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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (60 page)

BOOK: Grotesco
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—Vendemos productos químicos al por mayor. La empresa tiene su sede en la prefectura de Toyama, así que supongo que no te suena.

Le di mi tarjeta con una exageración engreída. Una expresión de sorpresa se instaló en su cara.

—Perdóname si soy maleducado por preguntar, pero ¿por qué haces esto si tienes un empleo tan bueno?

—¿Por qué? —Le di un trago a la cerveza—. En la empresa todo el mundo me ignora.

Había dejado traslucir algunos de mis verdaderos sentimientos. Tenía treinta años y cargaba tanta tensión sobre mi espalda que pensaba que iba a derrumbarme. Al cumplir los veintinueve me trasladaron a otro centro de investigación. Yamamoto, mi rival, trabajó allí durante cuatro años y luego lo dejó para casarse, lo que hizo que ya sólo quedáramos cuatro de las mujeres que habían empezado conmigo. Una de ellas estaba en publicidad, la otra, en asuntos generales, y las otras dos, en ingeniería, donde se ocupaban de la planificación de arquitectura. A los treinta y tres, volví a la oficina de investigación, pero allí ya no quedaba ni una sola persona interesante.

A todos los hombres con los que había empezado en la empresa hacía tiempo que los habían ascendido a un cargo mejor en la administración interna, donde las mujeres no tenían cabida. A las ayudantes de la oficina resultaba evidente que no les caía bien, y las licenciadas que habían entrado en la compañía más tarde que yo ya habían pasado por delante de mí. En pocas palabras, había perdido el tren, había pasado del grupo de los triunfadores al de los perdedores. ¿Por qué me había ocurrido eso? Porque ya no era joven, y porque era mujer. Estaba envejeciendo y tenía una mierda de trabajo.

—Para mí eso se ha acabado. Y siento ganas de vengarme.

—¿Vengarte? ¿De quién? —Arai miró al techo—. Supongo que todos sentimos eso de vez en cuando. Todos queremos venganza, porque a todos nos han herido de una u otra forma. Lo mejor que se puede hacer es seguir como si nada tuviera importancia.

Pues yo no estaba de acuerdo. Estaba dispuesta a vengarme, a humillar a mi empresa, a burlarme de mi madre pretenciosa y a ultrajar el honor de mi hermana. Incluso aunque eso me hiriera a mí misma. Yo, que había nacido mujer, que no era capaz de vivir como una mujer; yo, cuyo mayor logro había sido entrar en el Instituto Q para Chicas. Desde entonces todo había ido de mal en peor. Eso era todo, y ésa era la razón por la que hacía lo que hacía, el motivo por el que me había hecho prostituta. Al darme cuenta de ello, rompí a reír.

—Señor Arai, me gustaría seguir hablando de esto, así que me encantaría que volviéramos a vernos. Quince mil yenes estará bien. Podemos encontrarnos aquí, beber cerveza y hablar. ¿Qué te parece? Y si el dinero supone un problema, yo pagaré la cerveza y los tentempiés.

Cuando oyó que se lo pedía con tantas ganas, vi un destello de deseo en sus ojos. Era la primera señal positiva que demostraba en toda la noche. Los hombres son raros, siempre deben pensar que son ellos los que están al mando.

4

4 de octubre Shibuya: E (?), 15.000 ¥

H
oy he pasado la mañana durmiendo en la mesa de la sala de conferencias. La espalda me estaba matando. He intentado ignorarla pero me ha resultado imposible. Anoche estuve hasta las once y media confinada en la agencia y fui la única a la que no llamaron. Ni una sola vez.

—¿Qué es esto? ¡Se ha buscado usted un buen lugar para echar una siesta, ¿eh?! —he oído que gritaba de repente una voz de hombre.

Sobresaltada, me he incorporado y me he sentado al borde de la mesa.

Era Kabano, el hombre que me había dicho que mi padre había sido amable con él cuando había entrado en la empresa. Kabano ha escalado muchos más puestos en la compañía de lo que yo esperaba. Ascendió de director de la división de asuntos generales y ahora es director ejecutivo. En nuestra empresa casi nunca se ve a los directores ejecutivos. Son unas eminencias y tienen los despachos en los pisos más altos, incluso disponen de un ascensor para ellos solos, y para todos los desplazamientos tienen a su disposición coches de la empresa.

Kabano no está especialmente dotado, pero es afable y no tiene enemigos, y eso ha sido suficiente para que pueda escalar puestos con éxito. Ése es uno de los aspectos de la empresa que no entiendo.

—He oído a alguien que roncaba, así que he echado un vistazo dentro. ¡Quién me lo iba a decir!, una mujer dormida. ¡La verdad es que no me esperaba esto!

—Lo siento. Es que me duele la cabeza.

He bajado lentamente de la mesa y me he puesto los zapatos, que había dejado sobre la moqueta. No he podido evitar bostezar discretamente. Kabano me ha observado con una expresión de disgusto, pero lo cierto es que a mí me trae sin cuidado. «¿Qué problema tienes? —quería preguntarle—. ¿Acaso crees que porque eres un alto y poderoso ejecutivo puedes venir aquí a sermonearme? Viejo chocho. ¿Cómo te atreves a despertarme?»

—Si le duele la cabeza, tendría que ir a la enfermería, para eso está, ¿sabe? Señorita Sato, ¿está segura de que se encuentra usted bien?

—¿Qué quiere decir?

Me he pasado los dedos por el cabello. Estaba demasiado enredado y despeinado para hacerlo con un cepillo. Pero ¿qué diablos miraba aquel tipo? Al final, ha apartado la mirada.

—¿Sabe que está usted extremadamente delgada? Por Dios, casi es sólo piel y huesos. Está mucho más delgada que cuando era joven, prácticamente irreconocible.

Vale, estoy delgada, ¿acaso es eso un problema? A los hombres les gustan las mujeres delgadas y con el pelo largo. ¿No es algo natural? Mido un metro sesenta y tres y peso cuarenta y cinco kilos. Yo diría que estoy proporcionada. Para desayunar me tomo una pastilla de gimnema, para almorzar me voy a la cafetería de la empresa, en el sótano, y me compro algo preparado, normalmente una ensalada de algas. A veces me salto el almuerzo y casi nunca me como el arroz hervido, pero sí las verduras en
tempura
. Sea como sea, me repugna ver a una mujer gorda. Pienso que debe de ser estúpida para tener esa apariencia.

—Si gano peso, la ropa no me sentará bien.

—Le preocupa la ropa, ¿verdad? Estoy seguro de que eso es algo importante para una mujer joven, pero…, señorita Sato, pienso sinceramente que debería ver usted a un médico. Me preocupa te tenga realmente un problema de salud. ¿Trabaja mucho?

«¿Que si trabajo mucho? Bueno, ¡quizá por la noche sí!» Mis labios enseguida dibujaron una sonrisa.

—No, no estoy trabajando tanto, es sólo que anoche hubo sequía.

—¿De qué está hablando? —ha preguntado Kabano mientras su rostro adoptaba una expresión de alarma.

«Oh, creo que tengo un lío mental. Ese viejo chocho es un ejecutivo de la empresa. He de volver a mi yo diurno de inmediato. Parece ser que hoy no llevo muy bien mi doble vida.»

—Oh, de nada —me he apresurado a responder—. Sólo me refería a que no he tenido mucho trabajo, eso es todo.

—Estoy seguro de que el trabajo en el departamento de investigación puede ser muy intenso. Recuerdo que una vez alguien comentó que había escrito un informe que recibió numerosos elogios.

—Eso fue hace mucho. Las condiciones eran bastante más satisfactorias entonces.

Tenía veintiocho años cuando escribí ese informe, se titulaba «Inversiones financieras en la construcción y en los bienes inmuebles: creando nuevos mitos». Gané un premio de la editorial
Economics News
. Fue el período más feliz de mi vida. Japón aún estaba sumido en la llamada «burbuja inmobiliaria», el mercado de las nuevas construcciones era prometedor, eran tiempos impetuosos. Aunque hubo un idiota que criticó mi artículo porque, según él, carecía de propuestas estratégicas claras. Nunca olvidaré cómo me dolieron aquellas críticas.

—No es verdad, todavía tiene mucho potencial. —De repente, Kabano me ha mirado con una expresión de dolor—. Señorita Sato, su madre está muy preocupada por usted.

—¿Mi madre? ¿Qué quiere usted decir?

He apoyado el índice en la barbilla y he ladeado la cabeza. Desde que el profesor Yoshizaki había admirado esa pose porque, según él, era particularmente atractiva y femenina, la adoptaba siempre que podía. Al profesor Yoshizaki le gustaban las mujeres que se comportaban como señoritas bien educadas.

—A lo que me refiero es que a su madre le preocupa que usted no esté bien, que haya perdido su deseo de tener éxito.

Eso es cierto. Soy su gallina de los huevos de oro, de modo que ha de preocuparse porque, si dejo de traer dinero a casa, no sabrá qué hacer. Pero ¿qué haré yo? De golpe he sentido una punzada de dolor. ¿Qué pasará cuando me haya mayor? Si me despidieran de la empresa y no conseguía mantener mi trabajo nocturno, perdería todas mis fuentes de ingresos. Si eso ocurría, sin duda mi madre me echaría de casa.

—Lo entiendo. Trataré de ser más responsable.

Cuando ha visto el cambio en mi expresión, la seriedad con la que había escuchado su comentario, Kabano ha sentido con aprobación.

—Lo que ha pasado hoy quedará entre nosotros, así que no se preocupe. Me alegro de haber sido yo quien la haya encontrado. No vengo a menudo por aquí, ¿sabe? Pero he de decirle, y sé que esto puede parecer un poco duro, que su aspecto ha cambiado mucho. Parece que haya perdido algún tornillo por el camino.

—¿Qué problema hay con mi aspecto?

He adoptado de nuevo la pose, ladeando la cabeza.

—Por un lado, lleva usted demasiado maquillaje. Parece que no le importe lo que opinen los demás. Un poco de maquillaje está bien, pero usted rebasa el límite. No es adecuado para la oficina. Puede que me esté metiendo donde no me llaman, pero creo sinceramente que debería usted hablar con un psicoterapeuta.

—¿Un psicoterapeuta? —Me ha cogido tan desprevenida que casi lo he dicho gritando—. ¿Por qué me dice eso?

Tuve que ver a un psiquiatra al final de mi segundo año de instituto a causa de mi desorden alimentario. Me dijeron que mi vida estaba en peligro e hicieron todo tipo de predicciones ridículas por culpa de las cuales mi madre lloró amargamente y mi padre perdió los nervios. Fue ridículo. Pero ¿acaso me curaron? ¿Y qué sucedió cuando tenía veintinueve años? ¿No me dijeron lo mismo entonces?

La puerta de la sala de conferencias se ha abierto de golpe y la secretaria ha asomado la cabeza. Supongo que me ha oído gritar. Me ha mirado desconcertada.

—Señor Kabano, ¿está usted ahí? Es tarde ya.

—Bueno, será mejor que me vaya.

Kabano ha salido de la sala de conferencias mientras la secretaria me miraba con desconfianza. «¿Qué estás mirando, puta? No sabes lo que es sentirte libre por las noches, ¿verdad? Estoy segura de que nunca te ha querido ningún hombre.» Vaya, ya había vuelto de nuevo a mi personalidad de prostituta.

Al regresar al departamento de investigación, el director me ha mirado.

—Sato, me gustaría hablar con usted un momento.

¿Y ahora qué? ¿Otro sermón? Profundamente disgustada, me he dirigido hacia la mesa del director, que ha apartado la vista de la pantalla del ordenador y ha hecho girar la silla en mi dirección.

—Escuche, no hay problema si se levanta de su escritorio, pero debe intentar que no sea mucho rato.

—Lo siento, me dolía mucho la cabeza.

He mirado de reojo a Kamei. Como de costumbre, vestía de forma llamativa: una camiseta roja y unos pantalones negros. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y estaba absorta leyendo unos documentos, la viva imagen de una mujer trabajadora. Dios mío, cómo la odio. Ha perfeccionado la farsa de forma exquisita.

—Sato, ¿me está escuchando?

El director, irritado, ha levantado la voz y todos han vuelto la cabeza para mirarme. Cuando Kamei se ha encontrado con mis ojos, ha intentado disimular mirando hacia otro lado.

—Lo único que digo es que, si vuelve a sucederle algo parecido, avíseme antes de ausentarse

—Lo siento, lo comprendo.

—Ya no es usted una niña, ¿sabe? Tiene que comportarse de forma más responsable; se está pasando de la raya. Déjeme serle sincero: no sé durante cuánto tiempo más podremos mantenerla en la oficina. Los buenos tiempos han pasado y ahora ninguno de nosotros somos imprescindibles. Nuestro departamento tampoco lo es, y me han comunicado que tanto la investigación como la planificación se están revisando. Así que le recomiendo que preste atención a lo que hace.

Era claramente un farol. He bajado la vista al suelo, enojada. Yo era la subdirectora del departamento —quería gritar—, ¿cómo iban a despedirme? No era posible. ¿Se debía a que era una mujer? ¿A que era prostituta por las noches? Al pensar eso me ha recorrido un sentimiento de superioridad. Soy maravillosa. Una superestrella capaz de superar a cualquiera en esa empresa nefasta. Me habían dado premios por mis ensayos mientras trabajaba allí como subdirectora de investigación, una subdirectora que vendía su cuerpo. El pecho se me ha inflado de orgullo.

—Gracias por su consejo. En adelante tendré más cuidado.

Después de semejante rapapolvo tenía que hacer algo para calmarme, así que he salido de la oficina para tomar un café. Al salir al pasillo, los empleados con los que me cruzaba se apartaban a los lados para evitarme. «¡Ya basta! No soy un monstruo, ¿vale?» He sentido que la sangre se me subía a la cabeza, pero luego he pensado en mi secreta vida nocturna y me he calmado. «Debo hacer algo para vengarme de la Trenza», he pensado. Así que he bajado al vestíbulo para llamar por el teléfono público.

—Hola, ha llamado usted a La Fresa Jugosa.

He reconocido la voz del operador. Podía imaginarme el entusiasmo y la expectación acelerando los corazones de las chicas que están en la agencia durante el día. He puesto un pañuelo en el auricular para disimular mi voz y he respondido.

—Me gustaría hablar con una chica llamada Kana que enviaron ustedes la otra noche. El cliente tuvo una queja y me ha pedido que se la hiciera saber.

Kana era el nombre de calle de la Trenza.

—¿De qué se trata?

—Al parecer, esa chica, Kana, le robó dinero de la cartera al cliente. Es una ladrona.

Luego, he colgado. Dios santo, ¡qué bien me ha sentado hacer eso! No podía esperar llegar a la agencia por la noche.

He fingido estar muy ocupada durante el resto del día y luego me he ido. He entrado en un colmado para comprar guiso de
oden
y un paquete de bolas de arroz, incluso he comprado un cartón de tabaco para el operador. Luego, de buen humor, me he apresurado para llegar a la agencia. «Hoy debo conseguir trabajar, he pensado un poco exasperada. Mi objetivo de ahorrar cien millones de yenes antes de cumplir los cuarenta parece cada vez más inalcanzable, pero no hay mucho que yo pueda hacer si en la agencia no comparten los clientes conmigo. Estaba convencida de que aquello fastidiaría a la Trenza, pero tenía que asegurarme de que me enviaran a un cliente antes que a ella. Al llegar allí, he abierto de golpe la puerta.

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