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Authors: James Fenimore Cooper

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El último mohicano (4 page)

BOOK: El último mohicano
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—Cuanto más tiempo permanezca en ese estado, mejor será —dijo el cazador—. Es posible que vuelvan a atacarnos. Lo único que podemos hacer es quedarnos en este lugar hasta que Munro pueda enviarnos refuerzos. ¡Ojalá que sea pronto, y que nos mande algún jefe que conozca las costumbres de los indios!

—Ya ha oído cuál será nuestra suerte, Cora —dijo Heyward —. Venga con Alicia a esta caverna, donde estarán fuera del peligro de las balas y donde podrán ocuparse del pobre David.

Luego, el joven oficial fue a reunirse con el cazador y los dos indios que se encontraban en el paso más angosto de las cavernas.

Los mohicanos habían vuelto a ocupar los sitios donde habían dormido; en el centro del islote había un matorral formado por algunos pinos poco crecidos, delineando una pequeña enramada, entre los cuales se colocaron el cazador y Duncan. En tal sitio se resguardaron bastante tiempo sin observar nada que les dijera que los indios repetirían el ataque. Pero el cazador lo dudaba.

—Los maguas no se retiran tan fácilmente, ya saben cuántos somos —susurró el cazador—. Mire cómo se acercan a nado. ¡Silencio, si no quiere perder su cabellera de un solo tajo!

No había terminado su advertencia cuando divisó cuatro cabezas de maguas que asomaban por encima de un tronco que bajaba por el río.

Cuando los salvajes ponían pie en la isla, lanzando gritos espantosos, el rifle de Ojo de Halcón apuntó lentamente entre la maleza y comenzó su mortífera tarea.

El primero de los asaltantes cayó como un ciervo herido de muerte y rodó entre las hondas grietas del islote.

—¡Ahora, Uncás! —exclamó el cazador, desenvainando su largo cuchillo—. Ocúpate del último de ellos. De los otros ya estamos seguros.

Sólo faltaba dominar a dos enemigos. Heyward había dado una de sus pistolas a Ojo de Halcón y bajaban rápidamente hacia los enemigos disparando sin dar en el blanco.

—Yo lo sabía —exclamó el cazador—. ¡Vengan, sanguinarios perros del infierno! ¡Aquí hay un hombre cuya sangre no tiene mezcla!

Tras estas palabras se halló frente a un gigantesco indio. Duncan a su vez se encontró trabado en lucha cuerpo a cuerpo con el otro mingo.

El cazador debió recurrir a toda su fuerza y al final prevaleció su gran resistencia logrando hundir el agudo puñal en el pecho del gigante.

Heyward luchaba furiosamente, pero su sable se quebró al primer choque y como no tenía otro medio de defensa, su salvación dependía exclusivamente de su fuerza y su destreza en emplearla. Por fin, consiguió desarmarlo y lucharon al borde del abismo. El indio apretaba fuertemente su garganta, y cuando estaba a punto de sucumbir, apareció una oscura mano armada de un puñal. El indio soltó la garganta del oficial: de su puño cortado manaba un río de sangre. Mientras Duncan era arrastrado fuera del sitio peligroso, vio que su enemigo caía al abismo.

El joven mohicano lanzó un grito de triunfo y, seguido de Duncan, se deslizó hasta un sitio protegido por las rocas y la maleza.

Durante la lucha, Chingachgook había mantenido su puesto con inconmovible firmeza contestando el fuego con certera y deliberada calma. Cuando llegó a sus oídos el grito triunfante de Uncás, el orgulloso padre levantó la voz contestando con un solo grito. Así transcurrieron los minutos con la velocidad del pensamiento.

A veces los rifles de los asaltantes disparaban una descarga, otras hacían tiros aislados.

—Dejemos que gasten pólvora —decía el cazador mientras silbaban las balas sobre su cabeza.

De pronto una bala rebotó en la roca y cayó cerca de Heyward. Ojo de Halcón se apresuró a recogerla, y después de examinarla dijo moviendo la cabeza:

—Una bala no se aplasta así; si hubiera caído de las nubes hubiera sido más fácil de explicar.

Uncás levantó lentamente su rifle y señaló a sus compañeros un sitio que explicaba el misterio. En la orilla izquierda del río crecía un frondoso roble, sobre él se había encaramado un indio y dominaba el lugar que ellos creían seguro.

—Sigue entreteniéndolo, Uncás —dijo el cazador—, mientras voy por mi «matavenados»; entonces haremos fuego desde ambos lados del árbol.

Cuando Ojo de Halcón dio la señal, salieron los tiros al mismo tiempo. Hojas, ramas y cortezas volaron por los aires, pero el indio contestó con una carcajada burlona y con un tiro que arrancó la gorra del cazador. Volvió a resonar en el bosque el griterío de los salvajes, desde donde salió una lluvia de balas.

—Hay que poner remedio a esto —dijo Ojo de Halcón—. Uncás, llama a tu padre; necesitamos usar todas nuestras armas para derribar de su puesto a aquel indio.

Uncás llamó a su padre sin pérdida de tiempo y pronto estuvo éste con ellos para aumentar el poder de fuego. El indio del árbol no cesaba de disparar. Heyward, a quien hacía más visible su uniforme, fue rozado en un brazo por una bala.

Finalmente el hurón, animado por el resultado, intentó apuntar con mayor precisión dejando ver una pierna. Los dos mohicanos dispararon al mismo tiempo.

El indio al retirar su pierna herida dejó ver una gran parte de su cuerpo. Sin perder aquella ventaja, Uncás apuntó hacia la copa del árbol y disparó. Al instante cayó el fusil del salvaje, y al cabo de unos momentos de vanos esfuerzos se vio a éste balancearse en el aire, haciendo desesperados intentos por asirse a una rama.

—¡Por Dios, disparen para que no sufra! —exclamó Duncan.

—¡No gastaré municiones! —dijo el cazador—. Su muerte es segura y no tenemos muchas balas.

El cazador vacilaba ante la insistencia, hasta que al fin una mano del hurón soltó su asidero y comenzó a caer, tratando en vano de recobrar la rama. Un disparo del cazador terminó con los sufrimientos del indio antes de que tocara el agua, en donde se hundió para siempre.

—Era mi última bala y mi última carga de pólvora —exclamó el cazador—. Uncás, anda a la canoa y trae el cuerno grande, contiene lo único que nos queda de pólvora, y necesitaremos utilizar hasta el último gramo. Conozco bien a los mingos.

El joven mohicano obedeció. El cazador sacudió el cuerno vacío y examinó en vano el contenido de su cartuchera, mostrando su contrariedad. Entonces oyó el grito de Uncás. Salieron las hermanas y David de su refugio, asustados. Muy cerca de la roca se veía la canoa flotando en el remolino en dirección a la corriente, impulsada por un hurón arriesgado. Ojo de Halcón levantó su inútil rifle y lo dejó caer con desaliento: no tenía balas.

El hurón levantó una mano en señal de triunfo. Gritos y risotadas de sus compañeros festejaron la hazaña.

—¡Pueden reírse, malditos! —gritó el cazador, sentándose en una roca —los tres mejores rifles de la selva son ahora tan inútiles como las astas viejas de un venado.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Duncan—. ¿Qué nos espera?

El cazador se pasó la mano por la cabeza con gesto tan significativo que no necesitó decir nada más.

Sentado sobre una roca, Chingachgook se había despojado de su puñal y del hacha: desprendió de su cabello la pluma de águila y alisó su característico mechón, como preparándose al horrible procedimiento usual de los pieles rojas con los vencidos.

—¡Es imposible que nuestra situación sea tan desesperada! —exclamó Duncan—. Quizás a esta misma hora se acerquen los refuerzos que nos envían. Yo no veo ahora a los enemigos, quiera Dios que hayan renunciado ya que tienen pocas posibilidades.

—Tal vez tarden un minuto, o tal vez una hora, pero es seguro que caerán tarde o temprano sobre nosotros —replicó Ojo de Halcón—. No me extrañaría que ahora estén muy cerca de aquí. Chingachgook, hermano mío, combatimos juntos nuestra última batalla, y los maguas lanzarán sus gritos cuando la muerte llegue al sabio mohicano y al cara pálida, a quienes tanto temieron.

—¿Por qué hablan de morir? —preguntó Cora—. El camino está libre en todas direcciones, huyan, naden. Inténtenlo.

—Los senderos están vigilados —replicó Ojo de Halcón—. Aunque es verdad que la corriente del río podría arrastrarnos fuera del alcance de sus rifles.

—Entonces —exclamó Cora—, arrójense al río y no aumenten el número de las víctimas.

—¿Qué está diciendo, señora? —dijo el cazador, mirando en torno con aire de ofendida dignidad—. ¿Y mi conciencia, qué?

—Vaya donde mi padre y dígale que los hemos enviado para que se apure en acudir en nuestro auxilio, que los guías nos traicionaron y que todavía puede salvarnos, si no se pierde tiempo.

Las facciones duras del cazador expresaron viva emoción ante la valentía de la joven. Luego llamó a deliberar a los dos mohicanos y juntos decidieron obedecer a Cora.

Chingachgook, se paró sobre una roca escondida de la vista, señaló la otra orilla hacia unos bosques y se lanzó decidido al agua. Por su parte, Ojo de Halcón daba algunas recomendaciones a Cora para que dejara algunas marcas cuando se adentraran en la selva y no les fuera tan difícil a los refuerzos y a él seguirlos. Luego de esto, se encaramó en la misma roca y, mascullando maldiciones por la falta de municiones, se lanzó al río.

Todos se volvieron hacia Uncás que, apoyado sobre una roca, permanecía inmóvil y callado. Cora le señaló el río y le dijo:

—Tus compañeros ya se fueron y es seguro que no han sido vistos. ¿No irás?

—Uncás se quedará —dijo en inglés el indio.

—¿Para aumentar el horror de nuestra captura y disminuir la probabilidad de que seamos rescatados? —argumentó Cora—. Ve donde mi padre y dile que eres mi mensajero de confianza y que te dé los medios para nuestro rescate. Ése es mi deseo.

Con sombrío rostro, el indio caminó hacia el sito donde se habían zambullido su padre y el cazador y, saltando, desapareció.

—Usted se jacta de que es un buen nadador —dijo Cora a Duncan con una mal disimulada calma.

—¿Eso es lo que Cora Munro espera de mí? —pregunto el oficial tristemente, sonriendo con amargura.

—Usted no tiene armas, será mucho más útil para otros fines.

Duncan no contestó y miró a Alicia, quien se asía de su brazo, desvalida como un niño.

Cora luchaba aparentando serenidad de espíritu.

—Hay males peores que la muerte —musitó Duncan, emocionado—; y quizá pueda evitarlos quien está pronto a morir por ustedes.

Cora no contestó, atrajo a Alicia, la cubrió con su velo y se internaron juntas en la caverna más oculta.

El hurón pide un precio alto

Duncan se dedicó a explorar el pequeño islote con mucha cautela. No veía el más leve indicio de enemigos. Parecía que los maguas habían partido.

—Los hurones no se dejan ver —comentó David Gamut, aún delicado por el shock. Ocultémonos en la caverna y confiemos en Dios. Me gustaría cantar. ¿Puedo?

—Sólo dentro de la caverna —replicó Duncan, y empujando suavemente a David al interior, se dedicó a colocar ramas en la entrada, aparte de las mantas que habían dejado sus amigos, para lograr que no se colara nada de luz. De esta manera sólo quedaba con escasa luz el otro lado de la caverna, que provenía de un angosto barranco al frente de su salida.

—«Mientras hay vida, hay esperanza» —sentenció Duncan—: A ti, Cora, no es necesario que te infunda confianza, pero ¿cómo podemos calmar a la pequeña Alicia?

—Ya estoy más tranquila, Duncan —dijo Alicia, levantándose—. Esta caverna está lejos de las miradas y es casi invisible, por otra parte, estoy muy confiada en esos tres valientes amigos.

—¡Ahora sí que pareces la hija de Munro! —dijo alegremente Duncan.

El oficial tomó posesión de la parte central de la caverna y se quedó de guardia con la única pistola que tenía, explorando constantemente la entrada.

La confianza fue adueñándose gradualmente de sus corazones a medida que pasaba el tiempo.

Sólo David no compartía estas emociones y se dedicaba a buscar en su librito algún himno apropiado a la situación en que se encontraban. Finalmente pareció hallarlo, pues dijo sin preámbulos:

—Isla de Wight, y sacó una nota baja de su flauta e inició el preludio. Su voz en medio del ruido de la catarata era muy débil y cuando adquiría mayor emoción y profundidad, se escuchó un grito horrible venido desde lejos. Alicia se lanzó a los brazos de su hermana, mientras el mayor trataba de tranquilizarla.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Heyward—. Ese sonido viene del centro de la isla y ha sido lanzado ante el espectáculo de los maguas muertos. Aún no nos han descubierto.

Un segundo grito siguió al primero y, luego, resonó un tumulto de voces que partían de los extremos del islote. Eran gritos de triunfo, expresiones de una gran alegría de hombres sumidos en la más feroz barbarie. Pronto se notó que aquellos aullidos partían de todas direcciones. En medio de la confusa gritería se oyó un alarido triunfal cerca de la entrada de la gruta. Heyward perdió entonces toda esperanza, creyendo que el grito indicaba que habían sido descubiertos.

Pero esta impresión se disipó al oír hablar a los salvajes cerca del lugar donde el cazador había abandonado su rifle. Hablaban en una lengua desconocida para el oficial. Muchas veces gritaron simultáneamente algunas frases conocidas:

—¡Carabina larga! ¡Carabina larga!

Heyward sabía que éste era el nombre dado por los salvajes al cazador.

—Llegó el momento crítico —les dijo a las dos jóvenes, que temblaban de espanto—. Si no descubren esta caverna, nos habremos salvado, y dentro de dos horas podemos esperar que Webb nos envíe ayuda.

Transcurrieron todavía minutos de tensión. Heyward entendía que los invasores del islote seguían buscando huellas de Ojo de Halcón. Un ángulo de la manta que cubría la entrada fue movido por una rama, y dejó penetrar un poco de luz a la caverna. Cora rodeó a Alicia con sus brazos y Duncan se puso en pie. Un grito anunció que los salvajes habían descubierto la segunda caverna, que no tardó en ser invadida por todo el grupo.

Como los pasajes interiores que unían a las dos grutas estaban tan cerca entre sí, Duncan, convencido de que ya no era posible pasar inadvertidos, se situó delante de las dos hermanas y de David para recibir el primer choque de los asaltantes. Se aproximó a la frágil barrera que estaba a muy poca distancia de éstos, y aun se animó a mirar hacia afuera con la indiferencia que produce la desesperación.

Al alcance de su brazo estaba la espalda oscura de un indio gigantesco que daba órdenes a sus compañeros. Un guerrero se acercó al jefe con un puñado de ramas y le mostró las manchas de sangre que había dejado David cuando fue herido por las primeras balas de los indios. Las mantas colocadas en el interior empujadas por las ramas que iban amontonando los salvajes por afuera, empezaban a formar un muro más sólido. Heyward respiró más libremente. Y más aún lo hizo cuando advirtió que salían de la cueva.

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