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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (46 page)

BOOK: El salón dorado
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En alguna ocasión Juan había intentado que Ismail se sentara con ellos, como lo había hecho Abú Bakr a la misma edad cuando enseñaba latín y griego a sus hermanos mayores 'Abd Allah y Ahmad, pero el carácter de Ismail era travieso y activo. El niño era incapaz de estar quieto un solo momento; parecía indudable que por sus venas corría la sangre guerrera del linaje varego de la casa de Tir. Al menos, Juan veía dos o tres veces a la semana a su hijo y lo podía acariciar, e incluso jugar con él de vez en cuando. En algunas ocasiones salía con Abú Bakr e Ismail al jardín de la casa de Yahya y se entretenían los tres con juegos. Un día, al cruzar el patio, se topó con Shams. La esposa de Yahya mostraba su rostro descubierto; los cabellos dorados caían sobre sus hombros y sus ojos azules resplandecían como nunca.

—Shams, Helena… —musitó Juan sorprendido y atorado.

—No, no digas nada, pueden vernos u oírnos —previno ella.

—¿Es mío, verdad?; es nuestro —inquirió Juan ansioso.

—Claro que sí, mi amor, claro que sí. Adiós.

Shams desapareció tras la puerta que daba acceso al gineceo seguida de la vieja Fátima, que casi estuvo a punto de escuchar la breve conversación de los dos enamorados. Los ojos de Juan se poblaron de lágrimas; volvió raudo hacia el pequeño Ismail, que correteaba por el jardín, y lo cogió entre sus brazos apretándolo con fuerza junto a su corazón.

6

A mediados del año cristiano de 1070 no habían acabado aún los trabajos del palacio nuevo, pero la gran torre rectangular ya estaba lista para ser empleada como observatorio astronómico. El director era un matemático de Calatayud llamado Abú Yafar, discípulo de al-Kirmani, a quien había sucedido en ese puesto cuando el viejo maestro quedó ciego unos pocos años antes de morir. Abú Yafar gozaba de gran prestigio en la corte y el príncipe heredero Abú Amir lo consideraba su maestro en la difícil ciencia de las matemáticas, por las que el joven príncipe mostraba una especial atención.

Sobre la terraza del torreón, donde se instalaron diversos aparatos astronómicos, el príncipe heredero, Juan y Abú Yafar pasaban largas horas estudiando el movimiento de los planetas, la posición de las estrellas y los fenómenos que se producían en el cosmos. Abú Yafar era muy versado en la ciencia de las esferas y del movimiento de los astros y a su lado el príncipe y Juan aprendieron matemáticas como no lo hubieran hecho con ningún otro profesor.

Al-Muqtádir mostraba día a día una creciente pasión por la astrología. El rey creía ciegamente que el destino de los hombres y de las naciones había sido escrito por Dios en el firmamento en el momento de la creación del mundo y que todas las preguntas tenían su respuesta entre los astros y las estrellas. Sólo era preciso saber interpretar con exactitud ese mensaje cósmico. Pero para ello hacían falta buenos instrumentos de precisión, y los mejores se fabricaban en Córdoba, Toledo y Guadalajara. Abú Yafar solicitó permiso para viajar hasta la capital de la taifa toledana a fin de adquirir astrolabios y tablas astronómicas. El monarca no sólo dio su licencia, sino que escribió una carta a su amigo el soberano de Toledo y remitió un mensaje a todas las aldeas, castillos, ciudades y fortalezas que había en el camino para que los recibieran como legados suyos.

Un amanecer de mediados de verano, una pequeña comitiva formada por el director del observatorio, Juan y dos criados, uno de ellos Jalid, partió de Zaragoza camino de Toledo. Los dos astrónomos viajaban sobre dos mulas roanas y los dos criados sobre sendos borricos de pelo gris. En otro asno se transportaban las provisiones y utensilios personales para el viaje. Portaban un salvoconducto real que les permitía atravesar el reino sin trabas y siempre que fuera posible bajo la protección de soldados.

Tomaron la ruta del Huerva y caminaron durante varias horas hasta llegar a Muel, una aldea de casas agrupadas en torno a una enorme presa de piedra que regulaba el cauce del río y desde la que se alimentaban las acequias que irrigaban las huertas de la zona sur de Zaragoza. Al atravesar el pueblo Juan contó no menos de cincuenta alfares atendidos por varios centenares de alfareros y aprendices. En el ambarino cielo del atardecer se perfilaban finas columnas de humo gris procedentes de los hornos. Pernoctaron en una humilde aldea, varias millas más adelante, en casa de un individuo que ejercía como alfaquí, imán y cadí, y a la mañana siguiente continuaron río arriba hacia las azuladas montañas del sur. Ascendieron la empinada ladera esmaltada de carrascas de una sierra desde la que se vislumbraba casi todo el valle del Ebro y la descendieron por su vertiente sur. Volvieron a tomar el valle del Huerva y continuaron por el camino que pasaba bajo una torre custodiada por varios soldados que los observaron con atención pero sin interrumpirles. Después de la sierra y durante unas diez millas se extendía una amplia llanada cubierta de encinas y rebollos por la que galopaba una manada de onagros, hasta que ante ellos se abrió un cortado de más de cien codos de altura. El camino se tornó entonces serpenteante, en constante descenso hacia el valle de otro río, entre lomas rojas y pardas cuajadas de viñas y almendros. Al abrigo de una poderosísima fortaleza encaramada en lo alto de una roca de vertientes cortadas a pico se acurrucaba la pequeña medina de Daroca. En el camino los esperaba el walí de la comarca, que los acompañó a una posada humilde pero confortable. Pese a lo avanzado de la hora, ya se había rezado la cuarta oración del día, pudieron darse un baño completo en el hammam público. Los dos astrónomos y sus dos criados disfrutaron con el agua caliente del baño, situado en el pequeño arrabal, sobre la zona de industrias de paños, molinos y curtidos que se extendía entre la medina y el valle del río Jiloca. Tras el reconfortante baño consumieron una nutritiva cena a base de pan con nueces, sopa de sémola, carne de cordero guisada con garbanzos, laurel e hinojo, almojábanas y unas deliciosas peras almibaradas. El wali se sentó a la mesa con los dos astrónomos y les acompañó durante la cena.

—No creí que supierais de manera tan exacta cuándo íbamos a llegar —dijo Abú Yafar.

—Recibimos la carta de Su Majestad hace cinco días, y conocíamos por ella que hoy estaríais en nuestra ciudad. Poco después de mediodía se recogió en la torre del Andador la señal que indicaba vuestra inmediata llegada. Desde Zaragoza hasta aquí pueden emitirse señales luminosas mediante espejos que tardan apenas unos instantes en transmitirse. Cada diez o doce millas, según el terreno y las montañas, hay torres de señales defendidas por varios soldados que van remitiendo mediante un sencillo código cualquier mensaje que provenga de la capital o avisan en caso de algaradas de tropas enemigas. Unas tres horas antes de que llegarais ya nos habían comunicado vuestro paso desde el torreón ubicado al pie de la sierra, sobre el puente que salva el río en ese vado.

—¡Ah, claro! Vimos a unos soldados sobre la torre que nos vigilaban desde lo alto cuando cruzamos un pequeño puente de piedra sobre el Huerva añadió Juan.

—Desde esa torre enviaron la señal a la del Andador, en lo más alto del recinto murado. El sistema funciona perfectamente. Cuando ocurre alguna cosa reseñable en Zaragoza, nos enteramos aquí, a casi sesenta millas de distancia, poco después de haber sucedido —indicó el walí.

—¿También empleáis palomas mensajeras? —preguntó Abú Yafar.

—Sí, a veces lo hacemos, pero el sistema es menos seguro. En la sierra que habéis atravesado habitan un sinfín de águilas, halcones, milanos y otras rapaces que hacen difícil que una paloma pueda cruzarla. De aquí a la capital sólo hay un puesto intermedio para cambiar de paloma, en la aldea de Alfamén, a unas treinta millas de distancia. Son preferibles las señales con espejos.

—¿Pero qué ocurre cuando es de noche o cuando está nublado y no podéis emplear los espejos para reflejar los rayos del sol? —inquirió Juan.

—Si no hay sol empleamos señales de humo negro y de noche utilizamos faroles y linternas —aclaró el walí.

—Ojalá pudiéramos volar como las aves; en ese caso no harían falta palomas —añadió Juan.

—Algunos han intentado volar y emular al mítico Ícaro. Un poeta y astrólogo cordobés llamado 'Abbás Ibn Fimás elaboró unas alas de seda con las que hizo un ensayo de vuelo hace unos doscientos años, pero no logró despegar del suelo. En tanto alguien lo consiga, deberemos limitarnos a seguir envidiando a las palomas —ironizó Abú Yafar.

Después de la cena se retiraron a las alcobas que se habían dispuesto para ellos en el humilde pero confortable caravasar. Juan cayó rendido sobre la cama. Le dolían terriblemente los muslos y sentía como si el pubis fuera a partírsele por la mitad. Tenía una sensación similar a cuando los pechenegos lo raptaron de su aldea y lo condujeron desde ella hasta el mar Negro sobre aquellos resistentes caballos. Tantas horas sentado a horcajadas de su mula le habían producido magulladuras y roces estriados en la entrepierna. Se aplicó una pomada a base de grasa de ternera y extracto de raíz de sauce que guardaba en sus alforjas e intentó dormir. Mañana les esperaba de nuevo una dura y larga etapa.

Todavía no había amanecido cuando el posadero lo despertó. Juan se vistió deprisa, se lavó en una jofaina con agua limpia que le llevó Jalid y acudió a la taberna de la posada. Allí lo esperaba Abú Yafar, sentado en la misma mesa en la que habían cenado la noche anterior. Desayunaba un plato de asida, la popular papilla de harina de trigo cocida con potaje de verduras frescas, embutido de lomo de ciervo, manzanas asadas con miel y leche fresca con rebanadas de pan tostado.

—Buenos días, Juan. Debemos apresurarnos, la etapa de hoy es larga y comienza con un puerto de montaña. Es preciso alimentarse bien. El walí acaba de salir para comprobar que nuestras caballerías están en perfecto estado. Jalid y mi criado ya han preparado a los jumentos; en cuanto desayunes estaremos listos para partir.

Se despidieron del amable gobernador de Daroca prometiéndole que darían cuenta de su diligencia y reemprendieron la marcha protegidos por cuatro soldados de la guarnición de la ciudad. Apenas una milla más alláde las murallas de la medina atravesaron el río por el puente de piedra y de inmediato comenzaron el ascenso al puerto. Brillaba el sol en lo más alto del cielo cuando se detuvieron para comer al borde del sendero, a la sombra de unos encinares. Un puñado de almendras y avellanas, pan de higo, queso, cecina de cabra y embutido de pollo contribuyeron a restablecer las fuerzas antes de proseguir por el camino de Toledo.

Aquella noche descansaron en la última de las fortalezas del reino de los Banu Hud, un viejo castillo en lo más alto de la amesetada cordillera. El capitán de la fortaleza, a quien el walí de Daroca le había ordenado acoger a los visitantes, les ofreció una cena a base de ciervo en salmuera y compota de manzana, y les indicó el lugar para dormir. La única estancia habitable del castillo era un barracón en el que se mezclaban hombres, caballos, mulas y asnos entre montones de hierba seca y maloliente. Aquella fue la peor de las noches. Un ejército de piojos, chinches y pulgas les martirizó sin cesar. A medianoche Juan se levantó del lecho de hierba y salió al exterior para despulgarse. Tenía, todo el cuerpo cosido a picotazos y sentía tantos picores que no abarcaba a rascarse. Apenas acababa de aliviarse con sus uñas detrás de las rodillas cuando ya tenía que regresar al cuello o a las orejas o al cuero cabelludo o a las ingles o a las pantorrillas o a cualquier otra parte de su acribillado cuerpo. Agradeció que amaneciera, e incluso recibió el húmedo rocío de la mañana como un regalo.

—Malditos demonios —clamaba Jalid—. Han tomado mi cuerpo como si de un festín se tratase. Me han chupado tanta sangre que mis venas deben estar más vacías que la alacena de un tacaño.

—Quitaos toda la ropa y ponerla a hervir en un caldero. Será la única forma de librarnos de la compañía de estos molestos huéspedes aconsejó Abú Yafar.

La ropa hervida y húmeda fue colocada sobre los animales para que el sol de la mañana la secase, y escoltados por los cuatro soldados abandonaron el castillo en dirección suroeste. Dejaban las tierras de al-Muqtádir para entrar en las de al-Mamún, el soberano de la taifa de Toledo. Allí dieron la vuelta los soldados y siguieron solos los legados reales y sus criados.

Cerca de la poderosa fortaleza de Molina una partida de soldados toledanos los detuvo. Enseñaron el salvoconducto de al-Muqtádir y continuaron su marcha sin problemas. Junto a la villa de Arganda se cruzaron con una caravana que se dirigía a Zaragoza; estaba formada por una larga reata de mulas y asnos cargados con láminas de hierro y de cobre para los talleres de orfebrería.

Al quinto día de dejar el reino de al-Muqtádir, en el octavo de la partida de Zaragoza, atisbaron los yamures, las esferas doradas ensartadas en las agujas de los alminares de la ciudad de Toledo. La medina se agrupaba sobre una colina a orillas del río Tajo, que bordeaba la ciudad por tres partes creando un auténtico foso natural. Sólo el lado norte de la colina quedaba libre del río. Allí las murallas eran elevadísimas, mucho más que las de Zaragoza, o al menos a Juan se lo parecieron. Al pie de la colina se extendían varios arrabales, entre ruinas de edificios de los romanos y de los visigodos, la última tribu que gobernó España antes de los árabes y que hizo de Toledo su capital y la sede de su corte.

Penetraron en la ciudad por la puerta de Hierro y ascendieron hasta lo más alto por una empinada calle atiborrada de tiendas y bazares. Esta vía desembocaba en una amplia plaza donde una multitud abigarrada mercadeaba con todo tipo de productos. En un caos organizado se mezclaban puestos de especias con fruterías, botigas de farmacia y hierbas medicinales con librerías, puestos de comidas con vendedores de prendas de cuero, cesteros y confiteros con verduleros y escribas, guarnicioneros y estañadores con sastres y zapateros. Multitudes de gentes iban y venían de un lado para otro y decenas de caballerías circulaban serpenteantes entre la muchedumbre sin que milagrosamente nadie saliera herido, golpeado o empujado en medio de aquella turbamulta de personas, animales y cosas.

La comitiva zaragozana se dirigió directamente al alcázar real de al-Mukárram, edificado en lo más alto de la colina, dominando el discurrir del Tajo. Presentaron su carta credencial y de inmediato un capitán de la guardia los acompañó al interior. Minutos después eran recibidos por un secretario que les dio la bienvenida en nombre de su majestad Yahya ibn Ismail al-Mamún, «soberano de Toledo, defensor de la fe y humilde servidor de Dios».

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