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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (32 page)

BOOK: Gataca
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—¿Utilizó algún instrumento? ¿Un palo?

—No, al principio lo hizo con las manos desnudas y luego utilizó una de las piquetas de escalada que les había cogido de la mochila, para rematar el trabajo, si puedo decirlo así. Aquí nunca habíamos visto nada semejante.

Con los dientes apretados, Levallois tendió las fotos al comisario. Sharko las observó atentamente, una tras otra. Planos generales de la escena del crimen, primeros planos de las heridas, de los rostros y de los miembros mutilados. Una verdadera carnicería.

—Hubo de todo —comentó el gendarme con asco—. El forense, allí en París, contó cuarenta y siete golpes de piqueta en el caso del chico y… cincuenta y cuatro en el de la chica. Los golpeó en todas partes, con saña y con una fuerza descomunal. Según parece, el impacto del metal sobre los huesos incluso provocó fracturas.

Sharko devolvió las fotografías y miró un rato el suelo maculado. Dos monstruos distintos, Carnot y aquél, habían actuado con un año de diferencia uno del otro, pero con un modo operatorio casi idéntico, de una extrema violencia. Dos animales salvajes ya censados por Terney en 2006.

Dos entre siete… Siete perfiles que a la fuerza pertenecían a la misma raza de asesinos. De ahí la extraña pregunta de Sharko:

—¿Sabe si el asesino era zurdo?

La pregunta, tal como esperaba Sharko, pareció desconcertar al militar.

—¿Zurdo? Hummm… Habría que preguntarlo a la Sección de Investigación, pero si la memoria no me engaña, este dato no figuraba en el informe de la autopsia. El arma utilizada en el crimen tenía bordes simétricos, así que no hay manera de saberlo observando las heridas. ¿A qué viene esa pregunta?

—Pues a que su asesino probablemente es zurdo. También debe de ser alto, robusto, de entre veinte y treinta años. Esas huellas, ahí, impresas en la tierra, ¿son las del asesino?

—Sí. Calza un 45. Pero ¿cómo…?

—Un tipo corpulento, de más de 1,85 metros de altura. ¿Pudo reconstruir exactamente las circunstancias del crimen?

Sharko observaba atentamente en derredor, sobre todo los troncos. Buscaba grabados. ¿Tal vez, al igual que Carnot o el cromañón, el asesino había hecho dibujos al revés? A pesar de su mirada inquisitiva, no vio nada en particular.

—Más o menos, sí —respondió el gendarme—. Se ha estimado que el fallecimiento se produjo a las ocho de la mañana, hace seis días. Llegamos un cuarto de hora después de la llamada del jinete, hacia las nueve y media. Habían puesto una cazuela al fuego de gas y toda el agua se había evaporado. Creemos que las víctimas se estaban preparando el desayuno. Vestían ropa deportiva, pantalón corto y camiseta. La tienda aún estaba montada y los sacos de dormir desplegados. Había dos bicicletas BTT encadenadas al árbol.

El capitán avanzó y removió unas hojas con el pie.

—Las víctimas fueron halladas justo aquí, cerca de su tienda. No tuvieron tiempo de huir o no trataron de hacerlo. El asesino seguramente venía por el camino que acabamos de tomar. Un camino relativamente frecuentado por paseantes, ciclistas y jinetes. Abandonó el sendero y atravesó los matorrales. Se acercó y golpeó. ¿Utilizó algún pretexto para abordarlos, o se precipitó sobre ellos? A estas alturas, la Sección de Investigación está in albis.

Sharko se dijo que había tenido buen olfato: el hombre continuaba siguiendo el caso de cerca. Un medio para él de demostrar que aún era dueño y señor de su territorio y, sobre todo, de evadirse de la monotonía cotidiana.

—¿No hay testigos?

—Ninguno. Era algo pronto para los paseantes, quienes de todas formas no salen del sendero. Las circunstancias del asesinato fueron detalladas en la prensa local, yo mismo me ocupé de ello, conozco a gente. Y se solicitó la colaboración ciudadana.

—Muy bien. ¿Y dio algún resultado?

—No, nadie se ha manifestado. El asesino ha tenido suerte.

—La tienen a menudo. Hasta que son detenidos.

Sharko pasó sobre algunas ramas y volvió al camino. Alzó el tono.

—Si no me equivoco, no debía de poder verse la tienda desde el camino.

El gendarme se ajustó sus gafillas redondas.

—Lleva usted razón. Esos jóvenes debían de saber que no está permitido acampar en el bosque, así que se instalaron al abrigo de las miradas. ¿Cómo pudo hallarlos el asesino si pasaba por casualidad por aquí? Por el sonido de sus voces, ya que es probable que los jóvenes estuvieran hablando. Y no olviden que estaban calentando agua, así que con la humedad matinal debía de verse el humo. Era fácil descubrirlos.

Aquel gendarme era un adepto de los detalles. Sharko se frotó el mentón, escrutando de nuevo los alrededores. La vegetación era densa, y no se veía a diez metros. Levallois se restregaba las manos, como si tuviera frío.

—¿Alguna idea acerca del perfil del asesino? —preguntó.

Lignac asintió, y se apresuró a dar detalles y a hacer gala de su competencia.

—Físicamente, sabemos que ese cabrón calza un 45 y llevaba botas de marcha. La presencia del cromosoma Y en el ADN confirma que se trata de un hombre… Un hombre corpulento, en vista de la profundidad de las huellas de las suelas. Como dice usted, seguramente debe de medir en torno a 1,85 metros, fácilmente. No robó ni rompió nada. Las víctimas no fueron agredidas sexualmente y los cuerpos no fueron desplazados tras la muerte. Todo quedó tal como estaba. No hubo voluntad alguna de borrar las huellas. Estamos ante un crimen completamente desorganizado…

«Exactamente como en el caso de Carnot», pensó Sharko.

—… la Sección de Investigación dispone de huellas de los pasos, dactilares y de ADN en abundancia, halladas sobre los cuerpos, en el arma del crimen y en el saco del que cogió la piqueta de escalada. La acción fue fulminante, nadie vio nada. El asesino dio muestras de cierta inmadurez. Algunos de los golpes identificados por el forense son torpes y desordenados. Llegó y los mató como pudo, presa por lo que parece de una rabia fuera de lo común. Esa pareja tuvo la desgracia de hallarse en su camino.

Sharko y Levallois intercambiaron una mirada. Al igual que en el caso de Carnot, aquello rebatía la hipótesis de un asesino persiguiendo a sus víctimas durante horas, conocedor de su empleo del tiempo y sus desplazamientos. Los dos jóvenes se habían cruzado en su camino en un mal lugar y un mal momento.

Mientras cavilaba, el comisario vio un pájaro sobre una rama, que frotaba el pico contra la corteza. Trató en vano de reconocer la especie. A buen seguro Lignac la conocía. Aquel tipo era bueno, fino, con agallas, ¿cómo podía pudrirse en semejante pueblucho estampando el sello a las multas? Sharko indagó más, obtenía más información de aquel gendarme local que la que habría podido obtener de la Sección de Investigación.

—¿Cree que es de la zona?

El gendarme se adentró más entre los matorrales y se detuvo junto a un árbol.

—Sí, estamos seguros. Hay un elemento muy importante y muy curioso, del que aún no les he hablado. Vengan…

Los policías se aproximaron. Lignac señaló al suelo.

—Aquí, al pie de este tronco, descubrimos una decena de cerillas quemadas, junto a una caja de cerillas con una marca de alcohol para jóvenes, Vitamin X. En la Sección de Investigación creen que el asesino se sentó aquí, tras el crimen, y se puso a encender esas cerillas, una tras otra, mirando los cuerpos. La mayoría de las cerillas estaban rotas, lo que prueba que el asesino debía de hallarse en un estado de tensión nerviosa extrema, a punto de estallar como una olla exprés. Seguramente, tuvo necesidad de sentarse, de relajarse, o tal vez no estuviera en condiciones para regresar de inmediato. ¿O quizá simplemente se acabó de volver loco? En cualquier caso, lo repito, no era meticuloso, porque ni siquiera trató de borrar sus huellas.

Se volvió hacia la escena del crimen y suspiró. No volvería a pasear por aquel bosque sin pensar en la masacre. Y nunca más dejaría que sus hijos jugaran solos, ni siquiera en su propio jardín. Esa tragedia lo marcaría de por vida.

—Esa caja de cerillas, un verdadero regalo del cielo, le pertenecía, puesto que los jóvenes llevaban encendedor. Además, ha proporcionado una información muy precisa a la Sección de Investigación, ya que no se comercializa y fue distribuida en un acto promocional de la marca, hará cosa de un mes, en una gran discoteca de Fontainebleau, el Blue River. Es seguro que el asesino se oculta en esta ciudad y que frecuenta ese club.

—Podría vivir en alguna ciudad vecina…

Lignac meneó la cabeza.

—Era una velada selecta. La entrada estaba reservada exclusivamente a los vecinos de Fontainebleau.

Sharko y Levallois se miraron brevemente. Aquella información era inesperada.

—¿Y la Sección de Investigación… ha encontrado algo interesante en relación con esa discoteca? ¿Algún sospechoso?

—De momento, su investigación no ha dado fruto. Esa promoción atrajo a mucha gente, a casi todos los jóvenes de la ciudad. La discoteca estaba llena hasta la bandera, más de mil quinientas personas. El único dato fiable del que disponen es el ADN del asesino. Tal vez acabarán por hacer análisis a algunos jóvenes adultos que frecuentan esa discoteca y calzan un 45. Pero eso sería largo y costaría mucho dinero.

—Sobre todo si el asesino sólo fue a esa discoteca una vez…

Sharko iba de un lado a otro, con una mano en el mentón. Los gendarmes perseguían a un fantasma, un monstruo sin móvil aparente, que tal vez ahora estaba encerrado en su casa y no volvería a salir de allí más que empujado por nuevas pulsiones homicidas. Aparte de su corpulencia, no sabían qué aspecto tenía ni lo que motivaba sus actos. Tampoco sabían que, sin duda, ese asesino tenía puntos en común con Grégory Carnot. Había que afinar más, aprovechar los datos obtenidos sobre el asesino de Clara Henebelle para atrapar a aquel asesino anónimo.

Al observar de nuevo al pájaro, que ahora alimentaba a sus polluelos en el nido, al policía se le ocurrió una idea, una locura que de golpe le pasó por la cabeza. Sin duda le llevaría toda la tarde, pero merecía la pena intentarlo. Éva Louts, gracias a su tesis y a su investigación, tal vez iba a entregarle al asesino en bandeja.

Trató de disimular su entusiasmo.

—Muy bien. Creo que ya hemos visto cuanto había que ver.

Cuando llegaron al aparcamiento, le dio las gracias a Claude Lignac y dejó que se alejara. Tendió la mano abierta hacia Levallois.

—Las llaves… Conduciré yo.

Tomó el volante. Levallois se mostró escéptico.

—ADN por todas partes, lo de la caja de cerillas… ¿no te parece demasiado? Es como si el asesino tratara de que lo detuvieran.

—Tal vez así sea. Quizá pretende guiarnos hasta él porque no es capaz de comprender sus actos. Sabe que es peligroso y que podría volver a hacerlo.

—En ese caso, ¿por qué no se rinde?

—Nadie quiere dar con sus huesos en la cárcel. El asesino quiere darse una oportunidad por un lado y desculpabilizarse por otro: «Si vuelvo a matar, será culpa suya porque no supieron detenerme a tiempo».

Al llegar a la carretera departamental, Sharko se dirigió hacia Fontainebleau. El joven teniente frunció el ceño.

—¿Puede saberse a qué juegas? ¿Qué pretendes hacer? ¿Ir a esa discoteca y hacer lo que la Sección de Investigación ya ha hecho? Tenemos cosas más importantes que hacer…

—En absoluto. Tú y yo vamos a ir en busca del tesoro. Disponemos de una gran ventaja respecto a la Sección de Investigación: sabemos que Grégory Carnot y nuestro asesino anónimo están ligados por el libro de Terney. A los dos se les fue la olla, ambos son jóvenes, altos, corpulentos y, pondría la mano en el fuego, zurdos.

—¿Cómo sabes eso?

—Estamos dándole vueltas a eso desde el principio. Louts fue a ver a tipos así en la cárcel, hasta dar con Carnot. Murió a causa de su investigación sobre los zurdos. ¿Necesitas más justificaciones? Venga, nos vamos a repartir el trabajo. Tú alquila un coche esta tarde y vete a ver a todos los médicos de Fontainebleau.

El joven teniente abrió unos ojos como platos.

—¿Es una broma?

—¿Te crees que estoy de broma? Busca un paciente masculino, joven, corpulento, con problemas de equilibrio y que, en ciertos momentos, ve el mundo al revés. Tal vez no lo habrá explicado así, quizá haya manifestado que sufre trastornos de la visión o fuertes dolores de cabeza. En resumidas cuentas, algo que haga pensar en alucinaciones o problemas mentales.

—Pero eso es una locura… ¿por qué?

—Grégory Carnot, el último de la lista de presos, presentaba esos síntomas. De vez en cuando veía el mundo al revés. Unos instantes que nunca duraban mucho, pero suficientemente intensos como para perder el equilibrio. También esto estaba ligado a su agresividad.

Levallois frunció el ceño.

—¿Por qué no nos hablaste de ello durante las reuniones?

—Porque no era importante.

—¿Que no era importante? ¿Estás de cachondeo?

—No te lo tomes a mal.

Levallois permaneció un momento en silencio, frustrado.

—De acuerdo. ¿Y tú qué vas a hacer en Fontainebleau mientras yo me curro la ronda de los médicos? ¿Te vas a tomar una cerveza?

—Que mal pensado eres. Yo voy a sumergirme en el pasado y me acercaré al nido de nuestro pájaro. Regresaré a la infancia de nuestro asesino, con la esperanza de que viva y haya vivido siempre en Fontainebleau. Para no esconderte nada, me daré, como Éva Louts, una vuelta por los parvularios en busca de esos pocos zurdos.

30

Lucie tenía el corazón en un puño cuando estacionó en el aparcamiento frente al hospital de la Colombe, en el CHR de Reims. Todas las maternidades se parecían. A pesar de la aparente austeridad de esos largos buques de hormigón perforados por ventanas idénticas, éstas respiraban vida, la gente entraba allí como marido y mujer y salía como papá y mamá, más responsables, más orgullosos y más felices. Un fruto de la naturaleza había nacido de la mezcla de sus cromosomas y la increíble alquimia del nacimiento los transformaba para siempre.

Lucie pensó en su propia experiencia. Hacía ya nueve años… La mayoría de los recuerdos de aquella época se habían desvanecido, pero no los relacionados con la llegada de las gemelas. Lucie recordaba el pánico de su madre, cuando ella rompió aguas en plena noche. La carrera hasta la policlínica de Grande-Synthe, en el Norte, en plena tormenta, y luego cuando el personal sanitario se hizo cargo de ella. Aún oía el bip de los monitores, en los minutos que precedieron al parto. Veía el rostro de su madre junto a ella, sus manos que se buscaban, en el dolor, mientras el personal se afanaba alrededor de su vientre hinchado. La comadrona, la enfermera, la auxiliar, el médico… Clara llegó la primera, y Lucie aún recordaba perfectamente su gritito agudo, provocado por el despliegue de sus pulmones. Recordaba haber llorado como nunca hasta que la comadrona le puso los dos bebés idénticos, pegajosos, con su piel olivácea, uno a cada lado del pecho. Enseguida, una enfermera se acercó con dos brazaletes identificadores. Preguntó entonces a Lucie cuál era Clara. Lucie señaló con el mentón hacia la criatura de la izquierda, la primera que había salido de su vientre.

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