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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (30 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Basta con observar con detenimiento cualquier protoconversación entre una madre y su hijo para advertir la presencia de una danza emocional exquisitamente orquestada cuya iniciativa va alternando de uno a otra. Así, por ejemplo, cuando el niño sonríe o llora, la madre reacciona en consecuencia, hasta el punto de que bien podríamos decir que sus acciones constituyen una respuesta a las emociones de su hijo y viceversa. Es por ello que bien podríamos considerar a la exquisita sensibilidad que los conecta como una rudimentaria autopista emocional de doble sentido.

Este vínculo entre padres e hijos proporciona también un vehículo idóneo para que los padres enseñen a sus hijos las normas de rigen el mundo de las relaciones, es decir, el modo de prestar atención a los demás, la forma de acompasar una relación, la manera de abordar una conversación, el modo de conectar con los sentimientos de otra persona y la forma de encauzar sus propios sentimientos, lecciones esenciales todas ellas para establecer los cimientos de una adecuada vida social.

Pero todo esto, por más sorprendente que parezca, también contribuye al desarrollo intelectual del bebé, porque las lecciones emocionales intuitivas que proporcionan las protoconversaciones de los dos primeros años de vida van erigiendo el armazón mental de las conversaciones que empezarán a presentarse a eso de los dos años y, cuando el niño comienza a dominar el hábito del lenguaje, preparan el camino para el advenimiento de esa conversación interior y privada a la que denominamos “pensamiento”.

La investigación también ha descubierto que ese “fundamento seguro” no sólo cumple con una función emocionalmente protectora, sino que también estimula la secreción de neurotransmisores que sazonan con una pequeña dosis de placer la sensación de ser amados ... y que lo mismo ocurre en la persona que proporciona ese amor. Décadas después de que Bowlby y Ainsworth esbozasen sus teorías, los neurocientíficos han acabado identificando que el vínculo entre padres e hijos está ligado a dos neurotransmisores inductores de placer, la oxitocina y las endorfinas.

La oxitocina provoca una agradable sensación de relajación, mientras que el efecto de las endorfinas se asemeja (aunque de un modo, obviamente, no tan intenso) al placer adictivo de la heroína. Son los padres y los miembros de la familia los que, en el caso del bebé, comienzan proporcionando esta sensación de seguridad cuyo testigo pasará luego sucesivamente a los compañeros de juego, los amigos y la pareja. No es de extrañar que los distintos sistemas que se ocupan de la secreción de estas substancias ligadas al cuidado sean conocidos como el estrato “familiar” del cerebro social.

Las lesiones de las áreas con una mayor densidad de receptores de oxitocina perjudican gravemente la capacidad cuidadora de la madre. Los circuitos neuronales son básicamente los mismos en los niños que en sus madres y también parecen proporcionar buena parte del fundamento neuronal en el que se asienta el vínculo amoroso que los une. En este sentido, los niños que se han visto bien atendidos por sus madres poseen una base segura debido, en gran medida, a que esas substancias cerebrales evocan la sensación interna de que “todo está bien” (el fundamento bioquímico, muy probablemente, de lo que Erik Erikson denominó la sensación básica de confianza del niño en el mundo).

Las madres de hijos seguros son más atentas y más sensibles al llanto de su bebé, son más afectuosas y tiernas con él y también se sienten más a gusto cuando mantienen con él un contacto estrecho como el abrazo. Son madres, en suma, que saben mantenerse conectadas con su bebé. Las madres desconectadas, por su parte, brindan a sus hijos dos modalidades diferentes de inseguridad. Cuando la madre se entromete más de la cuenta, su hijo responde desconectándose y eludiendo activamente la interacción mientras que, en el caso de que no se implique lo suficiente, reacciona con una pasividad e impotencia que compromete su capacidad posterior de establecer contacto con los demás la misma pauta que Bowlby descubrió en los pacientes que presentan tendencias suicidas.

Los hijos de madres que hablan relativamente poco con sus hijos y se mantienen emocionalmente distantes de ellos —un caso menos extremo que la negligencia— suelen asumir la actitud de que nada les importa (que se expresa en una tensión en el labio superior) cuando, de hecho, todo su cuerpo revela signos evidentes de intensa ansiedad. Son niños que esperan que los demás se mantengan distantes, razón por la cual se reprimen emocionalmente y, cuando alcanzan la edad adulta, se mantienen, a su vez, distantes y evitan la intimidad emocional.

Las madres ansiosas y ensimismadas, por su parte, tienden a permanecer desconectadas de las necesidades de sus hijos, una pauta que alienta el temor y la dependencia de sus hijos. Estos niños, a su vez, aprenden a quedarse absortos en sus propias preocupaciones, son menos capaces de conectar con los demás y, cuando alcanzan la edad adulta, establecen relaciones de dependencia.

Las interacciones felices y armónicas son, para el niño, una necesidad tan básica como alimentarse o eructar y, en su ausencia, el niño corre el riesgo de desarrollar pautas de apego distorsionadas. En resumen, pues, los padres empáticos, ansiosos y distantes tienden a criar, respectivamente, niños seguros, ansiosos y evasivos, tres estilos diferentes de apego que, al llegar a la edad adulta, se manifiestan como estilos de relación interpersonal correlativamente seguros, ansiosos o evasivos.

La relación es el vehículo fundamental a través del cual los padres transmiten a sus hijos este tipo de pautas. No es de extrañar, por tanto, que los estudios sobre gemelos hayan descubierto que, cuando un niño seguro es adoptado por un padre ansioso, aumenta la probabilidad de que acabe desarrollando la pauta de ansiedad. Por otra parte, el estilo de apego del padre constituye un excelente predictor —con una fiabilidad del 70 por ciento— del estilo que desarrollará su hijo.

Afortunadamente, sin embargo, si un niño ansioso tropieza casualmente con un “padre vicario” seguro —es decir, un hermano mayor, un maestro u otro pariente que cumpla adecuadamente con la función de cuidador—, su estilo de relación emocional puede tornarse más seguro.

El rostro impenetrable

Una madre está jugando con su bebé cuando de repente, deja de responder y su rostro se torna inexpresivo. En ese mismo instante, el bebé se asusta y en su cara se advierte la emergencia de la angustia. Si el rostro de la madre sigue sin mostrar ninguna emoción y sin responder a su desasosiego, como si fuera de piedra, el bebé empieza a llorar.

El paradigma de la “cara quieta”. como los psicólogos han denominado a esta situación, se utiliza deliberadamente para explorar los fundamentos de la “resiliencia”, es decir, de la capacidad para recuperarse de una situación angustiosa. Tengamos en cuenta que el niño sigue mostrándose desasosegado después de que el rostro de su madre haya recuperado la expresividad. La velocidad de recuperación refleja su dominio de los rudimentos del autocontrol emocional, una capacidad básica que se establece durante el primer y segundo año de vida, en la misma medida en que el niño va ejercitando la transición que conduce desde la angustia hasta la calma y desde la desconexión hasta la conexión.

Cuando el rostro de la madre se torna mudo y distante, los bebés tratan de obligarla a responder recurriendo, para ello, a todo tipo de estrategias, desde el coqueteo hasta el llanto y, cuando no lo consiguen, los hay que, admitiendo su impotencia, renuncian, se desconectan y acaban chupándose el pulgar como forma de autoconsuelo.

En opinión del psicólogo Edward Tronick, que fue quien diseñó el paradigma de la “cara quieta”. cuanto más éxito tiene el bebé en solicitar la “reparación “del vínculo roto, más aumenta su capacidad social al respecto. De ello se sigue también que los bebés que aprenden a llamar la atención de quienes se han desconectado de ellos acaban aprendiendo que los problemas de relación no son irreversibles.

Así es como se erige el andamiaje de una sensación duradera de resiliencia de uno mismo y de las relaciones. Estos niños crecen sabiéndose capaces de relacionarse positivamente con los demás y de restablecer la conexión cuando ésta se rompe y también suelen confiar en los demás.

Así es como, a eso de los seis meses de edad, los bebés han comenzado ya a desarrollar un estilo típico de interacción y una forma concreta de pensar en sí mismos y en los demás. Lo que posibilita este aprendizaje vital es la sensación de seguridad y de confianza —o, dicho en otras palabras, el rapport— con la persona que le sirve de guía. Es la relación “yo-tú”. en suma, la que posibilita el desarrollo social del niño.

La conexión entre la madre y su hijo funciona desde el primer día de vida y, cuanto mayor sea su sincronía, más afectuosas y felices serán sus interacciones. La desconexión, por el contrario, provoca el enfado, la frustración y el aburrimiento del recién nacido. Es por ello que, si el bebé se halla sometido a un régimen continuo de desconexión y aislamiento, aprenderá a confiar exclusivamente en las estrategias que descubra de manera casual. Hay bebés que, renunciando aparentemente a toda expectativa de ayuda externa, se centran en prácticas que puedan hacerles sentir mejor, mientras que otros, por su parte, se alejan o evitan el contacto ocular, estableciendo así el espacio necesario para consolarse solos.

Pero esta estrategia de distanciamiento puede acabar distorsionando la capacidad del niño de relacionarse con los demás. En la medida en la que este estilo va consolidándose, el bebé puede llegar a considerarse incapacitado para el mundo de las relaciones y a desconfiar de los demás como fuentes de consuelo. La versión adulta de esta actitud se refleja en las muchas personas que, cuando se sienten deprimidas, recurren a consuelos solitarios como comer o beber en demasía o zapear compulsivamente de un canal de televisión a otro.

En la medida en que el tiempo discurre y el niño crece, puede desplegar esas estrategias de manera estrictamente automática, independientemente de la situación, como una forma de defensa contra las experiencias que prevé negativas y sin importar tampoco que esa expectativa se asiente o no en un fundamento sólido. Pero, de este modo, en lugar de acercarse a los demás con una actitud abierta y positiva, reacciona replegándose tras una fachada fría y distante que le sirve de protección.

El vínculo deprimido

Una madre italiana canta a su hija Fabiana la siguiente cancioncilla:

Palmas, palmitas, papá volverá, te traerá golosinas y Fabiana se las comerá.

Su tono es agudo y su melodía un allegro optimista al que no tardan en sumarse los gorjeos encantados de su bebé.

Pero, cuando otra madre canta la misma cancioncilla con un tono grave y un movimiento largo, el bebé no responde con signos de alegría sino, por el contrario, de desasosiego.

¿Cuál es la diferencia entre ambos casos? La segunda está deprimida y la primera no.

Esta pequeña diferencia en el modo en que dos madres cantan a sus bebés refleja dos entornos emocionales completamente diferentes y, en consecuencia, el modo en que se sentirá el hijo en cualquiera de las principales relaciones que establezca a lo largo de su vida. Es comprensible, por otra parte, que las madres deprimidas tengan dificultades en entablar una protoconversación alegre con su hijo, porque carecen de la energía necesaria para emitir los tonos agudos característicos del “maternés”.

Las madres deprimidas suelen mantenerse muy “desconectadas” de sus hijos y muestran una pauta entrometida, enfadada o triste. Esta falta de conexión impide el establecimiento de un vínculo sólido, al tiempo que las emociones negativas transmiten al bebé el mensaje de que ha hecho algo mal y de que debe corregirlo. Ese mensaje, a su vez, intranquiliza al bebé, que no puede conseguir que su madre le calme ni tampoco puede hacerlo él mismo. Así es como madre e hijo caen fácilmente presas de una espiral descendente marcada por el desajuste, la negatividad y los mensajes ignorados.

Según dicen los especialistas en genética del comportamiento, la depresión puede ser hereditaria. Es mucha la investigación que se ha realizado para determinar la “heredabilidad” de la depresión, es decir, la probabilidad de que un niño se deprima clínicamente en algún momento de su vida. Pero, como señala Michael Meaney, los hijos de padres propensos a los ataques de depresión no sólo heredan los genes de sus padres sino que también deben relacionarse con el progenitor deprimido cuya participación puede catalizar la expresión de ese gen.

Las investigaciones realizadas al respecto han puesto de relieve que las madres clínicamente deprimidas tienden a apartar más la mirada de sus bebés, a enfadarse más a menudo, a ser más entrometidas cuando su bebé necesita una pausa de recuperación y a mostrarse también menos cordiales que las demás. Sus hijos, por su parte, protestan llorando, el único modo en que saben hacerlo o acaban renunciando y tornándose apáticos o ensimismados.

Las respuestas concretas del bebé a esta situación pueden ser muy distintas ya que, en los casos en que la madre se muestra pasiva o distante y enojada, el hijo tiende a desarrollar la misma pauta. El bebé parece aprender estos estilos de interacción a través de una serie sucesiva de episodios de desconexión con su madre deprimida. Además, corren el riesgo de establecer una falsa sensación de identidad cuando se reconocen incapaces de recomponer una desconexión o concluyen, por el contrario, que pueden confiar en los demás para recuperar la sensación de bienestar.

La depresión puede ser el vehículo a través del que la madre transmite a su hijo todos sus problemas personales y sociales. El impacto hormonal negativo que tiene en su hijo el miedo de la madre, por ejemplo, comienza ya en la infancia, porque los bebés de madres deprimidas presentan una tasa más elevada de hormonas del estrés y una tasa inferior a la normal de dopamina y serotonina, la pauta de neurotransmisores característica de la depresión. Y poco importa, para ello, que el niño pequeño no se dé cuenta de las grandes fuerzas que inciden sobre su familia porque, en cualquiera de los casos, acabarán integrándose en su sistema nervioso.

Pero la epigenética social abre una puerta a la esperanza en tales niños. Tengamos en cuenta que los padres que, pese a estar levemente deprimidos, aprenden a gestionar de algún modo su estado de ánimo y asumen una actitud optimista ante las dificultades parecen mermar la transmisión social de la depresión. Disponer de cuidadores adicionales que no estén deprimidos puede también proporcionar un fundamento seguro en el que el niño pueda confiar.

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