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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

Escupiré sobre vuestra tumba (9 page)

BOOK: Escupiré sobre vuestra tumba
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—Susie está durmiendo, y los otros criados también. Lo sabes perfectamente.

—¿Y adónde quieres ir a parar con todo esto?

—A esto.

La agarré al vuelo y me puse a besarla de una manera de verdad consecuente. Ignoro qué estaría haciendo mi mano izquierda durante ese tiempo. Pero lo que si sé es que Lou se revolvía, y que recibí en la oreja uno de los puñetazos más fenomenales que me haya sido dado encajar hasta el momento presente. La solté.

—Eres un salvaje —me dijo.

Llevaba el pelo suelto, con raya en medio, y era realmente un magnífico ejemplar. Pero me mantuve en calma. El ron me ayudaba.

—Haces demasiado ruido —repliqué—. Jean va a oírnos.

—Hay un cuarto de baño entre nuestras habitaciones.

—Perfecto.

Reincidí y abrí su deshabillé. Conseguí arrancarle las braguitas antes de que me golpeara de nuevo. La cogí de las muñecas y le mantuve las manos detrás de la espalda. Cabían holgadamente en la palma de mi mano derecha. Luchaba sin ruido, pero con rabia, e intentaba golpearme con las rodillas, pero yo le pasé el brazo izquierdo por la espalda y la estreché contra mí. Entonces quiso morderme a través del pijama. Y yo no conseguía librarme de mi maldito slip. La solté bruscamente, empujándola hacia la cama.

—Después de todo —le dije—, hasta ahora te las has arreglado sola. Sería estúpido de mí parte cansarme por tan poca cosa.

Estaba al borde de las lágrimas, pero sus ojos brillaban de cólera. Ni siquiera intentó volverse a vestir, y yo me regalaba la vista. Su vello era negro y tupido, brillante como el astracán.

Di media vuelta y me dirigí a la puerta.

—Duerme bien —dije—. Perdona que te haya estropeado ligeramente la lencería. No me atrevo a proponerte remplazarla, pero cuento con que me envíes la nota.

Difícilmente hubiera podido ser más grosero, y eso que me viene de natural. Ella ni chistó, pero vi que sus puños se crispaban y que se mordía los labios. De repente, me dio la espalda, y me quedé un segundo a admirarla de ese lado. Verdaderamente, era una lástima. Salí con un extraño estado de ánimo.

Abrí sin miramientos la puerta siguiente, la de la habitación de Jean. La llave no estaba echada. Me dirigí tranquilamente al cuarto de baño y corrí el pestillo.

Luego me quité la chaqueta del pijama y el slip. La habitación estaba iluminada por una luz suave, y los tapices anaranjados hacían aún más tenue la atmósfera. Jean, completamente desnuda, se arreglaba las uñas tendida boca abajo en la cama. Volvió la cabeza al verme entrar y me siguió con la mirada mientras yo cerraba las puertas.

—Eres un caradura —me dijo.

—Sí —repliqué—. Y tú me estabas esperando.

Se rió y se dio la vuelta sobre la cama. Me senté a su lado y le acaricié los muslos. Era impúdica como una chavala de diez años. Se sentó y me palpó los bíceps.

—Estás fuerte.

—Soy débil como un corderito recién nacido —le aseguré.

Se restregó contra mí y me besó, pero de pronto vi que retrocedía y se limpiaba los labios.

—Vienes de la habitación de Lou. Hueles a su perfume.

No había pensado en esa dichosa costumbre. A Jean le temblaba la voz, y rehuía mi mirada. La cogí de los hombros.

—Estás diciendo tonterías.

—Hueles a su perfume.

—Es que fui a pedirle perdón. Antes la había ofendido.

Me acordé de Lou, que quizá debía de estar todavía medio desnuda, de pie en el centro de la habitación, y esto me excitó aún más. Jean se dio cuenta y se sonrojó.

—¿Te molesta? —le pregunté.

—No —murmuró—. ¿Puedo tocarte?

Me tendí a su lado e hice que se echara también ella. Sus manos recorrían tímidamente mi cuerpo.

—Eres muy fuerte —me dijo, en voz baja.

Ahora estábamos tendidos sobre el costado, mirándonos cara a cara. La empujé con delicadeza, hasta que quedó dándome la espalda, y entonces me acerqué a ella, y ella separó ligeramente sus piernas para abrirme paso.

—Me vas a hacer daño.

—No. Seguro que no —la tranquilicé.

No hacía otra cosa que pasear los dedos por sus pechos, de los lados a los pezones, y la sentía vibrar contra mí. Sus nalgas redondas y calientes encajaban perfectamente con la parte alta de mis muslos; su respiración se aceleraba.

—¿Quieres que apague la luz? —murmuré.

—No —dijo Jean—. Me gusta más así.

Liberé mi mano izquierda de debajo de su cuerpo y le aparté los cabellos de la oreja derecha. Hay mucha gente que ignora lo que se puede hacer de una mujer besándole y mordisqueándole la oreja, es un recurso infalible. Jean se retorcía como una anguila.

—No me hagas eso.

Me detuve al instante, pero me cogió de la muñeca y me apretó con una fuerza extraordinaria.

—No dejes de hacérmelo.

Volví a empezar, más pausadamente, y de repente observé que contraía todos los músculos, y luego se relajó y dejó caer de nuevo la cabeza. Mi mano se deslizó a lo largo de su vientre y me di cuenta de que algo había sentido. Me puse a recorrer su cuello, con besos rápidos, esbozados apenas. Veía cómo se estiraba su piel a medida que yo iba avanzando hacia su nuca. Y entonces, suavemente, cogí mi miembro y entré en ella, con tal facilidad que no sé si se dio cuenta hasta que empecé a moverme. Todo es cuestión de preparación. Pero ella se zafó de un golpe de caderas.

—¿Te molesto? —le pregunté.

—Acaríciame más. Acaríciame toda la noche.

—Esa es mi intención —le aseguré.

La poseí de nuevo, esta vez con brutalidad. Pero me retiré antes de satisfacerla.

—Me vas a volver loca… —murmuró.

Se tumbó boca abajo y escondió la cabeza entre los brazos. La besé en las caderas y en las nalgas, y luego me arrodillé encima de ella.

—Separa las piernas —le dije.

No me contestó, pero las separó, despacio. Metí mi mano entre sus muslos y me guié otra vez, pero erraba el camino. Se puso rígida, y yo insistí.

—No quiero —protestó.

—Arrodíllate —le dije.

—No quiero.

Y entonces arqueó las caderas y dobló las rodillas. Mantenía la cabeza entre los brazos, y yo, lentamente, iba cumpliendo mi propósito. Ella no decía palabra, pero yo sentía su vientre subir y bajar, y su respiración que se aceleraba. Sin soltarla, me dejé caer a un lado, y cuando quise ver su cara brotaban lágrimas de sus ojos cerrados, pero me dijo que me quedara.

CAPITULO XIV

Volví a mi habitación a las cinco de la madrugada. Jean no se movió cuando la dejé, estaba realmente agotada. A mí me temblaban un poco las rodillas, pero logré saltar de la cama a las diez. Creo que el ron de Dex me ayudó considerablemente. Me metí debajo de la ducha fría y le pedí a Dex que viniera a boxear un poco. Golpeaba a diestro y siniestro y eso me devolvió el aplomo. Me imaginaba el estado en que debía encontrarse Jean. Dex, por su parte, le había pegado demasiado al ron, y el aliento le olía a mil demonios a sólo dos metros. Le aconsejé que se tomara tres litros de leche y que se fuera a dar una vuelta por el golf. Tenía que encontrarse con Jean en el tenis, pero Jean no se había levantado aún. Bajé a desayunar. Lou, sola, estaba sentada a la mesa; llevaba una pequeña falda plisada y una blusa de seda clara debajo de una chaqueta de ante. La deseaba de verdad, a esa chica. Pero aquella mañana me sentía más bien calmado. Le di los buenos días.

—Buenos días.

Su tono era frío. No, más bien triste.

—¿Estás enfadada conmigo? Te pido disculpas por lo de anoche.

—Supongo que no puedes evitarlo —me dijo—. Naciste así.

—No. Me he vuelto así.

—No me interesan tus cuentos…

—Aún no tienes edad, para que te interesen mis cuentos…

—Haré que lamentes lo que acabas de decir, Lee.

—Me gustaría ver cómo.

—Basta de eso. ¿Quieres jugar un set conmigo?

—Con mucho gusto —le dije—. Necesito relajarme.

No pudo evitar que se le escapara una sonrisa, y, cuando terminamos de desayunar, la seguí hacia las pistas. A aquella chica le duraban poco los enfados.

Jugamos a tenis hasta cerca de las doce. Yo ya no sabía dónde tenía las piernas y empezaba a verlo todo de color gris, y entonces llegaron Jean por un lado y Dex por el otro. Tenían un aspecto tan lamentable como el mío.

—Hola —le dije a Jean—. Estás en plena forma, ¿eh?

—No te has mirado en el espejo —me contestó.

—Lou tiene la culpa —afirmé.

—¿Y también tengo yo la culpa de que el pobre Dex esté como para recogerlo con pala? —protestó Lou—. Lo que os pasa es que anoche tomasteis demasiado ron, y nada más. ¡Dex, por Dios, apestas a ron a cinco metros!

—Lee me ha dicho que a dos metros —protestó enérgicamente Dexter.

—¿Eso he dicho?

—Vamos a jugar un poco, Lou —dijo Dex.

—No estoy de acuerdo —repuso Lou—. Tenías que jugar con Jean.

—¡Imposible! —afirmó Jean—. Lee, llévame a dar una vuelta antes del almuerzo.

—¿Pero a qué hora se come, en esta casa? —protestó Dex.

—No hay hora fija —replicó Jean.

Me cogió del brazo y me llevó hacia el garaje.

—Cojamos el coche de Dex —propuse—. Es el que está primero, será más cómodo.

No contestó. Me apretaba con fuerza el brazo y se acercaba a mí tanto como podía. Yo procuraba hablar de cosas intrascendentes, pero ella seguía sin responder. Me soltó el brazo para subir al coche, pero tan pronto estuve instalado se me echó encima y se pegó a mí lo más que podía sin impedirme conducir. Salí marcha atrás y bajé la rampa a toda velocidad. La verja estaba abierta y giré a la derecha. No sabía adónde iba.

—¿Cómo se sale de esta ciudad? —le pregunté a Jean.

—Qué más da… —murmuró.

La miré por el retrovisor. Tenía los ojos cerrados.

—Oye —insistí—, ya has dormido bastante, te estás quedando atontada.

Se incorporó de golpe y me agarró la cabeza con las dos manos para besarme. Yo, prudente, frené, porque la visibilidad se había reducido considerablemente.

—Bésame, Lee…

—Espera por lo menos a que hayamos salido de la ciudad.

—Qué me importa a mí la gente. Me da igual que se entere todo el mundo.

—¿Y tu reputación?

—No siempre te preocupas por ella. Bésame.

Besar está bien durante cinco minutos, pero no podía estar haciéndolo toda la vida. Acostarme con ella y hacerle dar vueltas a mi antojo, bueno. Pero besarla no. Me solté.

—Pórtate bien.

—Bésame, Lee. Por favor.

Aceleré otra vez, y giré por la primera calle a mi derecha, y luego a la izquierda; intentaba sacudirla lo bastante como para que se soltara y se agarrara a cualquier otra cosa, pero con el Packard no había manera. No se movía. Circunstancia que aprovechó ella para echarme otra vez los brazos al cuello.

—Te aseguro que van a decir maravillas de ti en esta ciudad.

—Ojalá me criticaran aún más. Se sentirán tan avergonzados, después…

—¿Cuándo? ¿Después de qué?

—Cuando sepan que vamos a casarnos.

¡Vaya con la niña, le había pegado fuerte! Las hay a las que les produce el mismo efecto que la valeriana a los gatos o un sapo muerto a un foxterrier. No quisieran dedicarse a otra cosa en toda su vida.

—¿Nos vamos a casar? —pregunté.

Inclinó la cabeza y me besó la mano derecha.

—Claro.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—En domingo no.

—¿Por qué?

—Porque no. Es una estupidez. Tus padres no querrán.

—Y a mí qué me importa.

—No tengo dinero.

—El suficiente para dos.

—Pero si ni a mí solo me alcanza…

—Mis padres me darán.

—No lo creo. Tus padres no me conocen. Y tú tampoco me conoces, además.

Se sonrojó y escondió la cara en mi hombro.

—Sí que te conozco —murmuró—. Puedo describirte de memoria de pies a cabeza.

Quise ver hasta dónde podía llegar la cosa y le dije:

—Hay muchas mujeres que podrían describirme así.

No reaccionó.

—Me da igual. Ya no podrán hacerlo, a partir de ahora.

—Pero si no sabes nada de mí…

—No sabía nada de ti.

Se puso a tararear la canción de Duke que lleva este título.

—Y no es que ahora sepas más —le aseguré.

—Entonces, cuéntame cómo eres —replicó, dejando de cantar.

—Después de todo —le dije—, no veo cómo podría evitar que te casaras conmigo. Si no es yéndome. Y no tengo ganas de irme.

No añadí «sin haber conseguido a Lou», pero eso era lo que quise decir. Jean lo tomó por un cumplido. A esa chica la tenía en el puño. Había que acelerar la maniobra con Lou. Jean apoyó la cabeza en mis rodillas y acomodó el cuerpo por lo que quedaba de asiento.

—Cuéntame cosas de ti, Lee, por favor.

—Está bien —le dije.

La informé de que habla nacido en algún lugar de California, de que mi padre era de origen sueco y de que por eso era yo rubio. Mi infancia había sido difícil, porque mi padre era muy pobre, y cuando tenía nueve años, en plena Depresión, yo tocaba la guitarra por la calle para ganarme la vida, y entonces había tenido la suerte de encontrar a un tipo que se interesó por mí, cuando tenía catorce años, y me llevó a Europa con él, a Inglaterra y a Irlanda, donde estuve unos diez años.

Era todo mentira. Había estado en Europa, pero no en esas condiciones, y todo lo que sabía lo debía únicamente a mí mismo y a la biblioteca del tipo a cuyo servicio estaba. Tampoco le hablé de cómo me trataba ese tipo, que sabía que yo era negro, ni de lo que me hacía cuando no tenía a ninguno de sus amiguitos, ni del modo cómo lo dejé, después de haberle hecho firmar un cheque para pagarme el viaje de regreso, gracias a unas cuantas atenciones especiales.

Inventé un montón de embustes sobre mi hermano Tom, y sobre el chico, y le dije que éste había muerto en un accidente, se creía que habían sido los negros, gente asquerosa, una raza de criados, y la mera idea de acercarse a un negro la ponía enferma. Así que al volver me había encontrado con que mi hermano Tom había vendido la casa de mis padres y se había largado a Nueva York, y el chico a seis pies bajo tierra, y entonces me puse a buscar trabajo, y había encontrado éste de librero gracias a un amigo de Tom. Esto último era verdad.

Me escuchaba como si yo fuera un predicador, y yo exageraba la nota; le dije que pensaba que sus padres no aceptarían que nos casáramos, porque ella no había cumplido aún los veinte. Acababa de cumplirlos, y podía hacer lo que le viniera en gana. Pero yo ganaba poco dinero. Sin duda ella prefería que yo me ganara honradamente la vida por mí mismo, y seguramente entonces les gustaría a sus padres y me encontrarían un trabajo más interesante en Haití o en alguna de sus plantaciones. Durante todo ese tiempo intentaba orientarme, hasta que por fin salí a la carretera por la que habíamos venido Dex y yo. De momento iba a volver a mi trabajo, y ella podía venir a verme a media semana; nos las arreglaríamos para huir al Sur, a algún lugar donde pudiéramos estar tranquilos unos días, y volveríamos casados, y la cosa ya no tendría remedio.

BOOK: Escupiré sobre vuestra tumba
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