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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (10 page)

BOOK: Endymion
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A. Bettik mostró su sonrisa leve.

—En absoluto, señor. Puedo morir por accidente o por lesiones que me impidan ser reparado. Es sólo que cuando me biofacturaron, incorporaron a mis células sistemas nanotecnológicos con tratamientos Poulsen permanentes, de modo que soy muy resistente a la vejez y la enfermedad.

—¿Por eso los androides son azules?

—No, señor. Somos azules porque ninguna raza humana conocida era azul en el momento de mi biofacturación, y mis diseñadores consideraron imperativo mantenernos visualmente distintos de los humanos.

—¿No te consideras humano? —pregunté.

—No, señor. Me considero androide.

Sonreí ante mi propia ingenuidad.

—Todavía actúas como criado —dije—. Sin embargo, el uso de mano de obra esclava androide fue prohibido en la Hegemonía hace siglos.

A. Bettik esperó.

—¿No deseas ser libre? —dije al fin—. ¿Ser una persona independiente?

A. Bettik caminó hacia la cama. Pensé que iba a sentarse, pero sólo plegó y apiló la camisa y los pantalones que yo había usado antes.

—M. Endymion —dijo—, aunque las leyes de la Hegemonía murieron con la Hegemonía, hace siglos que me considero una persona libre e independiente.

—Pero tú y los demás trabajáis para Silenus, a escondidas —insistí.

—Sí, señor, pero lo hago por mi propia voluntad. Fui diseñado para servir a la humanidad. Lo hago bien. Me agrada mi trabajo.

—Así que te has quedado aquí por voluntad propia.

A. Bettik cabeceó y sonrió.

—Sí, en la medida en que todos tenemos voluntad propia, señor.

Suspiré y me alejé de la ventana. Había oscurecido por completo. Supuse que pronto debería ir a cenar con el poeta.

—Y seguirás quedándote aquí para cuidar del viejo hasta que muera —dije.

—No, señor. No si soy consultado al respecto.

Enarqué las cejas.

—¿De veras? ¿Y adónde irás si eres consultado al respecto?

—Si escoges aceptar la misión que M. Silenus te ha ofrecido, señor —dijo el hombre de tez azul—, escogería acompañarte.

Cuando me llevaron arriba, el piso superior ya no era una enfermería sino un comedor. La silla de flujoespuma había desaparecido, al igual que los monitores médicos y las consolas de comunicaciones, y el techo estaba abierto al cielo. Alcé la vista y localicé las constelaciones del Cisne y las Gemelas con el ojo entrenado de un ex pastor. Había braseros sobre trípodes altos frente a cada una de las ventanas, y las llamas irradiaban luz y tibieza. En el centro de la sala, una mesa de tres metros de longitud había reemplazado las consolas de comunicaciones. La porcelana, la plata y el cristal titilaban a la luz de las velas que llameaban sobre dos exquisitos candelabros. Había un lugar preparado en cada punta de la mesa. Martin Silenus aguardaba sentado en una silla alta.

El viejo poeta estaba irreconocible. Parecía haber perdido siglos en las escasas horas transcurridas desde que lo había visto por última vez. La momia de piel apergaminada y ojos hundidos se había transformado en un anciano ante una mesa: a juzgar por su mirada, un anciano hambriento. Al acercarme, reparé en los tubos intravenosos y los filamentos de monitoreo que serpeaban bajo la mesa, pero por lo demás la ilusión de alguien que había regresado de la tumba era perfecta.

Silenus rió entre dientes.

—Esta tarde me pillaste en mi peor momento, Raul Endymion —jadeó. La voz aún era vieja y áspera, pero mucho más enérgica—. Me estaba recobrando de mi sueño frío. —Señaló mi sitio en el otro extremo de la mesa.

—¿Fuga criogénica? —dije estúpidamente, desplegando la servilleta de lino y poniéndola sobre mis rodillas. Hacía años que no comía a una mesa tan elegante. El día que me habían dado la baja en la Guardia Interna había ido al mejor restaurante de la ciudad portuaria de Gran Chaco, en el sur de la Península de la Garra, y pedido la mejor comida del menú, despilfarrando mi último mes de paga. Había valido la pena.

—Desde luego, una puñetera fuga criogénica —dijo el viejo poeta—. ¿Cómo crees que paso estas décadas? —Rió de nuevo—. Tardo unos días en recobrar el ritmo después del descongelamiento. No soy tan joven como antes.

Cobré aliento.

—Si no le molesta la pregunta, ¿qué edad tiene usted?

El poeta me ignoró y le hizo una seña al androide que nos atendía —no era A. Bettik—, que hizo una seña mirando la escalera. Otros androides comenzaron a subir la comida en silencio. Me llenaron la copa de agua. A. Bettik le mostró una botella de vino al poeta, aguardó la aprobación del viejo y procedió al ritual de ofrecerle el corcho y una muestra para probar. Martin Silenus paladeó el vino añejo, tragó y gruñó. A. Bettik lo tomó por asentimiento y nos sirvió vino a ambos.

Llegaron los entremeses, dos para cada uno. Reconocí el pollo asado y la tierna carne con mostaza, de ganado criado en la Crin. Silenus también se sirvió el
foie gras
salteado y envuelto en hojas de mandrágora que habían puesto en su lado de la mesa. Alcé el ornamentado espetón y probé el pollo asado.

Era excelente.

Martin Silenus tendría ochocientos o novecientos años, siendo quizás el ser humano más longevo que existía, pero el vejete tenía buen apetito. Vi el destello de sus perfectos dientes blancos mientras atacaba la carne, y me pregunté si serían postizos o sustitutos ARN. Tal vez lo segundo.

Noté que yo estaba famélico. Mi seudorresurrección, o el ejercicio de trepar a la nave, me había despertado el apetito. Durante varios minutos no hubo conversación, sólo las suaves pisadas de los androides en la piedra, el susurro de la brisa nocturna y el ruido de nuestra masticación.

Mientras los androides se llevaban los platos y traían cuencos de humeante sopa de almejas, el poeta dijo:

—Entiendo que hoy descubriste nuestra nave.

—Sí. ¿Era la nave particular del cónsul?

—Por cierto.

Silenus llamó a un androide y le llevaron pan recién horneado. Su olor se mezcló con el vapor de la sopa y el aroma del follaje otoñal.

—¿Y es la nave que deberé usar para rescatar a la muchacha? —pregunté. Esperaba que el viejo me preguntara qué había decidido.

—¿Qué piensas de Pax, Raul Endymion? —preguntó en cambio.

Pestañeé, la cuchara de sopa cerca de mis labios.

—¿Pax?

Silenus aguardó.

Dejé la cuchara y me encogí de hombros.

—No pienso mucho en ello.

—¿A pesar de que uno de sus tribunales te sentenció a muerte?

En vez de declarar lo que había pensado antes (que no me habían sentenciado por influencia de Pax, sino de la justicia fronteriza de Hyperion), dije:

—No. Pax ha sido irrelevante en mi vida.

El viejo poeta cabeceó y saboreó su sopa.

—¿Y la Iglesia?

—¿Qué hay con ella?

—¿Ha sido irrelevante en tu vida?

—Supongo que sí.

Noté que estaba hablando como un adolescente timorato, pero estas preguntas parecían menos importantes que la pregunta que él debía hacerme y que la decisión que yo debía comunicarle.

—Recuerdo la primera vez que oímos hablar de Pax —dijo—. Fue sólo meses después de la desaparición de Aenea. Naves de la Iglesia entraron en órbita, y sus tropas capturaron Keats, Puerto Romance, Endymion, la universidad, todos los puertos espaciales y ciudades importantes. Luego se marcharon en deslizadores de combate, y comprendimos que estaban interesados en los cruciformes de la Meseta del Piñón.

Asentí. Nada de esto era nuevo. La ocupación de la Meseta del Piñón y la búsqueda de cruciformes había sido la última gran apuesta de una Iglesia moribunda, y el comienzo de Pax. Había pasado casi un siglo y medio hasta que auténticas tropas de Pax llegaron para ocupar todo Hyperion y ordenar la evacuación de Endymion y otras localidades cercanas a la meseta.

—Pero las naves que llegaron aquí durante la expansión de Pax... —continuó el poeta—, ¡qué historias portaban! La expansión de la Iglesia desde Pacem hacia todos los mundos de la Red, luego las colonias del Confín...

Los androides se llevaron los cuencos y volvieron con platos de ave trinchada con salsa de mostaza y un gratinado de manta del río Kans con mousse de caviar.

—¿Pato? —pregunté.

El poeta mostró sus dientes reconstituidos.

—Parecía apropiado después de tu... contratiempo de la semana pasada.

Suspiré y toqué la tajada de ave con el tenedor. Vapores húmedos subieron a mis mejillas y mis ojos. Recordé el entusiasmo de Izzy cuando los patos se aproximaban a las aguas abiertas. Parecía otra vida. Miré a Martin Silenus y traté de imaginarme lidiando con siglos de recuerdos. ¿Cómo era posible conservar el juicio con vidas enteras almacenadas en una mente humana? El viejo poeta me sonreía a su manera desenfadada, y una vez más me pregunté si estaba cuerdo.

—Así que oímos hablar de Pax y nos preguntamos cómo sería cuando llegara de veras —continuó, mascando mientras hablaba—. Una teocracia... algo impensable en tiempos de la Hegemonía. Entonces la religión era una elección puramente personal. Yo pertenecí a una docena de religiones e inauguré un par durante mis días de celebridad literaria. —Me miró con ojos brillantes—. Pero naturalmente ya sabes eso, Raul Endymion. Conoces los
Cantos
.

Saboreé la manta en silencio.

—La mayoría de las personas que conocí eran cristianos zen —continuó—. Más zen que cristianos, por cierto, pero sin ser mucho de ambas cosas. Las peregrinaciones personales eran divertidas. Lugares de poder, el hallazgo de nuestro punto Baedecker, todas esas paparruchas... —Rió entre dientes—. La Hegemonía nunca habría soñado con meterse con la religión. La sola idea de mezclar el gobierno con la opinión religiosa era bárbara... algo que uno encontraba en Qom-Riyadh o uno de esos mundos desiertos y remotos. Luego llegó Pax, con su guante de terciopelo y su cruciforme de esperanza.

—Pax no gobierna —dije—. Asesora.

—Precisamente —convino el viejo, apuntándome con el tenedor mientras A. Bettik le volvía a llenar la copa de vino—. Pax asesora. No gobierna. En cientos de mundos la Iglesia sirve a los fieles y Pax asesora. Pero, desde luego, si uno es un cristiano que desea nacer de nuevo, no desoirá el consejo de Pax ni los susurros de la Iglesia, ¿verdad?

Me encogí de hombros. La influencia de la Iglesia había sido una constante de mis tiempos. Para mí no tenía nada de extraño.

—Pero tú no eres un cristiano que desea nacer de nuevo, ¿verdad, Raul Endymion?

Miré al viejo poeta y tuve una sospecha terrible. «Organizó mi falsa ejecución y me trajo aquí, cuando debí ser sepultado en el mar por las autoridades. Tiene influencia sobre las autoridades de Puerto Romance. ¿Habrá ordenado mi arresto y mi condena? ¿Todo esto fue una especie de prueba?»

—La pregunta es —continuó, ignorando mi mirada de basilisco—, ¿por qué no eres cristiano? ¿Por qué no deseas renacer? ¿No disfrutas de la vida, Raul Endymion?

—Disfruto de la vida —respondí.

—Pero no has aceptado la cruz. No has aceptado el don de la prolongación de la vida.

Bajé el tenedor. Un criado androide interpretó esto como señal de que yo había terminado y se llevó el plato de pato intacto.

—No he aceptado el cruciforme —rezongué.

¿Cómo explicar la suspicacia que los nómadas de mi clan habían alimentado durante generaciones de ser expatriados, parias, indígenas? ¿Cómo explicar la fiera independencia de gente como Grandam y mi madre? ¿Cómo explicar el legado de rigor filosófico y escepticismo congénito que me habían legado mi educación y mi crianza? No lo intenté.

Martin Silenus cabeceó como si le hubiera explicado todo.

—¿Y ves el cruciforme como algo más que un milagro ofrecido a los fieles por la milagrosa intercesión de la Iglesia Católica?

—Veo el cruciforme como un parásito —repliqué, sorprendido de mi vehemencia.

—Quizá tengas miedo de perder tu virilidad —jadeó el poeta.

Los androides nos sirvieron cisnes de chocolate relleno. No presté atención al mío. En los
Cantos
el cura peregrino —Paul Duré— cuenta cómo descubrió la tribu perdida de los bikura y se enteró de que habían sobrevivido durante siglos gracias a un parásito cruciforme ofrecido por el legendario Alcaudón. El cruciforme los resucitaba tal como ocurría hoy, en la era de Pax, sólo que en la narración del sacerdote los efectos laterales incluían lesiones cerebrales irreversibles después de varias resurrecciones y la desaparición de los órganos e impulsos sexuales. Los bikura eran eunucos retardados.

—No —dije—. Sé que la Iglesia ha encontrado una solución a ese problema.

Silenus sonrió. La sonrisa le daba aspecto de sátiro momificado.

—Siempre que uno haya tomado la comunión y sea resucitado bajo los auspicios de la Iglesia —susurró—. De lo contrario, aunque uno haya robado un cruciforme, sufrirá el destino de los bikura.

Asentí. Durante generaciones habían intentado robar la inmortalidad. Antes de que Pax cerrara la Meseta, había aventureros que contrabandeaban cruciformes. Habían robado otros parásitos a la Iglesia. El resultado era siempre el mismo: idiotez y asexualidad. Sólo la Iglesia tenía el secreto de la resurrección sin taras.

—¿Entonces? —dije.

—¿Entonces por qué un juramento de lealtad y la consagración de uno de cada diez años de servicio a la Iglesia ha sido un precio demasiado alto para ti, muchacho? Miles de millones han optado por la vida.

Guardé silencio un instante.

—Allá ellos —dije al fin—. Mi vida es importante para mí. Quiero conservarla, pero que sea mía.

Esto no tenía sentido ni siquiera para mí, pero el poeta asintió nuevamente, como si mi explicación fuera satisfactoria. Comió su cisne de chocolate. Los androides retiraron los platos y nos sirvieron café.

—De acuerdo —dijo el poeta—. ¿Has pensado en mi propuesta?

La pregunta era tan absurda que tuve que contener las ganas de reír.

—Sí —dije al fin—. He pensado en ella.

—¿Y?

—Y tengo algunas preguntas.

Martin Silenus aguardó.

—¿Qué gano con esto? —pregunté—. Usted habla de la dificultad de volver a mi vida en Hyperion... falta de documentos y demás... pero usted sabe que me siento cómodo en una zona agreste. Para mí sería mucho más fácil dirigirme a los marjales y eludir a las autoridades de Pax que recorrer el espacio con su amiga a remolque. Además, para Pax estoy muerto. Podría irme a un brezal y quedarme con mi clan sin problemas.

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