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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

La caída (12 page)

BOOK: La caída
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¡Ah, los insignificantes cazurros, comediantes, hipócritas, tan conmovedores con todo eso!

Créame, todos son así, aun cuando incendien el cielo. Sean ateos o devotos, moscovitas o bostonianos, son todos cristianos de padre a hijo. ¡Pero, precisamente ya no hay padre, ya no hay regla! Entonces uno es libre y tiene que arreglárselas por sí mismo. Y como no quieren saber nada de la libertad ni de sus sentencias, piden que les golpeen en los dedos, inventan reglas terribles, corren a construir piras para reemplazar las iglesias, son Savonarolas, le digo a usted.

Pero únicamente creen en el pecado; nunca en la gracia. Claro está que piensan en ella. Eso es precisamente lo que quieren: la gracia en sí, el abandono, la felicidad de ser. Y quién sabe si no quieren también, porque además son sentimentales, los esponsales, la muchacha fresca, el hombre recto, la música. Yo, por ejemplo, que no soy sentimental, ¿sabe usted con lo que soñé?

Con un amor completo, con un amor de todo el corazón y todo el cuerpo, amor de día y de noche, en un abrazo incesante, en el que gozara y me exaltara. Y que esto durara cinco años.

Después, la muerte. ¡Ay!

Entonces, ¿no es cierto?, sin esponsales o sin ese amor incesante, tenemos el matrimonio, brutal, con el poder y el látigo. Lo esencial es que todo se haga sencillo, como lo es para los niños. Lo esencial es que se nos mande cada acto, que el bien y el mal se nos designen de manera arbitraria y por lo tanto evidente. Y yo, por siciliano o javanés que sea, estoy de acuerdo. Que no haya, pues, cristianos de tres al cuarto, aunque yo aprecie mucho al primero de ellos. Pero en los puentes de París yo también me di cuenta de que tenía miedo de la libertad. ¡Viva, pues, el amo, quienquiera que sea, que reemplace la ley del cielo! "Padre Nuestro, que estás transitoriamente aquí… Guías nuestros jefes deliciosamente severos, ¡oh, conductores crueles y muy amados! . . . "

En fin, ya ve usted que lo esencial es dejar de ser libre y obedecer, en el arrepentimiento, a quien es más pillo que uno. Cuando seamos todos culpables, tendremos la democracia. Sin contar, querido amigo, el hecho de que hay que vengarse de tener que morir solo. La muerte es solitaria, en tanto que la servidumbre es colectiva. Los otros también tienen sus cuentas y al mismo tiempo que nosotros; eso es lo importante. Todos reunidos, por fin, pero de rodillas y con la cabeza gacha.

¿No es también conveniente vivir a semejanza de la sociedad y, para ello es menester que la sociedad se asemeje a mí? La amenaza, el deshonor, la policía, son los sacramentos de esta semejanza. Despreciado, acosado, obligado a obrar de tal o cual manera, puedo desarrollarme con la plenitud de mi medida, puedo gozar de lo que soy, ser natural al fin. Por eso, mi muy querido amigo, después de haber saludado solemnemente a la libertad, decidí, en secreto, que había que endosársela sin dilación a cualquier otro. Y cada vez que puedo hacerlo, predico en mi iglesia del Mexico-City. Allí invito a la buena gente a someterse y a solicitar con empeño y humildad los consuelos de la servidumbre, aun cuando la presente como la verdadera libertad.

Pero no soy ningún loco. Bien me doy cuenta de que la esclavitud no es cosa que podrá sobrevenir mañana. Será uno de los beneficios del futuro, eso es todo. Mientras tanto, tengo que arreglármelas con el presente y buscar una solución, por lo menos transitoria. Tuve, pues, que encontrar otro medio de extender el juicio a todo el mundo, para que a mí me resultara más liviano. Y encontré ese medio. Le ruego que abra un poco la ventana. Aquí hace un calor aplastante. No la abra demasiado, porque también tengo frío. Mi idea es a la vez sencilla y fecunda. ¿Cómo hacer para que todo el mundo se meta en el baño, a fin de que uno tenga el derecho de secarse al sol? ¿Iba a subir a una tribuna, como muchos de mis ilustres contemporáneos, y maldecir a la humanidad? ¡Muy peligroso! Un día, o una noche, la risa estalla sin más ni más. La sentencia que lanzamos sobre los otros termina por volverse derechamente contra nuestro rostro y no deja de producir sus estragos. ¿Entonces?, pregunta usted. Pues bien, éste es mi rasgo genial. Descubrí que mientras aguardamos el advenimiento de los amos y de sus varas, deberíamos, como hizo Copérnico, invertir el razonamiento para triunfar. Pues que no puede uno condenar a los otros sin juzgarse en seguida, era menester que uno mismo se abrumara, para tener el derecho de juzgar a los demás. Puesto que todo juez termina un día siendo penitente, había que hacer el camino en sentido inverso y ejercer la actividad de penitente para poder terminar siendo juez. ¿Me sigue usted? Bien. Pero para ser aún más claro, voy decirle cómo trabajo.

Comencé por cerrar mi bufete de abogado; salí de París y viajé. Procuré establecerme con otro nombre en algún lugar en que no me faltara ocasión de practicar mi oficio. Hay muchos de esos lugares en el mundo, pero el azar, la comodidad, la ironía y también la necesidad de cierta mortificación, me hicieron elegir una capital de aguas y de brumas, rodeada de canales, ciudad particularmente populosa y visitada por hombres llegados de todo el mundo. Instalé mi despacho en un bar del barrio de marineros. La clientela de los puertos es muy variada. Los pobres no van a los barrios lujosos, en tanto que la gente de calidad termina siempre por ir a parar, una vez al menos, y usted bien lo ha visto, a lugares de mala fama. Acecho especialmente al burgués, al burgués que se extravía; con él alcanzo mi pleno rendimiento. Como buen virtuoso, arranco de talen instrumentos las notas más refinadas.

Ejerzo, pues, mi profesión en el Mexico-City, desde hace algún tiempo. Consiste primero, como usted ya vio, en practicar una confesión pública, con la mayor frecuencia que sea posible.

Me acuso larga y ampliamente. Eso no es difícil; ahora tengo memoria. Pero fíjese bien, no me acuso groseramente golpeándome el pecho, no; navego con suavidad, multiplico los matices, también las digresiones y adapto mi discurso al oyente. Voy mezclando cosas que me conciernen con otras que se refieren a los demás. Tomo los rasgos comunes, las experiencias que hemos tenido juntos, las debilidades que compartimos, el buen tono, en fin, el hombre del día tal como se da en mí y en los otros. Con todos esos elementos compongo un retrato que es el de todos y el de nadie. Una máscara, en suma, bastante parecida a las del carnaval, que son a la vez fieles y simplificadas, y frente a las cuales uno se dice: ¡Vaya, a éste ya lo he visto antes! Cuando el retrato queda terminado, como esta noche, lo muestro lleno de desolación: "Mire, ¡ay!, lo que soy." Y así termina la fase requisitoria. Pero, al mismo tiempo, el retrato que tiendo a mis contemporáneos se convierte en un espejo.

Cubierto de ceniza, arrancándome lentamente los cabellos, mostrando la cara arañada por mis uñas, pero con la mirada penetrante, me expongo a la humildad entera, mientras recapitulo mis vergüenzas, sin perder por ello de vista el efecto que produzco, y digo: "Yo era el último de los hombres." Entonces, insensiblemente, paso en mi discurso del yo al nosotros. Cuando llego a declarar "Esto es lo que somos", el juego está hecho y entonces puedo decirles la verdad. Yo soy como ellos, desde luego. Todos estamos hechos de la misma tela. Sin embargo, tengo una superioridad, la de saberlo, y esa superioridad es la que me da derecho a hablar. Estoy seguro de que aprecia usted la ventaja. Cuanto más me acuso más derecho tengo a juzgarlo a usted. Más aún, lo proceso a que se juzgue usted mismo, lo cual alivia mi trabajo. ¡Ah, querido amigo, somos extrañas, miserables criaturas! Y por poco que examinemos nuestra vida anterior, no nos faltan ocasiones de asombrarnos y de escandalizarnos nosotros mismos. Inténtelo. Puede usted estar seguro de que escucharé su confesión con un profundo sentimiento de fraternidad.

¡No se ría! Sí, usted es un cliente difícil, lo advertí a primera vista. Pero ya se avendrá a esto; es inevitable. La mayor parte de los hombres es más sentimental que inteligente. En seguida se los desorienta. Con los inteligentes es una cuestión de tiempo. Pero basta explicarles el método a fondo. Ellos no lo olvidan, reflexionan. Un día u otro, a medias por juego, a medias por confusión, se muestran abiertamente. Usted no sólo es inteligente, sino que, además, tiene el aspecto de haber vagado mucho. Confiese, sin embargo, que hoy se siente menos contento de sí mismo que hace cinco días. Ahora esperaré a que me escriba o que vuelva aquí, porque usted ha de volver; no tengo la menor duda. Me encontrará inmutable, como siempre. ¿Y por qué habría de cambiar si encontré la felicidad que me conviene? En lugar de afligirme, acepté la duplicidad.

Me instalé en ella y en ella encontré el bienestar que busqué toda mi vida. En el fondo, me equivoqué al decirle que lo esencial era evitar el juicio. Lo esencial es poder permitírselo todo, aun a costa de declarar, de cuando en cuando y a voz en cuello, la propia indignidad. De nuevo he vuelto a, permitírmelo todo; y esta vez sin risas. No cambié de vida, continúo amándome y sirviéndome de los demás, sólo que la confesión de mis faltas me permite volver a comenzar con mayor facilidad y gozar dos veces, primero de mi naturaleza y luego de un encantador arrepentimiento.

Desde que hallé esta solución, me abandono a todo, a las mujeres, al orgullo, al tedio, al resentimiento, y hasta a la fiebre que en este momento siento subir deliciosamente. Por fin reino, pero esta vez para siempre. Además, encontré una cima y sólo yo subo a ella; desde allí puedo juzgar a todo el mundo. A veces, cuando la noche es realmente hermosa, oigo una lejana risa y entonces vuelvo a dudar. Pero en seguida aplasto todas las cosas, criaturas y creación, bajo el peso de mi propia enfermedad, y heme de nuevo emperifollado.

Esperaré, pues, en el Mexico-City sus saludos, todo el tiempo que sea necesario; pero retire usted esta colcha, por favor, que quiero respirar. Vendrá usted, ¿no es cierto? Hasta le mostraré los detalles de mi técnica, pues usted me inspira cierto afecto. Me verá cómo les enseño, a lo largo de la noche, que ellos son infames. Por lo demás, desde hoy volveré a comenzar. No puedo prescindir, no puedo privarme de esos momentos en los que uno de ellos se desploma, con la ayuda del alcohol, y se golpea el pecho. Entonces me engrandezco, querido amigo, me engrandezco, respiro libremente, estoy en lo alto de la montaña, y la llanura se extiende bajo mis ojos. ¡Qué embriaguez, ésta de sentirse Dios padre, y de distribuir certificados definitivos de mala vida y de malas costumbres! Reino entre mis ángeles viles, en la cima del cielo holandés y, saliendo de las brumas del agua, veo subir hacia mí la multitud del Juicio Final. Esas gentes van elevándose poco a poco, lentamente. Veo llegar ya al primero. En su rostro extraviado, a medias oculto por una mano, leo la tristeza de la condición común y la desesperación de no poder escapar a ella. Y yo lo lamento sin absolver, lo comprendo sin perdonar y, sobre todo, ¡ah, siento por fin que se me adora!

Sí, me agito. ¿Cómo podría quedarme juiciosamente acostado? Tengo que estar más alto que usted. Mis pensamientos me hacen levantar. Esas noches, mejor dicho, esas mañanas, porque la caída se produce al alba, salgo, ando por las calles con paso arrebatado y me paseo a lo largo de los canales. En el cielo descolorido, las capas de plumas se hacen más delgadas, las palomas se elevan un poco y una luz rosada anuncia, a ras de los tejados, un nuevo día de mi creación. En el Damrak, el primer tranvía hace oír su campanilla en el aire húmedo y anuncia el despertar de la vida en el extremo de esta Europa en la que, en el mismo momento centenares de millones de hombres, mis súbditos, abandonan penosamente la cama, con la boca amarga, para Ir hacia un trabajo sin alegría. Entonces, volando con el pensamiento por encima de todo este continente que sin saberlo está sometido a mí, bebiendo el día de ajenjo que nace, borracho, en fin, de malas palabras, soy feliz. Soy feliz, le digo; le prohíbo que no crea que soy feliz. ¡Soy feliz a rabiar! ¡Oh, sol, playas, y aquellas islas bajo los alisios, juventud, cuyo recuerdo desespera!

Vuelvo a acostarme, perdóneme usted. Temo haberme exaltado. Sin embargo, no lloro. A veces uno se extravía. Dudamos de la evidencia, aun cuando hayamos descubierto los secretos de una buena vida. Claro está que mi solución no es la solución ideal. Pero, cuando uno no ama su vida, cuando uno sabe que tiene que cambiar, no hay posibilidad de elegir, ¿no le parece? ¿Qué hacer para ser otro? Eso es imposible. Sería menester no ser ya nadie, olvidarse de sí mismo, por lo menos una vez. Pero ¿cómo es posible eso? No me abrume demasiado. Soy como aquel viejo mendigo que un día, en la terraza de un café, no quería retirar la mano: "Ah, señor", decía, "no es que sea mal hombre, sino que uno pierde la luz". Sí, perdimos la luz, perdimos las mañanas, la santa inocencia de quien se perdona a sí mismo.

Mire usted, está nevando. ¡Oh, tengo que salir! Ámsterdam dormida en la noche blanca, los canales de jade oscuro bajo los pequeños puentes nevados, las calles desiertas, mis pasos ahogados; todo eso será pureza fugaz, antes del barro de mañana. Mire cómo se estrellan contra los vidrios los enormes copos de nieve. Son seguramente palomas. Por fin se deciden a bajar esas queridas amigas; cubren las aguas y los techos con una espesa capa de plumas, palpitan en todas las ventanas. ¡Qué invasión! Esperemos que traigan la buena nueva. Todo el mundo se salvará, ¿eh? No solamente los elegidos; se compartirán las riquezas y las penas, y usted, por ejemplo, desde hoy se acostará todas las noches en el suelo por mí. ¡Vaya, toda la lira! Vamos, confiese que se quedaría usted patidifuso si del cielo bajara un carro para llevarme o si la nieve de pronto se incendiaria. ¿No lo cree probable? Yo tampoco. Pero, de todas maneras, es preciso que yo salga.

Bueno, bueno, me mantengo tranquilo. No se inquiete. No se fíe usted demasiado, por lo demás, de mis enternecimientos ni de mis delirios. Son dirigidos. Vea, ahora que va a hablarme usted, sabré si he alcanzado uno de los fines de mi apasionante confesión. En efecto, siempre espero que mi interlocutor sea un agente de policía y que me detenga por el robo de Los jueces íntegros. Por todo lo demás, ¿no le parece?, nadie puede arrestarme. Pero ese robo sí cae bajo la esfera de la ley y yo lo combiné todo para hacerme cómplice de él; oculto este cuadro y lo muestro a quien quiera verlo. Entonces usted me arrestaría. Sí, sería un buen comienzo. Acaso en seguida se ocuparan también de todo lo demás, y entonces me decapitarían, por ejemplo; yo ya no tendría más miedo de morir y me salvaría. Usted levantaría mi cabeza aún fresca ante el pueblo reunido, para que la gente se reconociera en ella y yo volviera de nuevo a dominarla. Sería ejemplar. Todo quedaría consumado. Yo habría terminado, sin pena ni gloria, mi carrera de falso profeta que grita en el desierto y se resiste a salir de él.

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