Elminster en Myth Drannor (45 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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¡Ah! ¡Sí! El símbolo dorado que Mystra había colocado en su mente mucho tiempo atrás relució, ondulando como una moneda vista bajo el agua, y por fin brilló con firmeza cuando él doblegó su voluntad para capturarlo.

La imagen de la Srinshee se superpuso sobre su brillante esplendor cuando el Enmascarado luchó por dominar la mente de El, pero el símbolo dorado se abrió paso con un estallido.

Mientras Nacacia volvía a empujar la cabeza de Elminster contra el suelo, él se aferró a la refulgente imagen y jadeó:

—¡Mystra!

Su cuerpo se estremeció y revolvió, y...
fluyó
.

Nacacia intentó taparle la boca con una mano, mientras se aferraba a él con desesperación, y su presa le gritó casi sin aliento:

—¡Es suficiente, Nacacia, suéltame! ¡Me he librado de él!

Se separaron, y Nacacia rodó a un lado y se incorporó otra vez para encontrarse con que miraba a los ojos de ¡una mujer humana!

—Bien hallada —jadeó El con una débil sonrisa—. ¡Llámame Elmara, por favor!

La semielfa lo miró —la miró— con incredulidad.

—¿Eres realmente... tú?

—A veces eso creo —respondió El con una sonrisa irónica, y Nacacia se abrazó a su compañero de tantos años con una aguda carcajada de alivio.

Carcajada que fue ahogada, al cabo de un instante, por los gritos de:

—¡Por los Starym! ¡Arriba los Starym!

Los dos antiguos aprendices se incorporaron gateando, tropezaron con el cuerpo inmóvil de la lady heraldo, y vieron cómo surgía un tropel de elfos de debajo de un tapiz situado en el lado este de la sala. Los últimos
armathor
de la corte morían bajo sus espadas... y sus asesinos eran una multitud de elfos cuyos petos castaños lucían los dos dragones de la Casa Starym, blasonados en plata.

—Resistid —les ordenó alguien situado cerca—. Aquí. Proteged al heraldo, e impedid que ellos se coloquen debajo de la Srinshee.

Era Mythanthar, y el repentino apretón de sus huesudas manos sobre los hombros de ambos dejó muy claro que se dirigía a Elmara y Nacacia. Sin apenas volver la cabeza para saludar, asintieron obedientes y levantaron las manos para tejer conjuros.

Mientras los guerreros Starym irrumpían en la estancia, abriendo un sangriento sendero a través de los cortesanos sin importarles en absoluto a quién eliminaban, El lanzó el hechizo de llamada de armas contra las gargantas y rostros de los que iban delante.

Entre tanto, Nacacia enviaba violentos rayos por encima de los guerreros Starym que caían y morían en la primera fila, para que se clavaran en los de la segunda, y los elfos de armadura castaña trastabillaban y se desplomaban, abatidos por los ávidos proyectiles.

Entonces la Srinshee proyectó un hechizo hacia abajo para ayudarlos, un muro de fantasmales guerreros elfos que asestaban mandobles y estocadas totalmente inofensivos, pero que impedían el avance de los elfos vivos hasta que eran abatidos uno a uno. El y Nacacia aprovecharon el tiempo que ello les concedía para lanzar proyectiles mágicos a guerreros concretos, con lo que consiguieron eliminar a muchos de ellos.

Nuevos rostros atisbaron por las puertas de la enorme estancia, a medida que los jefes de las Casas poderosas se acercaban para ver por sí mismos qué nueva locura decretaba en este día el Ungido. Casi todos se quedaban boquiabiertos, palidecían, y retrocedían a toda prisa; aunque unos pocos tragaron saliva, desenvainaron espadas que eran más de ceremonia que prácticas, y se abrieron paso con cautela por entre la sangre, el polvo y el tumulto.

En el otro extremo de la gran sala, el monarca de Cormanthor luchaba por su vida, abatiendo cortesanos Starym con la fiereza de un león. Era uno solo contra muchos, que se debatían con desesperación formando una muralla frente a él. Su espada tintineaba y centelleaba a su alrededor, y sólo dos estocadas habían conseguido rebasarla para ensuciar de rojo sus blancos ropajes. Había regresado al campo de batalla, que era a donde pertenecía.

Lord Eltargrim se sentía feliz. Por fin, tras veinte largos años de murmuraciones y muertes «accidentales», de rumores sobre la corrupción del Ungido y contratiempos en la creación del Mythal, podía encontrar y ver a un enemigo. Los hechizos de su espada y los que protegían la corte empezaban a desmoronarse, pero si conseguían cerrar el paso a los peores conjuros de los Starym durante unos pocos instantes más...

—¡Impedidle el paso, idiotas! —refunfuñó Llombaerth Starym, golpeando enfurecido las espaldas y hombros de los sirvientes que eran obligados a retroceder hacia él. La espada de tormenta de su mano silbaba mientras descargaba golpes con la hoja plana a los elfos que le fallaban.

Y, cuando llegara el momento, poseía un sortilegio que ningún cormanthiano podía detener, un siniestro secreto que guardaba desde hacía años. Lo hizo descender hasta la mano libre con una sacudida y aguardó. Un buen disparo al rostro de Eltargrim, y el reino pasaría a pertenecer por fin a la Casa de Starym.

Entonces algo azotó su mente, con la misma brutalidad con que él golpeaba a sus hombres. La imagen del Ungido batallando ante sus ojos quedó borrada por una imagen mental: dos oscuras y llamativas estrellas que nadaban y se movían en el adusto y despiadado rostro del mago Mythanthar, arrugado y lleno de manchas de vejez, pero con unos ojos que retenían a los suyos como dos llamas negras.

¿Os dirigíais a alguna parte, joven traidor?

Las burlonas palabras resonaron en su mente con más fuerza que el estrépito de la espada del soberano, y Llombaerth Starym descubrió que no podía moverse, no podía desviar la mirada del torvo y anciano mago que permanecía con los ojos fijos en él en el centro de la sala, mientras los guerreros Starym combatían por todas partes y la sangre elfa manchaba el otrora reluciente pavimento bajo las botas del viejo hechicero.

—¡Sa... lid de mi cabeza! —rugió el Enmascarado, debatiéndose desesperado.

El efecto fue el mismo que si hubiera intentado empujar a un lado a un añoso fosco. Mythanthar lo sujetaba con un dominio implacable, y la sonrisa de su rostro presagiaba una muerte inminente.

Sucumbe y sirve de alimento a los gusanos, despreciable Starym. Muere, y deja de molestar al hermoso reino de Cormanthor.

La lúgubre maldición seguía resonando en la cabeza de Llombaerth Starym cuando Eltargrim Irithyl, Ungido de Cormanthor, se abrió paso a través del último guerrero Starym vacilante y hundió la refulgente espada por encima de la espada de tormenta. Una llamarada perfiló las hojas cuando ambas chocaron a la vez contra el manto del Enmascarado y lo desgarraron. Con un repentino fuego húmedo más terrible que cualquier otra cosa que hubiera sentido antes, el lord portavoz de los Starym sintió cómo la espada del soberano se introducía por su costado izquierdo, y ascendía hasta atravesarle el corazón, para seguir adelante luego hacia el brazo derecho y salir por el otro extremo de su cuerpo. Lo último que sintió, mientras la oscuridad extendía sus garras para llevárselo en su frío y expectante abrazo, fue un irritante escozor que brotaba del punto en el que la empuñadura del Colmillo de Cormanthor rozaba contra sus costillas.

Tenía que rascarse, tenía que... —el maldito anciano hechicero seguía contemplándolo sonriente— sacarlo de allí, barrerlo, que se...

Y entonces Llombaerth Starym abandonó Faerun sin siquiera tiempo para despedirse como era debido.

—Está muerto —anunció Flardryn con amargura, observando cómo el enmascarado elfo se desplomaba fuera de su campo visual. Se apartó de la esfera de ver, sin siquiera molestarse en contemplar cómo la Srinshee hacía llover un conjuro de refulgentes estrellas relampagueantes para derribar al ejército Starym, que intentaba abrirse paso por entre el humano y la semielfa. Pero eran demasiado pocos, demasiado débiles, y también era demasiado tarde ya para obtener la victoria en aquel día, ocurriera lo que ocurriera ahora.

Otros Starym sí contemplaban, pálidos y temblando de incredulidad, la refulgente bola que flotaba sobre el estanque de aguas hechizadas. Las lágrimas resbalaban por las barbillas de algunos, pero eran más ancianos que Flardryn y por ello no volvieron la cabeza: lo mínimo que se podía hacer por aquellos que lucían los dragones Starym era observar hasta el final y fijarse en lo que sucedía, para vengarlos cuando llegara el momento. Era su deber.

—Muerto... ¡Al lord portavoz lo ha matado el Ungido en su propia corte! El trono del reino ha abofeteado a todos los Starym, ¡eso es lo que ha hecho! —masculló uno de los Starym de más edad, temblando de rabia.

Otro Starym de edad, en esta ocasión una mujer tan anciana que casi había perdido todo el cabello, que llevaba engastado en una diadema enjoyada, suspiró y manifestó con tristeza:

—Jamás creí que vería el día en que un elfo Starym... aunque se tratara de un jovencito arrogante e imprudente, endiosado por un rango que nunca debiéramos haberle concedido... se alzaría en la corte de Cormanthor y denunciaría a su gobernante. ¡Y que luego lo atacaría abiertamente con hechizos, y sumiría a los miembros de la corte en todo este derramamiento de sangre!

—Calma, hermana —murmuró otro Starym, al tiempo que sus propios labios temblaban en un intento de contener las lágrimas.

—¿Lo habéis visto? —Un repentino rugido resonó en las vigas del techo sobre su cabeza, al tiempo que una puerta lejana se estrellaba violentamente contra la pared al abrirse—. ¡Esto significa la guerra! ¡A los hechizos! ¡Debemos llegar a la corte antes de que ese asesino de Irithyl pueda huir!

—Se acabó, Maeraddyth —repuso con calma el elfo de anchas espaldas sentado más cerca de la esfera.

El joven elfo no lo oyó mientras se aproximaba como una furia a los Starym allí reunidos.

—¡Moveos, ancianos pusilánimes! ¿Dónde habéis perdido vuestro orgullo, todos vosotros? ¡Nuestro lord portavoz derribado en medio de su propia sangre, y vosotros os quedáis aquí mirando! Qué...

—He dicho que se acabó, Maeraddyth —repitió el elfo sentado, con la misma calma que antes.

El enfurecido joven se quedó rígido en mitad del gruñido, y miró más allá de los silenciosos rostros, cada uno de los cuales mostraba su propia consternación y dolor.

El archimago decano de la familia le devolvió la mirada con ojos bondadosos.

—Hay un tiempo para malgastar vidas —dijo Uldreiyn Starym a su tembloroso y joven pariente—, y Llombaerth ha hecho uso de él, y más que eso, en el día de hoy. Tendremos suerte si no se persigue y elimina a la Casa Starym, hasta que desaparezca todo rastro de su linaje. Reprime tu cólera, Maeraddyth; si arrojas tu vida tras todas las que se han perdido en esa sala de ahí... —inclinó la cabeza hacia la esfera, donde aún titilaban y pasaban escenas de la batalla—... serás un idiota, y no un héroe.

—Pero, anciano lord, ¿cómo podéis decir eso? —protestó él, señalando la esfera con la mano—. ¿Sois tan timorato como el resto de estos...?

—Estás hablando —lo interrumpió Uldreiyn con voz repentinamente acerada— de tus mayores; de Starym que recibieron veneración y alabanzas por sus acciones cuando el progenitor de tu progenitor era todavía un crío de pecho. Incluso cuando él lloriqueaba y se quejaba, nunca me disgustó con su infantilismo como lo haces tú aquí y ahora.

El joven guerrero lo miró con genuina perplejidad, y los ojos del archimago se hundieron en los suyos como lanzas gemelas, agudos y despiadados. Uldreiyn señaló el suelo, y Maeraddyth, tragando saliva incrédulo, descubrió que se arrodillaba muy a pesar suyo.

—Sí —siguió el más poderoso archimago de la Casa Starym, bajando la mirada hacia él—, es correcto sentirse horrorizado y enfurecido porque uno de los nuestros ha perecido. Pero tu furia debe recaer sobre él, en donde sea que los restos de Llombaerth estén vagando en estos momentos, por osar arrastrar en su traición a toda la Casa Starym. Actuar contra un Ungido mal aconsejado es una cosa; atacar y alzarse contra el gobernante de todo Cormanthor ante toda su corte es otra muy distinta. Me siento avergonzado. Todos los de este linaje que consideras «pusilánimes» están entristecidos, anonadados y avergonzados. También tienen tres veces más categoría que tú, ya que saben por encima de todo que un elfo cormanthiano, un elfo cormanthiano noble, un elfo cormanthiano Starym, mantiene el control en todo momento y jamás traiciona el honor y el orgullo de su familia. Hacerlo es escupir sobre el nombre de la familia que tan acaloradamente defiendes, y mancillar los nombres y el recuerdo de nuestros antepasados.

Maeraddyth estaba lívido ahora, y las lágrimas brillaban en sus ojos.

—Si fui cruel —le dijo Uldreiyn—, me gustaría compartir contigo algunos de los recuerdos de Starym que nunca conociste, sumergiéndote en sus orgullos, complots y pesares. Estos parientes que ridiculizas llevan sobre sus hombros enormes responsabilidades, mientras que tú eres demasiado joven y estúpido para conocer el auténtico deber. No me hables de guerra, y de recurrir «a los hechizos», Maeraddyth.

El joven estalló en lágrimas, y el anciano mago abandonó de repente su sillón y, arrodillándose junto al lloroso muchacho, le rodeó los estremecidos hombros en un fuerte abrazo.

—Bien conozco la rabia y el dolor, y la inquietud que sientes, jovencito —musitó al oído del joven guerrero—. Tu necesidad de hacer algo, tu ansia por defender el nombre de los Starym. Necesito que esa ansia exista en tu interior. Necesito que esa rabia bulla. Necesito que el dolor no te permita olvidar jamás la locura provocada por Llombaerth. Tú eres el futuro de la familia, y es mi misión convertirte en una espada que no falla, un orgullo que jamás se empaña, y un honor que jamás, jamás olvida.

Maeraddyth se echó hacia atrás, atónito, y Uldreiyn le sonrió. El sorprendido joven guerrero vio lágrimas como las suyas brillando en los ojos del anciano elfo.

—Ahora haznos caso, joven Maeraddyth, y haz que estemos orgullosos de ti —masculló el archimago.

»Tú... todos vosotros... —El guerrero de rodillas se dio cuenta de repente de que se encontraba en el centro de un círculo de rostros expectantes, y que las lágrimas caían a su alrededor como gotas de lluvia en una tormenta—. Debemos dejar atrás este día infausto. No hablar nunca de él, excepto en las estancias más íntimas de esta residencia, cuando no haya ningún criado cerca. Hemos de trabajar para reconstruir el honor de la familia, jurar de nuevo nuestra lealtad al Ungido en cuanto sea prudente hacerlo, y aceptar cualquier castigo que considere apropiado. Si hay que pagar en riqueza, o entregar a nuestros jóvenes como reclutas del Ungido, o ver cómo ejecutan a sirvientes que han combatido hoy, lo haremos. Debemos alejar nuestra Casa de las acciones de aquellos Starym que han desafiado la voluntad del Ungido. Debemos mostrar vergüenza, no altanero desafío... o muy pronto ya no habrá una Casa Starym con la que volver a alzarse hacia la grandeza.

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