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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (3 page)

BOOK: El río de los muertos
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Beryllinthranox era una enorme hembra de Dragón Verde que había aparecido en Krynn poco después de la Guerra de Caos, nadie sabía cómo ni de dónde. A su llegada, ella y otros dragones de su clase —en particular su pariente Malystryx— habían atacado a los dragones que habitaban Krynn, de colores metálicos y cromáticos por igual, haciéndoles la guerra a los de su propia especie. Su cuerpo, cebado de atiborrarse con los dragones que había matado, volaba en círculos a gran altura, muy por encima de los Rojos, que eran sus subordinados y sus vasallos, observando, vigilando. Le complacía lo que veía, el desarrollo de la batalla.

La Ciudadela estaba indefensa contra ella. De haberse encontrado allí el gran Dragón Plateado, Espejo, quizá se habría atrevido a desafiarla, pero no estaba, había desaparecido misteriosamente. Los caballeros solámnicos que tenían una fortaleza en la isla de Sancrist presentarían una heroica resistencia, pero su número era reducido y no sobrevivirían a un ataque concentrado de Beryl y sus seguidores. No era preciso que la gran Verde volara al alcance de sus flechas; únicamente tenía que descargar su aliento sobre ellos. Una sola de sus vaharadas venenosas acabaría con todos los defensores de la fortaleza. Sin embargo, los Caballeros de Solamnia no iban dejarse matar sin pelear, y daba por descontado que ofrecerían una enérgica batalla a sus subordinados. Los arqueros se alineaban en las almenas mientras sus oficiales se esforzaban para que mantuvieran la entereza aun cuando el miedo al dragón amilanaba a muchos y los dejaba debilitados y temblorosos. Los caballeros cabalgaban por los pueblos y villas de la isla, intentando disipar el pánico de sus habitantes y ayudándolos a huir a las cuevas del interior, que se habían preparado y abastecido en previsión de un ataque como aquél.

En la propia Ciudadela, sus guardianes siempre habían planeado utilizar sus poderes místicos para defenderse contra un ataque de dragones. Esos poderes habían desaparecido misteriosamente a lo largo del último año y, en consecuencia, los místicos se vieron forzados a huir de sus bellos edificios de cristal, dejándolos a la destrucción de los reptiles. Los primeros en ser evacuados fueron los huérfanos. Los niños estaban aterrorizados y llamaron a gritos a Goldmoon, a quien adoraban, pero ella no acudió a su lado. Estudiantes y maestros cogieron en brazos a los pequeños y los tranquilizaron mientras se apresuraban a ponerlos a salvo, asegurándoles que Goldmoon se reuniría con ellos, pero que en ese momento estaba demasiado ocupada y tenían que ser valientes para que se sintiese orgullosa de ellos. Mientras decían esto, los místicos intercambiaban miradas apesadumbradas y consternadas. Goldmoon había abandonado la Ciudadela con el alba, había partido como una persona demente o poseída, y ninguno de los místicos sabía dónde había ido.

Los residentes de la isla de Sancrist dejaron sus hogares y se dirigieron en tropel tierra adentro, los debilitados por el miedo al dragón azuzados y guiados por los que habían conseguido superarlo. Las cuevas se encontraban en las colinas del centro de la isla. La gente había creído ingenuamente que se encontraría a salvo de los estragos de los dragones dentro de esas cuevas, pero una vez iniciado el ataque muchos empezaban a comprender lo absurdo que habían sido esos planes. Las llamaradas de los Dragones Rojos destruirían bosques y edificios, y mientras el fuego asolara la superficie, el aliento nocivo de la enorme Verde envenenaría el aire y el agua. Nada sobreviviría. Sancrist se convertiría en una inmensa tumba.

La gente esperó aterrada el inicio del ataque, que las llamas derritieran las bóvedas de cristal y las murallas de la fortaleza, que el vapor venenoso asfixiara a todos hasta morir. Pero los dragones no atacaron. Los Rojos sobrevolaban en círculo, observando el pánico desatado en tierra con jubilosa satisfacción, pero sin hacer ningún movimiento para atacar. La gente se preguntó qué estarían esperando. Algunos necios sintieron renacer la esperanza, creyendo que aquello sólo era una maniobra de intimidación y que los dragones, tras conseguir aterrorizar a todo el mundo, se marcharían. Los que eran inteligentes sabían a qué atenerse.

* * *

En su cuarto, ubicado a gran altura en el Liceo, el edificio principal de la cúpula de cristal, Palin Majere contempló a través del enorme ventanal —de hecho ocupaba toda una pared— la llegada de los dragones mientras intentaba desesperadamente encajar de nuevo las piezas desbaratadas del ingenio mágico que los habría transportado a Tasslehoff y a él a la seguridad de Solace.

—Míralo de este modo —dijo Tas con la exasperante alegría de su raza—, así, al menos, el dragón no echará la zarpa al ingenio.

—No, nos la echará a nosotros —repuso cortante Palin.

—Tal vez no —argumentó Tas mientras sacaba una pieza del artilugio que había rodado debajo de la cama—. Roto el ingenio de viajar en el tiempo y desaparecida su magia... —Hizo una pausa y se puso derecho—. Supongo que ha desaparecido su magia, ¿verdad, Palin?

El mago no contestó; no estaba prestando atención al kender. No veía salida a la situación. El miedo lo hizo temblar, la desesperación se apoderó de él hasta dejarlo desmadejado. Estaba demasiado agotado para luchar por su vida; además, ¿para qué molestarse? Eran los muertos los que robaban la magia, transfundiéndola por alguna razón desconocida. Tembló al recordar la sensación de aquellos fríos labios pegados en su carne, las voces gritando, suplicando, pidiendo la magia. La habían tomado... y el ingenio de viajar en el tiempo era ahora un batiburrillo de ruedas, engranajes, varillas y relucientes gemas desperdigados sobre la alfombra.

—Como decía —siguió parloteando Tas—, perdida su magia, Beryl no podrá encontrarnos porque no tendrá nada que la guíe hasta nosotros.

Palin levantó la cabeza y miró al kender.

—¿Qué has dicho?

—He dicho un montón de cosas. Que el dragón no va a apoderarse del artilugio y que quizá tampoco nos pille a nosotros porque si la magia ha desaparecido...

—Tal vez tengas razón —musitó Palin.

—¿De verdad? —Tas no salía de su asombro.

—Dame eso —pidió el mago mientras señalaba una de las bolsas del kender. Apropiándose de ella, la volcó y vació el contenido para empezar a meter rápidamente las piezas y fragmentos del artefacto—. Los guardias estarán evacuando a la gente hacia las colinas. Nos confundiremos entre la multitud. ¡No toques eso! —ordenó tajante al tiempo que daba un fuerte manotazo a los pequeños dedos del kender, que se dirigían hacia la cubierta metálica engarzada con gemas—. He de guardar juntas todas las piezas.

—Sólo quería algo que me recordara a Caramon —explicó Tas, chupándose los nudillos—. Sobre todo porque ahora ya no puedo usar el artefacto para viajar al pasado y llegar a tiempo.

Palin gruñó. Le temblaban las manos y resultaba difícil coger algunas de las piezas más pequeñas con sus dedos deformados.

—No sé por qué quieres ese viejo trasto, en cualquier caso —comentó el kender—. Dudo que puedas arreglarlo. Ni que pueda arreglarlo nadie. Parece estar destrozado.

—Dijiste que habías decidido usarlo para regresar al pasado —instó Palin a la par que le lanzaba una mirada torva.

—Eso fue entonces —contestó Tas—. Antes de que las cosas se pusieran realmente interesantes aquí. ¿Qué pasa con Goldmoon, embarcada en la nave sumergible del gnomo? Y ahora el ataque de los dragones. Por no mencionar lo de los muertos —añadió, como una ocurrencia tardía.

—Por lo menos haz algo útil. —A Palin no le gustó que le recordara eso—. Sal al pasillo y entérate de lo que pasa.

Tas obedeció y se encaminó hacia la puerta, aunque no por ello dejó de hablar mirándolo por encima del hombro.

—Te dije que había visto los muertos justo cuando el artefacto se rompió, ¿verdad? Los tenías pegados por todo el cuerpo, como sanguijuelas.

—¿Ves alguno ahora?

—No, ninguno. —Contestó el kender tras mirar en derredor. Y luego añadió servicialmente:— Claro que la magia ha desaparecido, ¿verdad?

—Sí. —Palin cerró la bolsa que contenía las piezas dando un brusco tirón a las cuerdas—. La magia ha desaparecido.

Tas extendía la mano hacia el picaporte cuando alguien llamó a la puerta con fuerza.

—¡Maestro Majere! —llamó una voz—. ¿Estáis ahí?

—¡Estamos los dos! —contestó el kender.

—Beryl y una hueste de Dragones Rojos atacan la Ciudadela —dijo la voz—. ¡Maestro, tenéis que daros prisa!

Palin sabía muy bien que los estaban atacando; esperaba morir en cualquier momento. Su mayor deseo era salir corriendo, pero siguió de rodillas y pasando las destrozadas manos sobre la alfombra, queriendo asegurarse de no haber pasado por alto ni la más diminuta gema ni el más pequeño mecanismo del ingenio para viajar en el tiempo.

No encontró nada y se puso de pie al mismo tiempo que lady Camilla, cabecilla de los Caballeros de Solamnia destacados en Sancrist, entraba en la habitación. Era una guerrera experimentada, con la calma de los veteranos, la mente lúcida y una actitud práctica. Su tarea no era combatir contra dragones; podía confiar en sus soldados de la fortaleza para que se encargaran de ello. Su obligación era evacuar de la Ciudadela a tanta gente como fuera posible. Como casi todos los solámnicos, lady Camilla albergaba un gran recelo por los magos, y miró a Palin con expresión sombría, como si no descartara que estuviera aliado con los reptiles.

—Maestro Majere, alguien dijo que creía que seguíais aquí. ¿Sabéis lo que está ocurriendo ahí fuera?

Palin miró a través de la ventana. Los dragones volaban en círculo sobre ellos, y sus alas proyectaban sombras sobre la superficie del mar calmo, oleoso.

—Difícilmente podría pasarlo por alto —respondió fríamente. Tampoco a él le caía bien la guerrera.

—¿Qué habéis estado haciendo? —demandó, enfadada, lady Camilla—. ¡Necesito vuestra ayuda! Esperaba encontraros trabajando con vuestra magia para luchar contra esos monstruos, pero uno de los guardias dijo que seguíais en vuestra habitación. No podía creerlo, pero aquí estáis, jugando con una... ¡una baratija!

Palin se preguntó qué diría lady Camilla si supiera que la razón de que los dragones estuvieran atacando era intentar apoderarse de la «baratija».

—Ya nos marchábamos —manifestó, alargando la mano para agarrar al excitado kender—. Vamos, Tas.

—Es cierto, lady Camilla —intervino Tasslehoff al advertir el escepticismo de la dama guerrera—. Nos marchábamos, íbamos a Solace, pero el ingenio mágico que pensábamos utilizar para escapar se rompió...

—Cállate, Tas. —Palin lo empujó hacia la puerta.

—¡Escapar! —repitió lady Camilla, cuya voz temblaba de ira—. ¿Pensabais huir y dejarnos a los demás abandonados a nuestra suerte? No puedo creer semejante cobardía. Ni siquiera de un hechicero.

Palin mantuvo fuertemente agarrado a Tasslehoff por el hombro y lo empujó sin contemplaciones pasillo adelante, en dirección a la escalera.

—El kender dice la verdad, lady Camilla —replicó con tono cáustico—. Planeábamos escapar. Algo que cualquier persona
sensata
haría en la actual situación, ya fuese mago o caballero. Pero resulta que no podemos, que nos hemos quedado atascados aquí con todos vosotros. Nos dirigiremos a las colinas con los demás. O hacia nuestra muerte, dependiendo de lo que decidan los dragones. ¡Muévete, Tas! ¡No es momento para charlas!

—Pero vuestra magia... —insistió la guerrera.

Palin se volvió bruscamente hacia la mujer.

—¡No tengo magia! —bramó—. Mi poder para combatir a esos monstruos no es mayor que el de este kender. Menos quizá, ya que su cuerpo está sano, mientras que el mío está destrozado.

La contempló ferozmente y ella hizo otro tanto, con el semblante pálido e impasible. Llegaron a la escalera que descendía en espiral por los distintos niveles del Liceo, una escalera que había estado abarrotada de gente pero que entonces se encontraba vacía. Los residentes del edificio se habían unido a la muchedumbre que huía de los dragones, esperando encontrar refugio en las colinas. Palin veía el río de gente dirigiéndose al interior de la isla; si los dragones atacaban y los Rojos descargaban sus alientos llameantes sobre aquella aterrada multitud, la carnicería sería espantosa. Sin embargo, los reptiles continuaban volando en círculo sobre ellos, observando, esperando.

Él sabía muy bien por qué esperaban. Beryl intentaba percibir la magia del artefacto, para saber cuál de aquellas insignificantes criaturas que huían de ella transportaba el valioso objeto. Por eso no había dado a sus secuaces la orden de matar. Todavía no. Y así se condenara él si le revelaba tal cosa a la dama solámnica. Probablemente le entregaría a la Verde.

—Supongo que tenéis obligaciones en otra parte, lady Camilla —dijo Palin mientras le daba la espalda—. No os preocupéis por nosotros.

—Creedme. ¡No me preocuparé! —replicó la mujer.

Apartándolo de un empujón, bajó corriendo la escalera en medio del tintineo de la armadura y el golpeteo metálico de la espada contra la pierna.

—Deprisa —ordenó Palin al kender—. Nos confundiremos con la multitud.

Se recogió los vuelos de la túnica y descendió por la escalera a todo correr. Tas lo seguía, disfrutando de la conmoción como sólo un kender podría hacerlo. Los dos salieron del edificio; fueron los últimos en abandonarlo. Justo cuando Palin se detenía un momento en el umbral para recobrar el aliento y decidir qué dirección era mejor tomar, uno de los Dragones Rojos realizó una zambullida. La gente se echó al suelo, gritando. Palin retrocedió y se pegó contra la pared de cristal del Liceo, arrastrando consigo a Tas. El reptil pasó volando con lentos aleteos, sin hacer nada aparte de provocar que muchos salieran corriendo despavoridos.

Pensando que el dragón podría haberlo visto, el mago escudriñó el cielo, temiendo que el reptil se dispusiera a hacer otra pasada. Lo que vislumbró lo dejó estupefacto.

Grandes figuras, como aves enormes, llenaban el cielo. Al principio creyó que eran aves, pero entonces vio que la luz del sol arrancaba destellos en metal.

—En nombre del Abismo, ¿qué es eso? —se preguntó.

Tasslehoff alzó el rostro hacia el cielo, estrechando los ojos para que el sol no le molestara. Otro Dragón Rojo descendió en picado sobre la Ciudadela.

—Soldados draconianos —dijo tranquilamente Tasslehoff—. Saltan del lomo de los dragones. Los vi hacer eso en la Guerra de la Lanza. —Soltó un suspiro de envidia—. A veces realmente desearía haber nacido draconiano.

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