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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

El legado del valle (25 page)

BOOK: El legado del valle
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Nos interrumpió el sargento. Hacía gestos para que nos acercáramos. Después de aparcar, Berta me sometió de nuevo a una de sus clases magistrales que ya empezaban a cansarme.

Esta vez intentaba centrar mi interés en las ruinas del castillo de Boí, que lindaban con la plaza de la Iglesia. Sin prestar apenas atención a sus palabras, rogaba a los dioses que no nos encontráramos con Carola. Sería una situación comprometedora, pero tenía planeado buscar algún momento durante el fin de semana para encontrarme con ella a solas, puesto que seguía latiendo en mí la necesidad de verla de nuevo.

—Perdona que insista, Berta, pero ¿cómo sabes que hay más de un interesado en la casa?

—Yo qué sé, Arnau, me lo contarías tú. ¿De veras la quieres vender? Porque quizás en mí tendrías otra compradora. No sé con qué dinero, pero lo cierto es que me encantaría una casa así.

Por desgracia, en el momento en que atravesábamos la plaza, frente al bar, Carola atendía una de las mesas de la terraza. Al levantar la mirada me vio, justo en el momento en que a Berta se le ocurrió susurrarme algo al oído.

—Sargento, perdone un momento. Berta, disculpa, tengo que saludar a alguien.

Esperaron con discreción a unos metros de distancia mientras me acercaba al bar. Carola detectó desde lejos que estaba tenso. Berta contemplaba con desconcierto la escena, sin explicarse que pudiera conocer a alguien, cuando sólo había estado allí un par de días en veintiún años.

—¿Desea algo el señor? —ironizó Carola.

—Carola, ¿qué tal estás?

—Besos de hermano, ¿eh? Podías haberlo mejorado dándome la mano —observó, mientras escrutaba a distancia a Berta—. No esperaba volver a verte tan pronto, sin barba y en compañía. Dijiste que no había señora Miró.

—Bueno, en aquel momento no la había. Es una buena amiga de la juventud.

—Ya. Diría que su cara me suena.

—No creo. Estuvo por aquí, pero hace muchos años. Por entonces tú aún no habías abierto el restaurante.

—No sé, pero me da la sensación de haberla visto hace poco. Estás más joven y guapo sin barba. Bueno, supongo que te trae por aquí el famoso robo, ¿no? Tienes a todo el pueblo revuelto —añadió con cierto despecho.

—Más o menos.

Una mesa reclamó a Carola, por lo que me hizo una mueca de circunstancias.

—Me alegro de verte, Arnau; ahora tengo que dejarte —se despidió con altivez.

—Carola, espera. Me gustaría que pudiéramos vernos con tranquilidad.

—Sí, cariño, sí —respondió sarcástica, para luego añadir con mirada sincera—: Arnau, cuídate mucho.

—Carola, una pregunta: ¿comentaste nuestro encuentro con alguien?

—¿Cómo?

—Sí, si desde entonces alguien ha preguntado por mí, o si se han interesado por algo que vieras en mí.

—Te dejé rarillo, pero ahora estás raro del todo. No, Arnau, nadie. ¿Te decepciona?

—En absoluto; me tranquiliza. Por cierto, encontré la espada… el arma de virtud.

—¿En serio? —abandonó de repente su actitud de resentimiento—. Arnau —pidió con cierta tristeza—, no lo digas por ahí. No quiero que te hagan daño.

—Un beso —le dije, mientras me daba la espalda de nuevo con aires de mujer fatal, para fulminar a Berta con la mirada.

Giró el esbelto cuello para repetir:

—¡Me llamo Carola!

—¿Carola? —me preguntó Berta.

—Sí. Es una amiga de la infancia —mentí—, ahora la dueña del bar.

Berta se quedó meditabunda. Los policías procedían a desprecintar y abrir la puerta.

—¿Conoce usted a Carola? —preguntó el sargento Palau.

—Sí. ¡Dios mío! —exclamé al ver el escenario.

Todo se encontraba patas arriba. Cajones extraídos con su contenido por los suelos, muebles removidos, estanterías tumbadas, colchones despanzurrados… Parecía que hubiera pasado un huracán.

Berta y yo nos quedamos estupefactos.

—Es evidente que buscaban algo que se nos escapa. Conocer qué era nos ayudaría mucho; saber si se lo han llevado, mucho más —afirmó el sargento—. Vean esto —añadió ante un tresillo hecho trizas—: sólo puede actuar así alguien que tiene la certeza de que ahí se esconde algo de gran valor. El delincuente que sólo busca dinero o joyas no destroza tresillos.

Berta me miró con tristeza. Sabía lo que pensaba, por eso me apresuré a reafirmarme:

—Ya se lo he dicho en la comisaría, sargento; no tengo conocimiento de que mi tía poseyera nada de valor.

—Síganme, por favor —Palau se abrió paso, no sin dificultad, entre centenares de libros esparcidos por el parquet, y accedimos al piso superior—. Sólo una habitación del segundo piso está hecha trizas igual que la planta baja. Supongo que conoce ese acceso, ¿no? —señaló con el índice hacia el baño, que se encontraba tal como lo dejé: con la escotilla abierta y la escalera desplegada, en clara invitación a subir.

«Seré imbécil», pensé.

—Es curioso —prosiguió el sargento una vez en la buhardilla los tres—, aquí nada está revuelto. Es como si los intrusos hubieran arrasado la planta baja, siguieran con sus destrozos en una de las habitaciones del piso y luego dieran con el acceso a la buhardilla para dirigirse directa y exclusivamente hacia aquí, donde dejaron a la vista estos escondrijos —indicó mientras señalaba el muro y la viga—. Ahora bien, ¿consiguieron lo que buscaban?

Tales indagaciones provocaron que se ganara mi respeto.

El sargento prosiguió:

—¿Por qué de repente dejan de destrozar el mobiliario y van directos a la buhardilla? ¿Qué les hizo cambiar el método?

Introdujo con presteza la mano en el agujero del muro.

—¡Coño! —exclamó al retirarla para sacudir con gestos compulsivos el antebrazo, invadido por insectos diversos que machacó con crueldad bajo la bota.

Tras esta escena salimos de nuevo a la calle.

—Bien —se despidió el sargento—, señor Miró, ya sabe dónde encontrarnos. Necesitamos su colaboración porque, de lo contrario, todo esto quedará archivado sin más. Miren, a diferencia de lo que les comenté con anterioridad, dejen que me sincere —pronunció adornándose con una sobreactuación—: aquí ocurren muy pocas cosas, y es rarísimo que coincidan en tan corto espacio de tiempo y en un único objetivo. Soy muy obstinado. Quiero agotar la investigación a fin de poder relacionar la muerte de su tía y este robo como casos conexos. Me niego, de momento, a aceptar que sean sucesos aislados, a considerar que la muerte de su tía fue algo accidental; y me niego también a entender que los autores de este robo fuesen unos delincuentes cualesquiera: no dejaron ni una huella, nadie los oyó, a pesar de estos destrozos, y es evidente que buscaban algo concreto. Es posible que se hayan hecho con aquello por lo que hace unos meses su tía fue asesinada.

Tras estas palabras, los dos agentes se alejaron y nos dejaron boquiabiertos bajo la arcada secular, donde nace la torcida callejuela de la que ahora era mi casa.

De repente, el sargento Palau se dio la vuelta y retrocedió:

—¿De qué conoce a Carola?

—Ah…, eh… Es una amiga de la infancia —me vi obligado a responder.

—¿De la infancia? —repitió con extrañeza, antes de alejarse mientras asentía con la cabeza.

—¿Qué hacemos? —dijo Berta.

—No quiero seguir aquí —respondí—, siento que me asfixio. Caminemos.

—Arnau, no me refería a qué hacemos ahora de inmediato, sino a la pregunta del millón: ¿quieres seguir con tu táctica detectivesca o se lo contamos todo de una vez a la policía?

—Tú misma dijiste que ese tío no es trigo limpio. Ya hemos hablado de eso, creo —contesté en tono grave.

—Puedes contarlo en cualquier otra comisaría —continuó Berta—. Tengo algunos contactos que podrían ayudarnos, siempre que quieras desprenderte del pergamino, claro.

No respondí. Caminábamos pensativos por lo alto de la colina lindante con la iglesia, donde estuvo el castillo.

No habíamos cambiado tanto; revivíamos antiguas y calladas disputas que en el pasado hicieron que nuestra relación se rompiera en pedazos.

Percibía que mi vida se complicaba a cada minuto, y la tesis de Berta no hizo sino confundirme más aún. Se mezclaban en mis pensamientos los señores del Valle y sus artistas con los
mossos d'esquadra
y una flor de Jericó; caballeros y monjes, con amenazas, pergaminos y cartas póstumas; luchas y batallas con asesinatos y robos; católicos, musulmanes y cátaros, podía reubicar a todos entre mi círculo más próximo, aquí y en Uganda.

Me senté sobre los restos de muralla que, callada, parecía evocar grandiosas epopeyas. Por vez primera sentí cómo entre las juntas de sus piedras rebosaban aún sangre y leyenda: el eco de una lejana historia olvidada en el tiempo que llamaba con insistencia mi atención, para regresar de un silencio secular.

—¿Añoras África? —preguntó Berta mientras acariciaba mi cabello, con la intención de iniciar una nueva conversación que permitiera distender el ambiente.

—Sí —contesté contundente—. Con esa mirada, ¿cómo pudo mi tía confiar en él?

—¿Qué?

—El abogado de mi tía… creo que ha estado por aquí. En la comisaría.

—¿Cómo lo sabes? Pero ¿qué tiene que ver eso ahora? Aun así, ¿qué tendría de extraño? Si tu tía lo tenía como abogado, será porque se mueve por aquí, ¿no? —contestó Berta, algo excitada.

—Quería comprarme la casa; después del robo se echa atrás… Un tipo extraño que, a pesar de la primera impresión bonachona que tuve de él ya en la notaría, me causó malas sensaciones. Tiene esa misma mirada que tantas veces he visto en África: fría, metálica —continué con mi reflexión.

—Pero ¿qué dices? Necesitas descansar; el día ha sido largo —apuntó Berta.

Sonó mi PDA. Tenía dos mensajes, uno que me anunciaba una llamada perdida de Felip Saludes y un SMS de ¡Carola!

«Ella sí podría levantarme el ánimo, y algo más», pensé.

—¿Quién es? —curioseó Berta.

—Ese que te comentaba que también quiere comprarme la casa. No tengo ganas de hablar con él ahora; ya le llamaré más tarde o mañana…

Con discreción leí el mensaje de Carola: «Ya me acuerdo: es una pija de Barcelona: me pidió té rojo».

Sonreí sin dar crédito. Pensé que se trataba de un ataque de celos.

—¿Y ahora de qué te ríes?

—Tonterías —mentí, para ofrecerle un abrazo de disimulo.

En la lejanía, las luces primeras de las farolas de Erill la Vall anunciaban la noche.

Abandonamos la contemplación de las sombras del crepúsculo, que jugaban con las cimas de poniente, para dirigirnos de nuevo al hotel.

Tras la cena se fraguaron mis peores dudas, cuando se acercó el camarero.

—¿Desean tomar algo los señores?

—Una cerveza para mí, ¿y para ti, Berta?

—Un té rojo, por favor.

Una tras otra, las espigas del margen de la carretera acariciaban los músculos tensos de mis piernas, que derrochaban energía en un extenuante ascenso hacia las cimas más altas, donde ni los árboles arraigan.

El silencio que abrazaba el valle era truncado sólo por los cencerros del ganado y los graznidos de los buitres.

Corría con todas mis fuerzas mientras despertaba el Valle. Pretendía desahogar con el ejercicio la presión que me oprimía, para evadirme de la atmósfera enrarecida que surgió entre Berta y yo durante la noche. Eran cerca de las siete de la mañana. Berta seguiría con toda probabilidad en la cama. A pesar de la baja temperatura, el sudor empapaba mi piel y la recorría entera. De manera inconsciente, mis piernas dieron la vuelta y descendí rápido hasta llegar a Boí. Al cruzar la carretera principal, se abría la bajada que desemboca en la plaza de la iglesia.

Me detuve en lo alto y contemplé a distancia cómo Carola atendía a un proveedor que descargaba mercancía en el bar. No tardó en descubrirme y avanzar hacia mí con paso lento.

Mostraba una sonrisa leve e incrédula. No le di tiempo a acercarse más, y a media calle vociferé.

—¿Estás segura de que era ella?

Se aproximó.

—Arnau —irradiaba satisfacción—, me disgusta que eso pueda afectarte. Sí, era ella —afirmó categóricamente ya a mi lado—. Te vas a enfriar, así sudoroso. Vamos dentro.

Insistí durante el pequeño recorrido que nos separaba del bar:

—¿Cuándo fue?

—No sé… Bueno, hará un par de meses, más o menos. Lo recuerdo porque su aspecto provocó primero cuchicheos, y luego sonrisas. Hay que admitir que es muy guapa, y eso creó revuelo entre los clientes del bar. Iba con un tipo mayor que ella, de unos cincuenta y pico. Tranquilo: era un fulano muy feo, incluso desagradable.

Tuve que agacharme para no chocar con la persiana metálica, levantada a medias.

—¿Cómo es posible que recuerdes tantos detalles?

—Soy así: muy fisonomista. Supongo que un trabajo como el mío y un pueblo como éste, me han ayudado a cultivar una buena memoria visual. Pero ¿por qué esto es tan importante para ti? ¿Estás celoso? ¿Quieres tomar algo? —me preguntó mientras absorto en mis cavilaciones me sentaba en un taburete de la barra del bar, todavía cerrado al público.

—Una de esas bebidas isotónicas, gracias… Es importante porque si es como dices, me escondería algo. Y no entiendo por qué.

Estábamos solos. Carola se aproximó con la bebida y su porte de mujer fatal.

—¡Y qué! ¿Cuántas cosas le escondes tú?

—¿Por qué la defiendes? Ha afirmado que hacía años que no visitaba el Valle. No tiene sentido que me oculte algo así.

Me acercó con una mano el vaso a la boca y empezó a acariciar con su contorno mis labios, que jugaban a no desaprovechar ninguna gota de las que pudieran caer. Sonreímos.

—Te voy a dar motivos para que también tú tengas secretos con ella.

—He pensado mucho en ti. Creía que no te volvería a ver.

Flexionó la espalda, hasta ofrecerme sólo la imagen de su espesa y negra cabellera.

—Yo podría acabar enamorada de ti, cabronazo —fue la introducción a una deliciosa experiencia.

Finalizados los fuegos de artificio, retomó el tema:

—Esa chica, ¿es algo serio?

—Creo que poco serio queda en mi vida —respondí con una sonora carcajada—. Fuimos novios en el pasado. Nos conocimos en los ambientes universitarios y hemos estado veintiún años sin vernos.

—Ah, entiendo. Dicen que donde hubo fuego queda rescoldo.

Carola estaba en lo cierto: quizás en aquellos veintiún años había idolatrado a Berta hasta quedar prisionero de una imagen irreal. Había construido en mi interior una personalidad equivocada.

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