Read Inés del alma mía Online

Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

Inés del alma mía (14 page)

BOOK: Inés del alma mía
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¿Cómo llegamos a abrazarnos tan pronto? ¿Quién estiró la mano primero? ¿Quién buscó los labios del otro para el beso? Seguramente fui yo. Apenas pude sacar la voz para romper el silencio cargado de intenciones en que nos mirábamos, le anuncié sin preámbulos que lo estaba aguardando desde hacía mucho tiempo, porque lo había visto en sueños y en las cuentas y conchas de adivinar, que estaba dispuesta a amarlo para siempre y otras promesas, sin guardarme nada y sin pudor. Pedro retrocedió, rígido, pálido, hasta dar con las espaldas contra la pared. ¿Qué mujer cuerda habla así a un desconocido? Sin embargo, él no pensó que yo hubiera perdido el juicio o que fuera una ramera suelta en el Cuzco, porque él también sentía en los huesos y en las cavernas del alma la certeza de que habíamos nacido para amarnos. Exhaló un suspiro, casi un sollozo, y murmuró mi nombre con la voz quebrada. «También te he aguardado siempre», parece que me dijo. O tal vez no lo dijo. Supongo que en el transcurso de la vida embellecemos algunos recuerdos y procuramos olvidar otros. De lo que sí estoy segura es que esa misma noche nos amamos y desde el primer abrazo nos consumió el mismo ardor.

Pedro de Valdivia se había formado en el estruendo de la guerra, nada sabía de amor, pero estaba listo para recibirlo cuando éste llegó. Me levantó en brazos y me llevó a mi cama de cuatro trancos largos, donde caímos derribados, él encima de mí, besándome, mordiéndome, mientras se desprendía a tirones del jubón, las calzas, las botas, las medias, desesperado, con los bríos de un muchacho. Le dejé hacer lo que quiso, para que se desahogara; ¿cuánto tiempo había pasado sin mujer? Le estreché contra mi pecho, sintiendo los latidos de su corazón, su calor animal, su olor de hombre. Pedro tenía mucho que aprender, pero no había prisa, contábamos con el resto de nuestras vidas y yo era buena maestra, al menos eso podía agradecer a Juan de Málaga. Una vez que Pedro comprendió que a puerta cerrada mandaba yo y que no había deshonor en ello, se dispuso a obedecerme de excelente humor. Esto demoró algún tiempo, digamos cuatro o cinco horas, porque él creía que la entrega corresponde a la hembra y la dominación al macho, así lo había visto en los animales y aprendido en su oficio de soldado, pero no en vano Juan de Málaga había pasado años enseñándome a conocer mi cuerpo y el de los hombres. No sostengo que todos sean iguales, pero se parecen bastante, y con un mínimo de intuición cualquier mujer puede darles contento. A la inversa no es lo mismo; pocos hombres saben satisfacer a una mujer y aún menos son los que están interesados en hacerlo. Pedro tuvo la inteligencia de dejar su espada al otro lado de la puerta y rendirse ante mí. Los detalles de esa primera noche no importan demasiado, basta decir que ambos descubrimos el verdadero amor, porque hasta entonces no habíamos experimentado la fusión del cuerpo y del alma. Mi relación con Juan fue carnal, y la de él con Marina, espiritual; la nuestra llegó a ser completa.

Valdivia permaneció encerrado en mi casa durante dos días. En ese tiempo no se abrieron los postigos, nadie hizo empanadas, las indias anduvieron calladas y de puntillas, y Catalina se las arregló para alimentar a los mendigos con sopa de maíz. La fiel mujer nos traía vino y comida a la cama; también preparó una tinaja con agua caliente para que nos laváramos, costumbre peruana que ella me había enseñado. Como todo español de origen, Pedro creía que el baño es peligroso, produce debilitamiento de los pulmones y adelgaza la sangre, pero le aseguré que la gente del Perú se bañaba a diario y nadie tenía los pulmones blandos ni la sangre aguada. Ese par de días se nos fueron en un suspiro contándonos el pasado y amándonos en un quemante torbellino, una entrega que nunca alcanzaba a ser suficiente, un deseo demente de fundirnos en el otro, morir y morir, «¡Ay, Pedro!». «¡Ay, Inés!» Nos desplomábamos juntos, quedábamos enlazados de piernas y brazos, exhaustos, bañados en el mismo sudor, hablando en susurros. Luego renacía el deseo con más intensidad entre las sábanas mojadas; olor a hombre —hierro, vino y caballo—, olor a mujer —cocina, humo y mar—, fragancia de ambos, única e inolvidable, hálito de selva, caldo espeso. Aprendimos a elevarnos hacia el cielo y a gemir juntos, heridos por el mismo latigazo, que nos suspendía al borde de la muerte y por último nos sumergía en un letargo profundo. Una y otra vez despertábamos listos para inventar de nuevo el amor, hasta que llegó el alba del tercer día, con su alboroto de gallos y el aroma del pan. Entonces Pedro, transformado, pidió su ropa y su espada.

¡Ah! ¡Qué tenaz es la memoria! La mía no me deja en paz, me llena la mente de imágenes, palabras, dolor y amor. Siento que vuelvo a vivir una y otra vez lo ya vivido. El esfuerzo de escribir este relato no está en recordar, sino en el lento ejercicio de ponerlo en papel. Mi letra nunca fue buena, a pesar de los empeños de González de Marmolejo, pero ahora es casi ilegible. Tengo cierta urgencia, porque vuelan las semanas y todavía falta bastante por narrar. Me canso. La pluma rompe el papel y caen salpicaduras de tinta; en resumen, esta labor me queda grande. ¿Por qué insisto en ella? Quienes me conocieron a fondo están muertos, sólo tú, Isabel, tienes una idea de quién soy, pero esa idea está desvirtuada por tu cariño y la deuda que crees tener conmigo. No me debes nada, te lo he dicho a menudo; soy yo quien está en deuda contigo, porque viniste a satisfacer mi más profunda necesidad, la de ser madre. Eres mi amiga y confidente, la única persona que conoce mis secretos, incluso algunos que, por pudor, no compartí con tu padre. Nos llevamos bien tú y yo, tienes buen humor y nos reímos juntas, con esa risa de las mujeres, que nace de la complicidad. Te agradezco que te hayas instalado con tus hijos aquí, a pesar de que tu casa queda a un par de cuadras de distancia. Arguyes que necesitas compañía mientras tu marido anda en la guerra, como antes andaba el mío, pero no te creo. La verdad es que temes que me muera sola en este caserón de viuda, que será tuyo muy pronto, tal como ya lo son todos mis bienes terrenales. Me conforta la idea de verte convertida en una mujer muy rica; me puedo ir en paz al otro mundo, ya que he cumplido cabalmente la promesa de protegerte que le hice a tu padre cuando él te trajo a mi casa. Entonces yo era todavía la amante de Pedro de Valdivia, pero eso no me impidió recibirte con los brazos abiertos. En esa época la ciudad de Santiago ya se había repuesto del estropicio causado por el primer ataque de los indios, habíamos salido de la pobreza y nos dábamos ciertas ínfulas, aunque todavía no era realmente una ciudad, sino apenas un villorrio. Por sus méritos y su carácter intachable, Rodrigo de Quiroga se había convertido en el capitán favorito de Pedro y en mi mejor amigo. Yo sabía que estaba enamorado de mí, una mujer siempre lo sabe, aunque no se escape un gesto o una palabra que lo delate. Rodrigo no habría sido capaz de admitirlo ni en lo más secreto de su corazón, por lealtad a Valdivia, su jefe y amigo. Supongo que yo también lo quería —se puede amar a dos hombres al mismo tiempo—, pero me guardé ese sentimiento para no arriesgar el honor y la vida de Rodrigo. No es todavía el momento de referirme a esto, queda para más adelante.

Hay cosas que no he tenido ocasión de contarte, por estar demasiado ocupada en tareas cotidianas, y si no las escribo me las llevaré a la tumba. A pesar de mi afán de exactitud, he omitido bastante. He debido seleccionar sólo lo esencial, pero estoy segura de no haber traicionado la verdad. Ésta es mi historia y la de un hombre, don Pedro de Valdivia, cuyas heroicas proezas han sido anotadas con rigor por los cronistas y perdurarán en sus páginas hasta el fin de los tiempos; sin embargo, yo sé de él lo que la Historia jamás podrá averiguar: qué temía y cómo amó.

La relación con Pedro de Valdivia me trastornó. No podía vivir sin él, un solo día sin verlo me afiebraba, una noche sin estar en sus brazos era un tormento. Al principio, más que amor fue una pasión ciega, desatada, que por suerte él compartía, de otro modo yo hubiese perdido el juicio. Más tarde, cuando fuimos superando los obstáculos del destino, la pasión dio paso al amor. Lo admiraba tanto como lo deseaba, sucumbí por completo ante su energía, me sedujeron su valor y su idealismo. Valdivia ejercía su autoridad sin aspavientos, se hacía obedecer con su sola presencia, tenía una personalidad imponente, irresistible, pero en la intimidad se transformaba. En mi cama era mío, se me entregó sin reticencia, como un joven en su primer amor. Estaba acostumbrado a la rudeza de la guerra, era impaciente e inquieto, sin embargo podíamos pasar días completos de ocio, dedicados a conocernos, contándonos los detalles de nuestros respectivos destinos con verdadera urgencia, como si se nos fuera a acabar la vida en menos de una semana. Yo llevaba la cuenta de los días y las horas que pasábamos juntos, eran mi tesoro. Pedro llevaba la cuenta de nuestros abrazos y besos. Me sorprende que a ninguno de los dos nos asustara esa pasión que hoy, vista desde la distancia del desamor y la ancianidad, me parece opresiva.

Pedro pasaba sus noches en mi casa, salvo cuando debía viajar a la Ciudad de los Reyes o visitar sus propiedades en Porco y La Canela, y entonces me llevaba con él. Me gustaba verlo sobre su caballo —tenía un aire marcial— y ejercer su don de mando entre sus subalternos y camaradas de armas. Sabía muchas cosas que yo no sospechaba, me comentaba sus lecturas, compartía conmigo sus ideas. Era espléndido conmigo, me regalaba vestidos suntuosos, telas, joyas y monedas de oro. Al principio esa generosidad me molestaba, porque me parecía un intento de comprar mi cariño, pero después me acostumbré a ella. Empecé a ahorrar, con la idea de tener algo más o menos seguro en el futuro. «Nunca se sabe lo que puede pasar», decía siempre mi madre, quien me enseñó a esconder dinero. Además, comprobé que Pedro no era buen administrador y no se interesaba demasiado en sus bienes; como todo hidalgo español, se creía por encima del trabajo o del vil dinero, que podía gastar como un duque pero que no sabía ganar. Las mercedes de tierra y minas recibidas de Pizarro fueron un golpe de fortuna que recibió con la misma soltura con que estaba dispuesto a perderlas. Una vez me atreví a decírselo, porque, como he tenido que ganarme la vida desde que era niña, me horroriza el despilfarro, pero me hizo callar con un beso. «El oro es para gastarlo y, gracias a Dios, a mí me sobra», replicó. Eso no me tranquilizó, por el contrario. Valdivia trataba a sus indios encomendados con más consideración que otros españoles, pero siempre con rigor. Había establecido turnos de trabajo, alimentaba bien a su gente y obligaba a los capataces a medirse en los castigos, mientras que en otras minas y haciendas hacían trabajar incluso a las mujeres y los niños.

—No es mi caso, Inés. Yo respeto las leyes de España hasta donde es posible —replicó, altanero, cuando se lo comenté.

—¿Quién decide hasta dónde es posible?

—La moral cristiana y el buen juicio. Tal como no conviene reventar a los caballos de fatiga, no se debe abusar de los indios. Sin ellos, las minas y las tierras nada valen. Quisiera convivir con ellos en armonía, pero no se puede someterlos sin emplear la fuerza.

—Dudo que someterlos los beneficie, Pedro.

—¿Dudas de los beneficios del cristianismo y la civilización? —me refutó.

—A veces las madres dejan morir de hambre a los recién nacidos para no encariñarse con ellos, pues saben que se los quitarán para esclavizarlos. ¿No estaban mejor antes de nuestra llegada?

—No, Inés. Bajo el dominio del Inca padecían más que ahora. Debemos mirar hacia el futuro. Ya estamos aquí y nos quedaremos. Un día habrá una nueva raza en esta tierra, mezcla de nosotros con indias, todos cristianos y unidos por nuestra lengua castellana y la ley. Entonces habrá paz y prosperidad.

Él así lo creía, pero se murió sin verlo, y también moriré yo antes de que ese sueño se cumpla, porque estamos a fines de 1580 y todavía los indios nos odian.

Pronto la gente del Cuzco se acostumbró a considerarnos una pareja, aunque imagino que a nuestras espaldas circulaban comentarios maliciosos. En España me habrían tratado como a una barragana, pero en el Perú nadie me faltaba el respeto, al menos nunca en mi cara, porque habría sido como faltárselo a Pedro de Valdivia. Se sabía que él tenía una esposa en Extremadura, pero eso no era novedad, la mitad de los españoles estaba en situación similar, sus esposas legítimas eran recuerdos borrosos; en el Nuevo Mundo necesitaban amor inmediato o un sustituto de ello. Además, también en España los hombres tenían mancebas; el imperio estaba sembrado de bastardos y muchos de los conquistadores lo eran. En un par de ocasiones Pedro me habló de sus remordimientos, no por haber dejado de amar a Marina, sino por estar impedido de casarse conmigo. Yo podía desposarme con cualquiera de los que antes me cortejaban y que ahora no se atrevían a mirarme, dijo. Sin embargo, esa posibilidad nunca me quitó el sueño. Tuve claro desde el principio que Pedro y yo jamás podríamos casarnos, salvo que muriera Marina, lo que ninguno de los dos deseaba, por eso me saqué la esperanza del corazón y me dispuse a celebrar el amor y la complicidad que compartíamos, sin pensar en el futuro, en chismes, vergüenza o pecado. Éramos amantes y amigos. Solíamos discutir a gritos, porque ninguno de los dos tenía temperamento manso, pero eso no lograba separarnos. «De ahora en adelante tienes las espaldas cubiertas por mí, Pedro, de modo que puedes concentrarte en dar tus batallas de frente», le anuncié en nuestra segunda noche de amor, y él lo tomó al pie de la letra y jamás lo olvidó. Por mi parte, aprendí a sobreponerme al mutismo terco que solía agobiarme cuando me enfurecía. La primera vez que decidí castigarlo con el silencio, Pedro me tomó la cara entre las manos, me clavó sus ojos azules y me obligó a confesar lo que me molestaba. «No soy adivino, Inés. Podemos acortar camino si me dices qué quieres de mí», insistió. Del mismo modo, yo le salía al encuentro cuando lo dominaba la impaciencia y la soberbia, o cuando una decisión suya me parecía poco acertada. Éramos similares, ambos fuertes, mandones y ambiciosos; él pretendía fundar un reino y yo pretendía acompañarlo. Lo que él sentía, lo sentía yo, así compartimos la misma ilusión.

Al principio me limitaba a escuchar en silencio cuando él mencionaba a Chile. No sabía de qué hablaba, pero disimulé mi ignorancia. Me informé por mis clientes, los soldados que me traían su ropa a lavar o venían a comprar empanadas, y así supe del fracasado intento de Diego de Almagro. Los hombres que sobrevivieron a esa aventura y a la batalla de Las Salinas no tenían un maravedí en la faltriquera, andaban con la ropa en hilachas y a menudo acudían sigilosos por la puerta del patio a buscar comida gratis, por eso les llamaban los «rotos chilenos». No se ponían en la cola de los mendigos indígenas, aunque eran tan pobres como ellos, porque había cierto orgullo en ser uno de esos rotos, palabra que designaba al hombre valiente, audaz, esforzado y altanero. Chile, según la descripción de esos hombres, era tierra maldita, pero imaginé que Pedro de Valdivia tenía muy buenas razones para ir allí. Al escucharlo, me fui entusiasmando con su idea.

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