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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (3 page)

BOOK: Gente Independiente
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En cuanto se detuvo, la perra se acercó a él, zalamera. Metió el afilado hocico entre las duras zarpas del hombre, dejándolo allí y meneando la cola y todo el cuerpo; el hombre contempló filosóficamente al animal por unos instantes, saboreando, en la sumisión de su perra, la conciencia de su propia fuerza, el arrobo de la autoridad, y participando, por un segundo, del más elevado sueño de la naturaleza humana, como el general que revista sus tropas y sabe que con una sola palabra puede lanzarlas al ataque. Unos momentos transcurrieron así, y ahora el animal estaba sentado sobre el césped marchito, en la orilla, ante él, contemplándole con ojos interrogantes. Y él respondió:

—Sí, cualquier cosa que un hombre busque, la encontrará… en su perro.

Continuó analizando el tema mientras abandonaba el sendero y atravesaba el páramo en dirección al prado que rodeaba la casa; lo repitió en distintas formas: «Lo que un perro busca, lo encontrará un hombre». «Buscad y encontraréis». Inclinándose, palpó la hierba primaveral con sus gruesos dedos y midió su largo, luego arrancó algunas briznas en un trozo de terreno pantanoso y, después de limpiarlas de fango en sus pantalones, se las llevó a la boca como una oveja. Y pensando mientras masticaba, comenzó a pensar como una oveja. El gusto era amargo, pero no escupió; hizo chasquear los labios y saboreó el gusto a raíz de la hierba. «Esto ha salvado muchas vidas después de un largo invierno y poco heno», se dijo. «Hay en esto una especie de miel, aunque sabe fuerte. Es esta joven hierba de pantano la que da nueva vida a las ovejas en primavera, ¿sabes? Y las ovejas proporcionan nueva vida al hombre en otoño». Y continuó hablando de las hierbas de pantano y mezclándolo todo con filosofía y ejecutando variaciones sobre el tema hasta que llegó al prado de la granja.

De pie en el punto más alto del otero, como un explorador vikingo que ha encontrado su campamento en las alturas, miró en torno y vio agua, primero hacia el norte, en dirección a las montañas; luego al este, hacia las zonas pantanosas y el lago y el río, que fluía suavemente desde el lago hacia los marjales; luego hacia los páramos del sur, donde las Montañas Azules, todavía cubiertas de nieve, cerraban, meditabundas, el horizonte. Y el sol ardía desde un cielo sin nubes.

No lejos de donde él se hallaba, dos ovejas de Rauósmyri segaban el verde del campo y, aunque eran las ovejas de su amo, las alejó y por primera vez quitó estorbos de su campo.

—Ahora esta tierra es mía —dijo.

Y entonces pareció como si algún recelo hiciese presa en él; quizá la tierra no estaba completamente pagada. En lugar de permitir que la perra persiguiese a las ovejas, la llamó. Y continuó inspeccionando el mundo desde su cercado, el mundo que acababa de comprar. El verano se elevaba en esos momentos sobre ese mundo.

Y fue por eso por lo que dijo a la perra:

—Casa Invernal no es un nombre para una granja como ésta, no. Y en cuanto a Albogastaðir del Páramo… tampoco es un nombre para ella. No es más que una de esas reliquias del viejo Papado. Maldito sea si adopto en mi granja nombres que están ligados a espectros del pasado. Fui bautizado Bjartur, que significa «brillante». De modo que la granja se llamará Casa Estival.

Y Bjartur de la Casa Estival se paseó por su propio prado, inspeccionando las ruinas invadidas por las hierbas, estudiando la obra de sillería de las paredes del redil y derribando y volviendo a construir, en su imaginación, el mismo tipo de casa en la que nació y se crió, al otro lado de los brezales de este.

—El tamaño no lo es todo, por cierto —dijo en voz alta a la perra, como si tuviera sospechas de que el animal abrigaba ideas demasiado elevadas—. Puedes creerme, la libertad es más importante que la altura de un cabrio. Yo tengo motivos para saberlo; la mía me costó dieciocho años de esclavitud. El hombre que vive de su propia tierra es un hombre independiente. Es su propio amo. Si logro mantener vivas mis ovejas durante el invierno y pagar todos los años lo convenido… entonces pago lo convenido y he mantenido vivas mis ovejas. No, es la libertad lo que todos buscamos, Titla. El que paga todo lo que necesita es un rey. El que mantiene vivas sus ovejas durante el invierno, vive en un palacio.

Y cuando la perra oyó estas palabras, se alegró a su vez. Y ya no había más nubes. Corrió en círculo alrededor de él, ladrando frívolamente. Luego se precipitó hacia él, con el hocico pegado al suelo como si estuviese a punto de atacarle. Y al instante siguiente se había alejado nuevamente de un salto y describía otro círculo.

—Pues bien —dijo él con sobriedad—, nada de tonterías aquí. ¿Me ves a mi correr en círculos y ladrar? ¿Me acuesto con la nariz en el suelo y la bufonería en los ojos, para saltar sobre la gente? No, mi independencia me ha costado mucho más que eso: dieciocho años trabajando para el alcalde de Raudsmyri y la Poetisa e Ingólfur Arnarson Jónsson, a quien se dice que ahora han enviado a Dinamarca. ¿Te parece que era por simple diversión por lo que solía ir a registrar las montañas del sur, en busca de los animales que se les habían extraviado, y con el invierno ya avanzado? No. Y me he hundido en la nieve. Y no puedo agradecerles a ellos, benditos sean, el que haya salido con vida a la mañana siguiente.

Ante este recordatorio la alegría de la perra menguó considerablemente y se sentó y comenzó a mordisquearse.

—Y nadie podrá decir jamás que mezquiné mis energías en su servicio; y, lo que es más, pagué la primera cuota de la granja la mañana de Pascua, como se estipuló. Y tengo veinticinco ovejas esquiladas y preñadas; muchos hay que comenzaron con menos y muchos también que fueron esclavos toda su vida y jamás fueron dueños siquiera de una estaca. Ahí tienes a mi padre, por ejemplo. Vivió hasta los ochenta y jamás consiguió pagar el mísero préstamo por enfermedad que la parroquia le adelantó cuando no era más que un jovencito.

La perra le contempló con escepticismo por unos instantes, como si verdaderamente no creyese en lo que le decía. Tuvo la tentación de ladrar, pero decidió no hacerlo y solamente abrió las mandíbulas en un prolongado bostezo, como interrogando.

—No, no supuse que me entenderías —dijo Bjartur—. Los perros sois en verdad pobres cosas, aunque, en general, pienso que los seres humanos tenemos mucho menos de qué jactarnos. Sin embargo, las cosas nos habrán ido peor de lo que creo si mi Rosa no tiene otra cosa que ofrecer a su gente la víspera de Navidad que los huesos de un caballo viejo, después de veintitrés años de hacer de ama de casa, a pesar de que a la poetisa de Rauósmyri eso le pareció, el año pasado, el proceder correcto. —La perra se mordía nuevamente con encono—. Sí, no es extraño que su perra ovejera esté piojosa y coma hierba, cuando su ama de llaves no ha logrado ver en veinte años la llave de la alacena. ¡Y buena historia contarían los caballos que deja al raso en invierno, si pudieran hablar, pobres animales! Todos estos años han sido de constante martirio para ellos, y probablemente será mejor para algunas personas que las ovejas no tengan sitio en el tribunal del juicio final, pobrecitos.

El arroyo de la granja bajaba de la montaña en línea recta y luego giraba hacia el oeste para descender a los marjales. Tenía en su curso dos saltos, como hasta la rodilla de un hombre de altos, y dos estanques, como hasta la rodilla de un hombre de profundos. En el lecho había guijarros, cascajo y arena. Cada curva poseía su propio tono, pero ninguna de ellas era triste. El arroyo era alegre y cantarino como la juventud, pero cantaba en varias cuerdas y ejecutaba su música sin pensar en auditorio alguno, sin importarle si nadie la escuchaba durante cien años, como un verdadero poeta. El hombre lo examinó todo atentamente. Se detuvo ante el salto superior y dijo:

—Aquí podrá lavar ella los calcetines y demás. —Junto a la caída inferior dijo—: Aquí podremos poner a remojar el pescado salado. —La perra agachó la cabeza hasta el agua y la lengüeteó. El hombre también se acostó de bruces en la orilla y bebió, y un poco de agua se le metió en la nariz—. Es agua de primera —dijo Bjartur de la Casa Estival, mirando al perro mientras se limpiaba la nariz con la manga—. Casi podría creer que ha sido consagrada.

Probablemente se le ocurrió que con esta observación estaba revelando una grieta de su armadura a los desconocidos poderes del mal que, según creía el pueblo, infestaban el valle, porque de pronto se volvió en la brisa primaveral, se volvió en círculo completo y gritó en todas direcciones:

—Y no es que tenga importancia; el agua puede no estar consagrada, por lo que a mí me importa. No te temo, Gunnvór. Muy mal te irá si te opones a mi buena suerte, vieja bruja, porque los espectros jamás me arredraron hasta ahora. —Apretó los puños y, con ojos encendidos, miró la hendidura de la montaña, la cordillera del oeste y el lago, mascullando todavía palabras de desafío, entre dientes, al estilo de las sagas—. ¡No me arredrarán!

La perra pegó un brinco y, corriendo locamente hacia las ovejas que estaban al pie del otero, comenzó a morderles rencorosamente las corvas, porque creía que el hombre estaba enojado. Pero él estaba solamente henchido del espíritu moderno, y decidido a ser un hombre libre en su propia tierra, con la misma independencia de las generaciones que habitaron allí antes que él.

—¡Kólumkilli! —exclamó con una carcajada de desprecio, después de llamar a la perra—. ¡Qué cuento! ¡Con qué tonterías permitían estas viejas que les llenaran la cabeza!

3. La boda

Para cuando llega el Día del Plazo la hierba espléndidamente patriótica de Islandia ha comenzado a brotar para los habitantes con una velocidad bien recibida, casi se podría segar ya la que crece en los campos abonados, las ovejas han comenzado a levantar otra vez sus pesadas cabezas y a ocultar sus costillas con carne, y la cara sin ojos de la carroña del pantano queda sepulta bajo el césped. Sí, la vida es dulce en ese tiempo y ésta, en verdad, es la época de casarse, porque todos los nidos de los ratones en las ruinas antiguas han sido destruidos y se ha construido una nueva casa en la granja. Es la de Bjartur de la Casa Estival. Se ha acarreado piedra, se ha cortado turba, se han erigido muros, clavado entramados, colocado vigas y tablas para un techo de tingladillo, se ha puesto la chimenea en su sitio… y he ahí la casa del pegujal como si formase parte de la propia naturaleza.

El matrimonio fue solemnizado en Nióurkot, un poco más lejos, en una vivienda de la misma clase, la casa de los padres de la novia, y la mayoría de los invitados provenían del mismo tipo de moradas: casitas ubicadas al pie de las montañas o cobijándose en la ladera meridional de una elevación, cada una con un arroyuelo corriendo tersamente por el marjal. Cuando se viaja de una casa a la próxima nada parece más probable que el que todas lleven el mismo nombre y que el mismo hombre y la misma mujer trabajen en todas ellas; sin embargo, no es así. El viejo Pórður de Nióurkot, por ejemplo, había abrigado durante toda su vida el sueño de construirse un molino sobre el arroyo de su granja. La corriente tenía cierta fuerza, y si lograba construir el molino y moler cebada escocesa para la gente, podría obtener una ganancia decente. Pero, en cuanto tuvo terminada la construcción, dejaron de importar granos enteros, y, de cualquier modo, la gente prefería comparar sus cereales ya molidos. Sus chicos jugaban en la choza del molino, en los días primaverales de la infancia sin noche; el cielo estaba azul en esos días; jamás lo olvidaron en su vida.

Eran siete. Cuando crecieron abandonaron el hogar y se fueron a lugares distantes. Dos hijos se ahogaron en un océano lejano y un hijo y una hija se dirigieron a una tierra más remota aún, América, que está más lejos que la muerte. Pero quizá la distancia no sea mayor que la que separa a los miembros de una familia pobre en el mismo país. Dos hijas se casaron en aldeas pesqueras y una de ellas era ahora una viuda con una horda de chiquillos, en tanto que la otra, casada con un tísico, vivía de la ayuda de la parroquia… ¿Qué es la vida?

La hija menor, Rosa, había pasado la mayor parte de su vida en casa, hasta que fue a servir a la del alcalde pedáneo de Útirauðsmyri. No quedaba, pues, en la casa nadie más que la pareja de ancianos, una vieja que vivía con ellos y un ochentón pobre de cuyo cuidado se encargaba la parroquia. Y hoy se casaría Rosa; eso es lo que ella había obtenido de la vida. Mañana se iría para siempre. Y el molino estaba junto al arroyo. Así es la vida.

Aunque Bjartur pasó su vida, de la juventud en adelante, en una gran finca, la mayoría de sus amistades eran campesinos de tierra adentro, ovejeros como él que se afanaban como esclavos con sus rebaños, un día y otro, todo el año, hasta que morían sin haber logrado cerrar algún trato que montara a algo más que unas pocas monedas cada vez. Algunos de ellos consiguieron alcanzar un grado de cultura que se exteriorizaba en una sala de madera, de forma de caja, con techo de hierro ondulado, pero esas casas eran húmedas y estaban llenas de corrientes de aire. Las corrientes de aire son productoras de reumatismo, la tisis medra en la humedad. Empero, la mayoría de ellos se consideraban afortunados si podían renovar una o dos de las paredes de sus casas de barro una vez cada cinco años, y eso a despecho de los sueños de cosas más elevadas. De un modo o de otro, en cada casa vive y persiste el sueño de algo mejor. Durante un milenio se han imaginado que se elevarían, de algún modo misterioso, sobre la penuria y que adquirirían una gran finca y el título de granjeros terratenientes, el sueño eterno. Algunos piensan que todo esto sólo se cumplirá en el cielo.

Vivían para sus ovejas y, con la excepción del alcalde, comerciaban todos en Fjóróur con Túliníus Jensen, administrador de Bruni, una firma de mercaderes daneses. El alcalde hacía sus negocios en Vík, y, como él mismo decidía qué precio debía obtener por sus ovejas, se murmuraba que debía de tener más de un interés en ese comercio.

La gente se consideraba afortunada cuando era anotada en los libros de Bruni, porque éste generalmente le concedía una cierta cifra de crédito. Desde ese día en adelante no volvían a ver una sola moneda, por supuesto, pero se sentían razonablemente seguros de sobrevivir al invierno y de obtener suficiente harina de centeno, desechos de pescado y café con que poder alimentar a los hijos, o por lo menos a los que no morían (los otros eran olvidados), siempre que se atuvieran a la única comida acostumbrada en primavera. Si Bruni les mostraba aprobación, incluso podía llegar a ayudarles a comprar alguna tierra y entonces serían dueños de ella -al menos de nombre- y se les consideraría campesinos propietarios, por lo que respecta a la lista de la contribución y las cuentas de la iglesia. Y cuando murieran, serían anotados en el registro parroquial y podrían merecer la consideración de los genealogistas.

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