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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (69 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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El rey detentaba el poder absoluto, y sus hombres controlarían Kemet como una horda dispuesta a aplastar el pasado si este se oponía a sus ambiciones. Para el escriba no fue difícil imaginar los rostros de los sacerdotes en sus umbrías estancias, compungidos por cuanto ocurría, y a la vez impenetrables ante lo que irían a planear. Neferhor estaba seguro de que aquellas mentes rebosantes de lucidez trazarían su estrategia de la forma más conveniente, aunque para llevarla a cabo fueran necesarios siglos. La paciencia era una virtud que el clero de Karnak llevaba impresa en su piel, pues el tiempo suele dar la razón a aquellos que se mantienen firmes, y los cimientos sobre los que se apoyaban eran milenarios.

Las máscaras cubrirían aquellos semblantes, como Neferhor sabía muy bien, y Amón aguardaría.

Desde su puesto en la Casa de la Correspondencia del Faraón, el escriba comprendió que aquella ciudad recién fundada los engulliría a todos. La nueva capital sería la sede administrativa del Estado, y todos sus estamentos se trasladarían a ella para servir al rey. Los tiempos en los que la antigua Menfis llevaba las riendas del país tocaban a su fin; ahora Akhetatón se alzaba en el horizonte, como su propio nombre indicaba, y los funcionarios se miraban sin atreverse a hacer ningún comentario. Nefertiti había cumplido cuanto dijera al escriba. Su divino esposo se hallaba demasiado ocupado en la construcción del proyecto al que había sido llamado, y todo lo que aconteciese allende las fronteras de Kemet le traía sin cuidado. Aquellas eran tierras impuras que no le interesaban en absoluto.

La prueba de todo aquello la tuvo Neferhor desde el momento en que comenzara a contestar a las tablillas de los reyes vasallos en los términos más vagos que se pudiera imaginar. Debía darles largas en todo cuanto le pidiesen, y eso fue lo que hizo el escriba, aunque con el ánimo maltrecho.

Egipto había cambiado durante los últimos cinco años, pero no precisamente en la mejor dirección. La arenga que Akhenatón diera a sus dignatarios el día de la primera proclamación en la que sería su capital había traído consigo los primeros abusos entre los funcionarios encargados de recaudar los impuestos. Con la siguiente cosecha invadieron los campos y se dispusieron a cobrar de forma arbitraria las tasas que en muchos lugares correspondían a los templos. Las cifras fueron alteradas y los inspectores se aprovecharon del poder que les había otorgado el dios para usarlo en su beneficio. Los campesinos se quejaron amargamente, pero al cabo eran simples
meret
, y nadie los escuchó. Los cleros ya no controlaban sus propiedades, donde los hombres del rey campaban por sus respetos, y la ley solo les pertenecía a estos.

Muchos fueron los que clamaron en vano, y Neferhor imaginó a los pobres campesinos apaleados por su escasa cosecha, y con lo justo para poder subsistir.

La nueva clase social se abría paso entre las telarañas de la rancia aristocracia. Como suele ser habitual tenía prisa por alcanzar sus objetivos, pues nadie podía asegurar lo que les depararía el futuro. Se requisaba cuanto se podía en nombre del dios, pues sus arcas estaban sedientas y la construcción de la nueva capital significaba un gasto formidable. Todos los artesanos y obreros de Egipto marcharon hacia Akhetatón para dar vida al proyecto del faraón, que estaba decidido a terminar su obra en el menor tiempo posible.

De este modo la totalidad de los templos del país vieron cómo la construcción de sus monumentos era abandonada, y la mayor parte de sus materiales se enviaban rumbo a Akhetatón para mayor gloria del rey. Todo eran lamentos y desesperación entre los ofendidos, y Neferhor tuvo el convencimiento de que la ruina se cernía sobre la Tierra Negra; solo era cuestión de tiempo.

La perspectiva del cambio de residencia despertó en el escriba una indudable agitación, sobre todo porque Nefertiti le había adelantado su confianza a la vez que le aseguraba lo útil que resultaría su presencia en Akhetatón, cerca de la familia real. Aquellas palabras habían sido bien recibidas por Neferhor, que no olvidaba cuanto su amigo Neferhotep le había dicho. Menfis había tenido ۀuna importante significancia en su vida, con momentos dolorosos que siempre le acompañarían; por ello, su traslado a la nueva capital tenía un especial alcance. Una puerta se le abría para invitarle a continuar su vida y, sin saber por qué, el escriba se sentía esperanzado.

Neferhor transmitió su optimismo a sus esclavas, que al verle de tan buen humor pensaron que el lugar al que se dirigían era la tierra de promisión.

—Habrá abundancia por doquier —les aseguró— y tú, pequeña Tait, serás una princesita.

El comentario resultó muy aplaudido por la niña, que con nueve años se había convertido en una chiquilla dispuesta y muy espabilada. Ella quería a aquel hombre que le parecía tan bueno como si fuera su padre, aunque siempre se refrenara en sus demostraciones de cariño, como le recomendaba su madre. Esta se dejó llevar también por el optimismo, puesto que si el señor creía que allí serían felices, ella poco podía decir. No obstante, la nubia había sido dichosa en aquella casa, como nunca desde que el infortunio llamara a su puerta, y sentía cierta tristeza por abandonarla.

Sin duda, la euforia de Neferhor precipitó los acontecimientos. Su natural reserva desapareció de manera incomprensible, como impelida por el
khamsin
, el poderoso viento del desierto, para que se fuera muy lejos, allá donde el escriba no pudiera encontrarla. Aquella noche ocurrió lo que nunca hubiera previsto, quizá porque el corazón de Neferhor había decidido liberarse por un momento de su sempiterna máscara capaz de aprisionar sus emociones, y también de la pasión que ocultaba en lo más profundo de sí mismo. Él nunca se había mostrado desinhibido de semejante manera y, sin embargo, un impulso nacido de su interior le animó a hacerlo, como si se tratara de la cosa más natural.

Al servirle la cena, Neferhor volvió a mirar a su esclava como acostumbraba últimamente. Durante las noches anteriores, el escriba no había podido despojarse del deseo que le causaba la joven nubia. En su habitación la imagen de esta se le presentaba una y otra vez, sin proponérselo, y él fantaseaba con ella hasta terminar por emborracharse en su propia lascivia. Era como una fijación enfermiza que le asaltaba para despertar en él los instintos más básicos, los más lúdicos pensamientos, que hacían que su miembro se inflamase para arrepentirse más tarde.

Pero en aquella ocasión, Neferhor sintió que la tentación por acariciar a Sothis le resultaba irresistible. Su cuerpo brillaba de forma especial, y su mirada le parecía más misteriosa que nunca, como si escondiera en ella secretos surgidos desde el fondo de su alma; y luego estaban sus labios carnosos, que incitaban a besarlos, y aquellos pechos pequeños, pero bien formados, que invitaban a abandonarse a la locura.

Al inclinarse sobre él para depositar un cuenco de higos sobre la mesita, el escriba miró una vez más las areolas de la nubia y sintió que el deseo lo reconcomía. Luego, al verla alejarse tan erguida como de costumbre, observó la cadencia de sus nalgas y notó cómo su miembro se erguía sin poder controlarlo, hasta quedar oprimido dentro del
kilt
de manera molesta. Neferhor se levantó de manera inconsciente sin apartar los ojos de la figura de la joven, y la siguió como si fuera un macho en celo de cualquier especie. Con cada ۀmovimiento de aquellos glúteos, el escriba se excitaba más y más, pues le parecían espléndidos, y culminaban unos muslos estilizados pero rotundos, como las columnas de los templos.

Sothis se dirigió a la cocina, y hasta allí se encaminó el escriba, cuyo corazón latía a través de cada uno de sus
metu
con fuerza inusitada. La sangre se agolpaba en su interior hasta nublarle la razón, y ya no podía detenerse. Al llegar a la estancia contempló a su esclava de espaldas, como si se encontrara ajena a la pasión arrolladora que se le acercaba. Ella parecía entretenida en la elección de unos panecillos, y Neferhor se le aproximó muy despacio, con el deseo desbocado y la mirada fija en la espalda de la nubia, cual si se encontrara hechizado. Ya junto a ella, el escriba aspiró el olor de su cuerpo por primera vez, en tanto entrecerraba los ojos para empaparse de él. Era una fragancia desconocida, y al mismo tiempo embriagadora, y emanaba de cada poro de aquella piel ambarina como si se tratara de la esencia de su propio
ka
. Sin dilación él acercó sus labios a aquel cuello de princesa del sur hasta rozarlo con suavidad; entonces notó la piel ardiente de la joven, tan suave como nunca había conocido, y todo su cuerpo se estremeció.

Sothis se había percatado de que su amo la seguía desde el primer instante. Había llegado el momento, y ya nada podría evitar lo que ocurriría. Ella había avanzado hacia la cocina nerviosa y a la vez excitada ante lo que se le avecinaba. Su paso era firme, pero su corazón latía apresuradamente, impulsado por su propia zozobra, y se imaginó a su señor excitado por el deseo, a apenas unos metros, con la vista perdida entre los movimientos de sus nalgas.

Cuando se detuvo junto a la cesta de los panecillos, pudo sentir el aliento entrecortado del escriba y también su agitación. Ella notó cómo se humedecía a la vez que el desasosiego se convertía en una suerte de pasión aún contenida.

Sothis no había vuelto a cohabitar con ningún hombre desde que quedara encinta de la brutalidad. Durante muchos
hentis
la visión aterradora de su violación la había acompañado como el peor compañero de viaje posible. Luego, con los años, esta se transformó en un irremisible rencor hacia los hombres y también hacia las injustas leyes que estos promulgaban, allí donde se encontrasen. En el desierto, donde viviera un día, hechos semejantes ocurrían con frecuencia entre los beduinos que atravesaban las áridas estepas. Allí la vida poco valía si no eras el más fuerte; esa era la legislación que imperaba en las dunas. El pillaje entre los países insurrectos nunca era causa para ningún tribunal, y no quedaba más que resignarse y resistir.

Luego su destino le mostró la maldad que podía llegar a anidar en el corazón de la mujer, y las consecuencias de sus caprichos, terribles sin duda, pues a la postre la bondad no entendía de géneros, ni diferenciaba entre clases sociales. Pero finalmente, Sothis no dejaba de ser una mujer llena de vida, cuyos sentimientos la llevaban a experimentar las mismas emociones que las demás. Su naturaleza estaba moldeada por el fuego, y era capaz de abrasar, como ella muy bien sabía; su poder nacía de las inhóspitas tierras del lejano sur, inmensas y salvajes, en las que solo sobrevivían los elegidos.

Un día, un hombre se había cruzado de nuevo en su camino paraۀ ofrecerle la mano y prestarle la ayuda que solo otorgan los corazones capaces de apiadarse, y ahora que percibía la respiración junto a su cuello y sus ansias contenidas, la joven se sintió deseada como la mujer que era, y todos los fantasmas de épocas pasadas desaparecieron, para permitir que se entregara por fin como siempre había deseado.

Al notar los labios del escriba sobre su piel, todo su ser se estremeció; luego el cuerpo de su señor se pegó a ella, y Sothis pudo notar el duro miembro contra sus nalgas y las manos de su amo que se deslizaban hacia sus pechos. Al oprimírselos con suavidad ella gimió de placer, y al punto se volvió presta para quedar ante el hombre que la iba a amar por primera vez. Sus miradas se encontraron, y ella fue capaz de leer la pasión que consumía al escriba, entonces se abrazó a él, y sus labios se encontraron para unirse en un largo beso, preludio del torbellino que los empujaría hasta la apoteosis.

Neferhor quedó atrapado en la mirada de aquella mujer desde el primer instante. Unos ojos negros y profundos como las noches sin luna le envolvían con una magia que parecía surgida del más insondable de los misterios. Era como si se dispusiera a iniciar un hermético viaje que ignoraba adónde lo llevaría, un tránsito hacia lugares que su alma desconocía y en el que hacía tiempo que deseaba embarcarse, aunque nunca lo hubiera reconocido. Sothis era como una de aquellas piedras preciosas extraídas de las profundidades de la tierra. Su tacto era tan puro que a la vez quemaba, y el brillo de su piel resultaba mucho más hermoso que cualquier gema. Enseguida notó el poder que atesoraba su cuerpo, y cuando ambos cayeron al suelo en un abrazo desesperado, pensó que la nubia tenía alma de fiera, pues sus manos lo buscaban anhelantes, para hacerle suyo.

Los dos amantes se exploraron con indisimulado frenesí, entre gemidos y lamentos apenas ahogados. Neferhor se apoderó de aquellos pechos con los que tantas noches había soñado, para llevárselos a los labios sin poder contenerse más. Al sentir los pezones en su boca el escriba creyó enloquecer, y los lamentos se hicieron más ostensibles, como si dos ánimas perdidas clamaran en la soledad del Amenti. El escriba se abandonó a sus instintos, y durante un tiempo imposible de determinar los saboreó como si se tratara del más excelso de los manjares.

Sothis se sentía transportada a un lugar en el que nunca había estado. Era un paraje en el que sus sentidos primaban sobre todo lo demás. Un paisaje en el que las emociones se desbordaban, incontenibles, para dar salida a una pasión que no era capaz de controlar. Entre los brazos de aquel hombre la nubia sintió cómo el placer la envolvía cada vez más, y cuando él tomó sus pechos, creyó sumergirse en una vorágine de la que se veía incapaz de salir. Sus manos lo buscaron, y cuando encontró su miembro se apoderó de él con un ansia desaforada, contra la que no estaba dispuesta a luchar. Lo notó duro como el granito, y caliente como las arenas del desierto de Nubia. Esto la satisfizo, y al punto deseó sentirlo dentro de sí, para que aquellos dos
kas
se transformaran en uno solo en el que sus esencias se unirían para formar una nueva energía vital capaz de trascender la materia.

Con la agilidad de una pantera, Sothis se adueñó de Neferhor sin que este hiciera nada por evitarlo. Sentada sobre él, sus entrañas lo recibieron poco a poco, hasta quedar acoplados tal y como ella quería. Desde su posición, la fuerza de su mirada llegaba hasta el escriba, que sintió cۀómo la joven escudriñaba en el interior de su alma. Era un poder como nunca había sentido; una fuerza arrolladora que lo atrapaba al compás de cada uno de los movimientos de aquellas caderas a las que ahora se aferraba. Sothis se contoneaba como poseída por el mismísimo Set, y Neferhor pensó que el dios de la ira había transformado a aquella mujer en un felino que lo poseía por completo. Quizá se tratara de Sekhmet, la diosa leona, que había venido a visitarlo en aquella hora, o simplemente fuera obra de algún hechizo contra el que nada se podía hacer.

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