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Authors: Antonio Gala

El manuscrito carmesí (5 page)

BOOK: El manuscrito carmesí
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A media mañana nos hemos amado con tan solemne lentitud que parecía que cumpliéramos una ceremonia religiosa, y sin duda lo era. He pasado mi lengua perezosa por los rincones de su cuerpo, y cubierto de saliva su ombligo, en el centro de su vientre, que guarece la promesa de nuestro hijo.

—Así de pausadas dicen que se aparean las tortugas.

—Y las serpientes —ha añadido ella, mientras yo trataba de tocar con la mano derecha el cedro de la tarima, tan oculta por sedas y cojines que he resbalado, entre las carcajadas de Moraima.

—No vuelvas a decir semejante palabra, o te arrastraré al caerme de la cama, y malparirás.

Moraima, montada sobre mí, me ha devuelto todas las caricias. Ha recorrido los misteriosos triángulos de mi cuerpo, excitándome y aniquilándome. Poseído por esa embriaguez, en que se deja de vivir por vivir más, o en que uno deja de ser uno mismo para confundirse con todo lo que goza, con todo lo que vibra, con todo lo que palpita en este mundo, he pensado a ráfagas qué breve y sucedáneo es el deleite de la masturbación comparado con este otro, tan inducido como compartido, donde la crueldad y la generosidad, el egoísmo y la largueza se enredan y confunden.

Debilitada la cabeza por las largas caricias, agitada con los ojos en blanco sobre los almohadones, ignoro por qué me ha venido a las mientes una escena de mi adolescencia. Fue en una de las huertas del Generalife, en la más grande. Tenía entre las manos el libro de un maestro sufí, y veía —como antes y después tantas tardes— ponerse el sol. Era en verano. La humedad, y el ruido de las aguas que vienen y se alejan, y la luz resistiéndose a morir en la cañada que separa la colina de la Alhambra y la del Albayzín, suscitaban una gustosa melancolía.

Debajo de mí, que me hallaba sentado y silencioso, apareció por la ladera un muchacho de los que cuidan la huerta. Sin notar mi presencia, se dejó caer en un ribazo lleno de hierba a punto de agostarse. Estaba frente al sol poniente con la cabeza erguida, abiertas las piernas, las manos entre ellas. Y, sin prisa, con la parsimonia de quien obedece una sagrada rúbrica, se levantó la túnica, aflojó sus zaragüelles, y se masturbó como en un íntimo y total sacrificio al sol que se moría. O así lo entendí yo. El corazón me latía con fuerza, no sé si por el deleite al que estaba asistiendo, o por el temor de que el muchacho, concluido su acto, me descubriese.

Caído sobre la hierba, se contrajo su rostro en un gesto que podría haber sido de un dolor insufrible, hasta que el crispamiento se suavizó, y se apaciguaron sus labios. El muchacho era tan esbelto, tan rústico y delicado a la vez que, excitado yo mismo, sacrifiqué también al sol, y me derramé sobre la tierra. El libro de amor místico había caído desde mis rodillas, y aquel día ya no leí más.

A Moraima le conté, concluido nuestro rito, la visión que me había asaltado mientras la amaba.

Ella me interrogó sobre el pastor.

—No era un pastor, sino un hortelano.

—Es lo mismo...

—No, no es lo mismo. Y además no recuerdo cómo era. Sólo la contracción de su boca y de su frente, como si fuese a gritar, y la mitigación después. Pienso si será eso lo que le sucede a quienes están a punto de morir: los convulsiona la agonía, y la muerte luego suaviza las facciones. Sólo me acuerdo de eso.

—¿Nada más? —preguntó Moraima con malicia.

Yo me eché a reír.

—Recuerdo también algo muy ostensible: su sexo enhiesto y moreno, como los troncos que, según he leído, idolatran algunos africanos.

—¿Enhiesto y moreno? —repitió mientras retiraba el cobertor con el que nos habíamos tapado.

Me besó, riendo, la risa de mi boca, y recomenzamos, era pasado el mediodía, otra morosa tanda de recíprocos tactos.

—Este jazmín —dijo Moraimano cesa de dar flores.

—Y aun entre una y otra floración —le repliqué—, no le falta el perfume.

Y le besé los pechos.

La comprensión y el afecto que descubrí en Moraima los había buscado siempre; pero los había buscado mal: en mi padre, en mi madre, en mis maestros, en todos aquellos que la vida oficial ponía a mi alcance. Sin embargo, el cariño y el mundo real se alejan de los príncipes; si no fuese por unas cuantas personas, no estaría seguro de haber sido niño alguna vez. Por si algún día Moraima desea leer estos papeles para conocerme mejor, debo escribir en ellos cómo —o más bien, entre qué manos— transcurrió mi infancia. Para Moraima, y también por evocar a quienes estoy agradecido, dejo estampados hoy sus nombres aquí. Hoy, el día más feliz, porque ha nacido mi hijo.

Ahmad será su nombre.

Para que tenga la voz fuerte y clara, su madre, que alardea de no ser supersticiosa, le ha restregado la boquita con un antiguo florín de oro; para que tenga gracia —como yo, dice— le ha puesto un grano de sal entre los labios. Sus nodrizas, para que el pelo le crezca recio, han traído, antes de que el sol terminara de salir, agua de la fuente del camino que se desvía al pie de la Sabica, y le han frotado con ella la cabeza, ante la alarma de la madre, temerosa de que con el masaje no se le cierre bien la fontanela. Para que sea fuerte, yo le he puesto sobre los puñitos la espada de Al Hamar, el Fundador de nuestra Dinastía. Y he mandado venir al imán de la Gran Mezquita y al de la Alhambra —que, por cierto, se odian— para que recen sobre la cuna a fin de que las fuerzas del alma se unan a las del cuerpo, si es que no son las dos la misma cosa.

Quisiera que la infancia de mi hijo fuese más alegre y más acompañada que la mía. Imagino que la niñez es un tesoro del que se nos va desposeyendo poco a poco. Por eso le deseo, y procuraré que encuentre, personas como las que, casi a escondidas, yo encontré.

Fueron ellas quienes me acercaron el mundo y, lo mismo que un puente, me permitieron llegar con suavidad a él. Sin ellas, nada o muy poco habría sabido de la vida verdadera; sólo de las fúnebres ambiciones de los gobernantes y de quienes aspiran a serlo. De ellas aprendí el lenguaje de la sinceridad, el variado y significativo espacio que rodea a cada hombre, el que disfrutan juntos en la fiesta de la fraternidad, y la palpitación de los sentimientos elementales, que son los más puros, sin el disfraz de la cortesía que los desfigura hasta desarraigarlos. Dentro de mí, continúo dándoles las gracias, y llevo sus rostros grabados en mi corazón. Son los que siguen.

La nodriza Subh

Sus hijos, incluido el que entonces amamantaba, murieron cuando yo nací. Fue en un ataque que el condestable de Jaén, Miguel Lucas de Iranzo, llevó a sangre y fuego contra Lacalahorra para vengar su fracaso en el castillo de Arenas. Ella se ocultó, con el niño más pequeño en brazos, entre unas zarzas, no lejos de la casa donde quedaron su marido y sus otros dos hijos. Oía el griterío de los acuchillados, las broncas amenazas y las risotadas de la soldadesca, que se aprestaba a adueñarse de cualquier botín. En manos de un peón vio sus enseres, los humildes aperos de su cocina, las ya inservibles ropas de sus hijos. Rebotó sobre el umbral la cabeza del mayor, y la sangre salpicó el alto zócalo. Subh comprendió que todo había acabado allí para ella. Huyó por el camino de Guadix, cayendo y levantándose, mientras la tropa concluía de arrasar la aldea y de degollar a sus habitantes. Cuando llegó a Guadix, el niño estaba muerto: era en julio y, entre el sudor y el llanto, ella se había secado.

Subh era fuerte, grande y hermosa a su manera. Tenía unas manos maltratadas, pero de trazo fino, como si perteneciesen a un cuerpo diferente. Sus pechos, de los que yo mamé durante años, pues la prefería a las otras nodrizas, estaban siempre llenos. (Pienso que de leche muy sabrosa, porque, según me decía, yo me abrochaba a ellos con una insaciable avidez). No odiaba a nadie: ni al condestable Iranzo, ni a mi padre (que era quien había roto la tregua por abril con la batalla del Madroño, cerca de Estepa, contra el alcaide de Osuna, soliviantando la frontera. No odiaba nada, sino la guerra sólo).

—Dios no es bueno —decía—, puesto que yo le temo.

Era devota y cumplidora de la ley, también a su manera. Rezaba con fervor y, cuando se postraba, lo único que pedía era que no hubiese guerras. (Supongo que eso era precisamente lo que Dios no estaba dispuesto a concederle).

Con el tiempo comenzó a salirle un ligero bigote que, cuando me besaba, me pinchaba un poquito y, como lo hacía casi de continuo, me irritaba la piel. Yo la veía muy vieja, pero no lo era: los niños se equivocan al calcular las medidas de los objetos, de las habitaciones, del porvenir que los aguarda, de la edad; quizá del cariño, no.

Subh justificó su vida con la mía. Me hacía, con sus manos enormes, extraños sortilegios para preservarme de todo mal, y musitaba oraciones inaudibles con los ojos en alto. No confiando en la bondad de Dios, debía precavernos a los dos hasta de Él. Era una criatura misericordiosa, que se encontraba sola y acorralada en la mitad del mundo, como si cualquier conflagración, que jamás llegaría a comprender, se dirigiese contra ella y contra mí. Me colgaba una gran variedad de amuletos, de azoras que le proporcionaban los hechiceros del zoco, y de hierbas benéficas.

Cuando mi madre iba a verme —lo que no era a menudo— procuraba quitármelos; pero se descuidaba en ocasiones, y mi madre armaba grandes alborotos quejándose de la incultura del bajo pueblo. (Imagino que tampoco creía que me perjudicaran; en el fondo, descansaba en el afecto, ciego y arrebatado, de la nodriza Subh).

—Mi leche llegará a ser sultana —repetía mientras me comía a besos, pues era una de las escasas servidoras que me anteponía a mi hermano Yusuf—. Tú me recuerdas a todos mis hijitos juntos. Eres un espejito donde los tres se reflejan. De Alí tienes la cara redonda y asustadiza; de Mohamed, los ojos tiernos; de Malik, ay, mi Malik, al que no alcancé a ver andar, de Malik tienes la boca mamoncilla y redonda... Vas a vivir la vida más bonita del mundo. Las mujeres se van a volver locas por tus huesecitos y por otras cositas que no puedo decirte. Los hombres te van a obedecer tanto que sólo les vas a ver la espalda, porque siempre estarán boca abajo ante ti.

En tanto me recitaba la buenaventura, me prendía de aquí y de allí sus ineficaces y no siempre limpios amuletos.

—No los pierdas. Si los pierdes, se volverán antes o después en contra tuya. Tú, de cuando en cuando, en medio de las lecciones o de los juegos, tócalos para asegurarte que los tienes todavía. Y que no te los vean, porque te los quitarán. Tienes muchos enemigos, niño mío, pero tú no hagas caso: saldrás triunfante de ellos. Porque a Dios le conviene; Él te va a utilizar. Yo se lo pido a todas horas: que tú seas el que acabe con la guerra; y sé que me lo va a conceder. A ti te quiere mucho más que a mí: ¿es que no lo notas? ¿No hueles tú a rosas, vida mía? Es el olor de rosas que te sale del cuerpo la prueba de que tú acabarás de una vez con las guerras.

Lo que más me unía a ella es que, al no fiarse de los mayores, ni poder expresar ante ellos sus creencias ni sus intimidades, me hablaba a mí, en quien sí confiaba, como si fuese mayor y la entendiera. Y, quién sabe de qué modo, sí la entendía, porque aún hoy recuerdo en gran parte sus confidencias, que supongo que desgranaba en mi oído como si hablara sola.

Mezclaba unas con otras. Me contaba los chismes del serrallo: las tiranteces de las concubinas de mi padre con los eunucos y con los que, aparentándolo, no lo eran del todo; sus pavorosas peleas de palabra y de obra; cuáles de ellas mantenían entre sí profundas y ruidosas relaciones de amor... No las quería, pero respetaba a las esclavas madres (princesas madres no había, porque mi madre no lo hubiera consentido); quizá era la maternidad lo único del mundo que aún la emocionaba y la ganaba. Y a todas las esclavas madres las atendía dentro de sus límites; menos a Soraya, por la que sentía un especial despego.

—Tiene dos hijos áluego tuvo otro mású muy guapos; pero me escama su perpetua sonrisa. Una esclava digna no tiene ningún motivo para sonreír, a no ser que prepare una jugada sucia.

Aparte de la maternidad, le apasionaba el tema de los cuernos.

‘Los cuernos son la moneda más corriente en la Alhambra. Todo el mundo los pone, todo el mundo los lleva; con ellos se compra casi todo, y de ellos come la mayoría’.

Para dormirme, me cantaba coplas alusivas:

“El cuerno de Al Hawzani creció tanto que ya no lo deja ni embestir; cuando enrojece el cielo por las tardes es que él le ha dado una cornada”.

O esta otra, cuyo sentido yo no alcanzaba bien:

“Le dijeron a Hasán que su mujer era la mujer de todo el pueblo.

‘Calumnias’, contestó, ‘no me lo creeré hasta que vea la espada dentro de la vaina’“.

Y antes de terminar la copla con la que pretendía adormecerme, ya comenzaba a soltar una carcajada que me despabilaba. Sus carcajadas le salían del ombligo, y se le repartían por el cuerpo entero con una resonancia de cántaro vaciándose.

—Un mediodía vino una vecina, niñito mío, allá en Lacalahorra, cuando todavía no había sucedido nada de lo que iba a suceder y yo creía en Dios, y me dijo: ‘A tu marido lo traen uncido a un carro.

Por la calle abajo viene; no cabrá por la puerta’. ‘Ay, gran puta’, le respondí, ‘esta mañana mi marido no quería salir al campo a trabajar porque, cada vez que ve los cuernos del tuyo, se caga en los calzones’.

Recitaba ensalmos, tomaba bebedizos y manejaba aliños para conseguir unos novios, que luego despreciaba sin probarlos. Le divertía la conquista, pero no aprovecharla. ‘Soy como la batalla de la Higueruela’. Ponía los ojos en algún sirviente, dejaba caer aleteando los párpados, se atusaba el pelo bajo la capucha, se sacudía bien la ropa, murmuraba dos o tres jaculatorias, sobaba de pasada sus propios talismanes, y se lanzaba al abordaje.

—Ése me va a seguir hasta la muerte. No resollará más que a mi alrededor. Hasta que no le corte yo los lazos, no querrá ver a nadie más que a mí.

A los dos o tres días, me decía:

—He tenido que cortarle yo los lazos, porque se ha puesto insoportable: ni a sol ni a sombra me dejaba. Los hombres son lo mismo que las moscas. Peor: a ellos no hay mosqueador que los espante.

A veces yo no comprendía alguno de sus comentarios, y le pedía que me lo aclarara con una pregunta y otra y otra.

—Eres tonto, Boabdil. Mentira parece que me hayas mamado tanta leche y que con ella no hayas aprendido nada. Tontito de remate —repetía.

Una tarde —no sé por qué recuerdo ésa y no otras— me bañaba en una pila con agua muy caliente.

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