor Ovino estaba ante nosotros.

El profesor Ovino tenía los cabellos largos, blancos como la nieve. Sus cejas eran también blancas, y le colgaban sobre los ojos como carámbanos. Medía un metro setenta y cinco, aproximadamente, y su cuerpo parecía firme y vigoroso. Era un hombre corpulento. El perfil de la nariz se le proyectaba hacia fuera en un ángulo retador, semejante al de una pista de slalon.

La habitación apestaba a sudor rancio. Ahora bien, cuando llevábamos un rato dentro, ya no te parecía que olía a sudor, sino más bien a algo que estaba en perfecta armonía con el lugar y con la persona que lo habitaba. Por la amplia habitación se apilaban sin orden ni concierto libros y legajos, hasta el punto que apenas sí se podía ver el suelo. La mayor parte de los libros eran obras eruditas redactadas en idiomas extranjeros, y todos estaban llenos de manchones. En la pared de la derecha se apoyaba una cama, indeciblemente sucia, y ante la ventana que daba a la calle había una enorme mesa de caoba y un sillón giratorio. Sobre la mesa reinaba un orden relativo, y coronaba todo aquel papelorio un pisapapeles de cristal que representaba un carnero. La iluminación se reducía a una bombilla de setenta vatios que ardía en una lámpara de sobremesa.

El profesor Ovino vestía camisa gris, jersey negro y gruesos pantalones veteados de espigas, que casi habían perdido su forma. La camisa gris y el jersey negro, según las oscilaciones de la luz, hubieran podido pasar por una camisa blanca y un jersey gris. Tal vez fueran éstos sus colores originales.

El profesor Ovino se sentó en el sillón giratorio, ante la mesa, y nos indicó con el dedo que nos sentáramos en la cama. Cruzamos la habitación sorteando los libros, al modo de quien avanza por un campo minado, hasta llegar a la cama, donde nos sentamos. Aquella cama estaba tan llena de mugre, que no pude menos que pensar si mis vaqueros se quedarían para siempre pegados a las sábanas. El profesor Ovino cruzó los dedos y, apoyándolos en la mesa, nos miró fijamente durante un rato. Sus dedos estaban cubiertos de pelos negros, incluso en las articulaciones. Esas vellosidades negras de sus dedos formaban un extraño contraste con sus deslumbradoras canas.

De repente, el profesor Ovino cogió el teléfono y gritó ante el auricular:

—Que me traigan la cena. Deprisa.

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