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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico

El salvaje y otros cuentos (2 page)

BOOK: El salvaje y otros cuentos
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»Y el agua subía y subía. Desde la costa oímos claro el retumbo del Guayra, y en las restingas veíamos pasar a nuestro lado, sobre el agua vertiginosa, todo lo que pasa ahogado o podrido en una inundación de primavera.

»Las noches, negras. El dinosaurio, excitado, bebía a cada instante un sorbo de agua, y sus ojos remontaban la tiniebla del río, hacia las inmensas lluvias que llegaban aún calientes. Y paso a paso costeábamos el Paraná remontando la inundación.

»Así un mes más. Cuanto quedaba en mí del hombre que le está hablando ahora, crujió, se aplastó, desapareció. Hasta que una noche…

El hombre se detuvo.

—¿Qué pasó? —le dije.

—Nada… Lo maté.

—¿Al… dinosaurio?

—Sí, a él. ¿No comprende? Él era un dinosaurio… un nothosaurio carnívoro. Y yo era un hombre terciario… una bestezuela de carne y ojos demasiado vivos… Y él tenía un olor pestilente de fiera. ¿Comprende ahora?

—Sí; continúe.

—Mientras quedó en mí un rastro de hombre actual, el monstruo surgido de las entrañas muertas de la Tierra por el deseo de ese mismo hombre, se contuvo. Después…

»Allá en el Norte, el Guayra retumbaba siempre por las aguas hinchadas, y el río subía y subía con una corriente de infierno. Y el dinosaurio, aplastado en la orilla, bebía a cortos sorbos, devorado de sed.

»Una noche, mientras el monstruo entraba y salía sin cesar del agua, y el remanso agitado por el oleaje parecía un mar, me hallé a mí mismo asomado tras un peñasco, espiando con el pelo erizado a la bestia enloquecida de hambre. Esto lo vi claro en ese momento. Y vi que a la par explotaba en mí la carga de terror almacenada millones de años, y que en esos tres meses de fraternidad hipnótica no había podido definir.

»Retrocedí, espiando siempre al monstruo, di vuelta al peñasco, y emprendí la carrera hacia un cantil de basalto que se levantaba a pique sobre veinte brazas de agua. La fiera me vio seguramente correr al fulgor de un relámpago, porque oí su alarido agudo, tal como nunca se lo había oído, y sentí la persecución. Pero yo llegaba ya y trepaba por una ancha rajadura de la mole.

»Cuando estuve en la cúspide me afirmé en cuatro pies, asomé la cabeza y vi al monstruo que me buscaba, rayado de reflejos porque llovía a torrentes. Y cuando me vio allá arriba comenzó a trotar alrededor del cantil en procura de un plano menos perpendicular, para alcanzarme. Al llegar a la orilla se lanzaba a nado, examinaba el peñón desde el agua, cobraba tierra y tornaba a hundirse en el Paraná. Y cuando un relámpago más sostenido lo destacaba sobre el río cribado de lluvia, nadando casi erguido para no perderme de vista, yo respondía a su alarido asesino con un rugido, abalanzándome sobre los puños.

»La lluvia me cegaba, al extremo que estuve a punto de perder pie en una grieta que no había sentido. Con un nuevo relámpago eché una ojeada atrás, y vi que la grieta circundaba completamente el bloque de basalto herido.

»De allí surgió mi plan de defensa. En guardia siempre, siguiendo al dinosaurio en su girar, tuve tiempo de descender diez metros y desprender una gran esquirla de la rajadura central, con la que volví a la cumbre. Y hundiéndola como una cuña en la grieta, hice palanca y sentí contra mi pecho la conmoción del peñasco a punto de precipitarse.

»No tuve entonces más que esperar el momento. En la playa, bajo el cielo abierto en fisuras fulgurantes, el dinosaurio trotaba y hacía bailar el cuello buscándome. Y al verme de nuevo corría a lanzarse al agua.

»En un instante cargué sobre la palanca mi peso y el odio de diez millones de años de vida aterrorizada, y el inmenso peñasco cayó, cayó sobre la cabeza del monstruo, y ambos se hundieron en veinte brazos de agua.

»Lo que salió después fue el dinosaurio; pero la cabeza estaba achatada, y abría la boca para gritar, como la primera vez que lo vi, pero ahora gritaba… Algo horrible. Nadaba al azar porque estaba ciego, sacudiendo a todos lados el cuello, sobre el río blanco de lluvia. Dos o tres veces desapareció, alzando desesperado su cabeza ciega. Y se hundió al fin para siempre, y la lluvia alisó enseguida el agua.

»Pero allá arriba yo rondaba aún en cuatro patas. Poco a poco me convencí de que no tenía ya nada que temer, y descendí cabeza abajo por la rajadura central.

El hombre se detuvo otra vez.

—¿Y después? —dije.

—¿Después? Nada más. Un día me hallé de nuevo en esta casa, como ahora… El agua ha parado —concluyó—. En esta época no se sostiene.

Cuando al día siguiente subí en la canoa que el tesón de tres peones de obraje había llevado hasta allá conmigo, comenzó a llover de nuevo. Sobre la costa, a quinientos metros aguas arriba, una mole aguda se elevaba sobre el río.

—El cantil… ¿es ése? —pregunté a mi hombre.

Él volvió la cabeza y miró largo rato el peñón que iba blanqueando tras la lluvia.

—Sí —repuso al fin con la vista fija en él.

Y mientras la canoa descendía por la costa, sintiéndome bajo el capote saturado de humedad, de selva y de diluvio, comprendí que aquel mismo hombre había vivido realmente, hacía millones de años, lo que ahora sólo había sido un sueño.

La realidad

I

Llovía desde la noche anterior. La alta selva goteaba sin tregua sobre los helechos tibios y lucientes, y una espesa y caliente bruma envolvía el paisaje fantástico.

En lo alto de un nogal, acurrucado en una horqueta, el hombre terciario esperaba pacientemente que el agua cesara. No era cómoda su espera, sin embargo. El cobertizo que lo cubría goteaba por todas partes, sobre todo a lo largo de la rama en que se recostaba. Tenía, tras catorce horas de lluvia, la espalda completamente mojada.

El hombre consideró largo rato los agujeros del cielo, pestañeó rápidamente, y cambió de postura.

El agua cesó al fin, y con los primeros rayos de sol el arborícola abandonó su cubil. Tenía hambre, y las nueces del contorno habían concluido. Lanzose por entre las ramas, evitando la vegetación inferior, demasiado rica de pestilente humedad y de reptiles, De allá abajo, en efecto, subía un deletéreo vaho de cieno y plantas podridas. Toda una vida deslizante pululaba en el fondo, y aunque el hombre iba por lo alto de rama en rama, deteníalo a veces el potente chapoteo de un monstruo que pasaba bajo él, dejando el rastro abierto entre los helechos.

Dos horas después el cenagal concluía, y el hombre descendió al suelo. Su busto, fatigado por la larga erección de la marcha arborícola, doblábase ahora a tierra. Caminaba en cuatro patas, con la honda fruición ancestral que surge de repente hoy mismo en un simple gesto, en la trituración de un hueso.

Hacía ya mucho, sin duda, que el hombre terciario había comenzado a caminar en dos pies; pero el hábito natal y obstinado de la bestia, hecho deleite, proporcionábale en cuatro patas una confianza de especie desde largo tiempo fijada, que le hacía runrunear de satisfacción.

Alzábase a veces contra un tronco y observaba. Áspero pelo le cubría todo el cuerpo. Los brazos colgantes le llegaban a la rodilla. La mandíbula prominente, y casi siempre entreabierta cuando se incorporaba por el ansia de la angustiosa observación, dejaba ver una terrible dentadura cuyos dientes, en vez de encajar, enrasaban unos contra otros. El gorila concluía allí. La cabeza tenía ya más volumen; había más cráneo dilatado por el esfuerzo de las cuatro o cinco ideas —no más— de un celebro animal aún, para cuya torturante elaboración la bestia del momento prestaba toda su potencia sanguínea y muscular.

El hombre prolongó aún su marcha por el suelo, hasta que un agudo alarido de guerra y hambre lo lanzó de nuevo a los árboles. La selva había crujido a lo lejos, el ruido de gajos rotos avanzaba en restallidos cada vez más secos, y un instante después el monstruo terciario llegaba, con el largo cuello tendido a todas partes, los ojos fosforescentes y desvariados por doce horas de entrañas roídas. Lanzó aún su alarido angustioso, trotó delirante de un lado a otro, y hundió de nuevo en la selva su urgente galope de vida o muerte.

El hombre, con la cabeza hundida entre los hombros, lo había seguido con los ojos. No había surgido seguramente, en todo el periodo terciario, ser más desamparado que él. Los animales sobre la tierra, los que nadaban en las aguas, los que volaban por los aires, todos le eran infinitamente superiores como tipos de especie que ha de perdurar por su potencia de medios vitales. Durante millares de siglos el hombre luchó atrozmente por la estricta conservación del individuo, exterminado sin tregua gracias a su miseria de defensa, acechado en la marisma cuando iba a beber, sitiado en el árbol, y sobre todo, lo más terrible, asaltado durante el sueño en su propia guarida. El futuro dominador de la bestia pululante no tuvo una hora de tranquilidad en la tierra que lo echaba por su ineptitud. El cubil aéreo que lo preservó de las fieras terrestres creó su primera pobre esperanza de continuar la especie. Pero lo más necesario era la conquista del sueño. No conoció jamás el miserable lo que es el descanso pleno. Acurrucado contra una rama, sin atreverse a extender las piernas para tener el salto a mano, angustiado por el menor deslizamiento al pie de su árbol, por el más furtivo arañazo a lo largo del tronco, sus noches fueron, durante millares de siglos, un constante martirio. Y el desvalido y misérrimo ser nacido fuera de tiempo en una edad en que la vida se devoraba a sí misma de exuberancia hostil, debió tener una energía de vida verdaderamente heroica para haber sobrevivido a aquella lucha desigual.

II

El hombre terciario prosiguió su avance. Tras un elástico brinco iba ya a coger la fruta entrevista por fin tras las colgantes lianas, cuando de pronto quedó inmóvil, con el brazo prendido aún de un gajo. Enfrente de él, a quince metros, se hallaba, quieto también, otro hombre. Durante diez segundos ninguno de los dos se movió, hasta que del pecho de nuestro conocido brotó un bramido que se fue extinguiendo en honda rotundidez, como si aún continuara en el pecho después de haber cesado en la garganta. Al oírlo, el otro se replegó, mientras su pelo, como el de un felino, se abatía completamente sobre el cráneo chato.

Era una hembra, una mujer terciaria. El hombre, sin apartar un instante la vista, desprendió lentamente el brazo sujeto aún en alto. Súbitamente la hembra se lanzó al suelo, y el hombre hizo lo mismo. Ambos cayeron y permanecieron un instante en cuatro patas, como aturdidos por la congestión de bestialidad que los inundaba aún. La hembra fue la primera en incorporarse ante el segundo bramido del macho erizado de celo, y dio un prodigioso salto hacia arriba, en el preciso instante en que el hombre se lanzaba sobre ella. Pero el violento manotón se perdió en el aire, y entonces comenzó la persecución terciaria, jadeante, sin cuartel, de rama en rama, sobre el suelo, de lianas, llenando la selva con el violento resoplar de su fatiga.

Al fin la hembra, exhausta, se deslizó a tierra, e irguiéndose recostada a un árbol, lanzó un agudo bramido. Pero el hombre caía ya sobre ella, y durante un minuto la lucha se desenvolvió entre feroces rugidos de pasión y rabia. La hembra, defendiéndose, mordía cuanto le era posible. El hombre, que estrujaba y domeñaba solamente, mordió al fin. El chillido de la hembra, herida, puso fin al combate, y momentos después los amantes, amansados, se incorporaron con un mutuo gruñido de goce.

La sombría soledad del hombre terciario iba tocando a su fin. Las luchas de amor eran cada vez menos rudas, y si el macho continuaba siempre asaltando a la hembra cuando la entreveía en el bosque, sentía ya por lo menos la fraternidad de la especie en el mutuo desamparo ante el ataque de las fieras. Y algo más, seguramente: la mirada del hombre que respondía a la mirada del otro hombre con un sentimiento de idéntica angustia que no era precisamente sólo miedo animal; con un abatimiento que no era justamente modorra de bestia.

La pareja volvió en paz al cubil.

III

Era tarde ya, y el húmedo calor inundaba la selva de agobiante pereza. La guarida, con su paja mojada, no tentaba a descansar en ella, de modo que la pareja se instaló en otra horqueta al amparo del sol. Allí, sentados en cuclillas uno al lado del otro, concluyeron de comer los cocos de que se habían provisto al regreso.

La fronda entera mugía ahora en un lloro de reptiles. El hombre sintió que el sueño lo invadía, y rodeando precaucionalmente con su brazo una rama, cerró los ojos confiado, pues ahora no estaba solo.

La mujer, entretanto, miraba a su compañero. Había cogido un pelo del pecho del hombre y lo estiraba pensativa. Tornó a quedar inmóvil, observando el cubil mojado. Sí, allí llovía como en el suyo, como en todas las guaridas de los árboles. Agua… agua… agua… La sorda aspiración de la especie proseguía delineándose cada vez más: adquirir otra guarida más seca, más cómoda, más segura.

Entretanto, la hembra se aburría. Miró a todos lados, con sueño a su vez. Descendió del árbol sin hacer el más leve ruido, y cuando se hubo alejado sigilosamente un tanto, trepó de nuevo a la tupida fronda, emprendiendo un galope aéreo hasta su cubil.

Cuando el arborícola, al despertar, se halló solo, gruñó un largo rato. Posiblemente la aventura tenía ya precedente; pero de todos modos el mal humor lo había invadido. Gruñendo aún se dirigió a abastecerse de nuevas frutas, y fue de este modo cómo, habiendo llegado a la vera sur del bosque, vio una familia terciaria que avanzaba por la llanura. Eran padre, madre y tres hijos. El hombre iba delante, detrás los tres cachorros, y luego, bastante lejos, la mujer. Caminaban con la precaución de quien, esperando el peligro de costado, de delante y de atrás, avanza con los nervios tendidos en un solo resorte de inquietud. La noche caía ya. Una hora más en la llanura, suponía la muerte en las garras de las fieras nocturnas. Urgía, pues, ganar el bosque.

A trescientos metros del observatorio aéreo en que el arborícola acechaba, una anfractuosidad del terreno ocultó de repente a los viajeros. El cazador de frutas, inquieto y curioso, hubiera deseado salir a la descubierta; pero una preocupación más fuerte —el temor de hallar su propia guarida ocupada— lo lanzó hacia su cubil.

IV

Entretanto, al doblar el promontorio de rocas, el viajero terciario había visto un negro hueco entre las peñas. Su actitud advirtió instantáneamente a los que le seguían el peligro de la caverna. Los cachorros, como pequeñas fieras, corrieron a erizarse junto a su madre, mientras el hombre, con inmensa cautela, avanzaba hacia la caverna husmeando profundamente el aire. El suelo estaba rastrillado; pero las huellas no eran frescas. Llegó al fin a la roca, y su oreja peluda no percibió el más leve ronquido, ni a sus narices llegó el tufo amoniacal del felino inminente.

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