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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

El juego de los Vor (10 page)

BOOK: El juego de los Vor
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O tal vez no. Con expresión pensativa, Miles introdujo otro código en la consola.

—Operaciones, oficina del comodoro Jollif —comenzó Iván con formalidad, mientras su rostro se materializaba en la pantalla. Y entonces—: ¡Oh, hola Miles! ¿Qué ocurre?

—Estoy haciendo una pequeña investigación—. Pensé que podrías ayudarme.

—Debí haber supuesto que no me llamarías al cuartel general sólo para ser sociable. ¿Y qué es lo que quieres?

—Eh… ¿Te encuentras solo en la oficina en este momento?

—Sí, el viejo está en una junta. Se ha desatado una crisis… Un carguero barrayarano quedó detenido en el Centro Hegen… en la Estación Vervain… por sospecha de espionaje.

—¿Podemos recuperarlo? ¿Conminarlos para que lo liberen?

—No pasando Pol. Ninguna nave militar barrayarana debe atravesar sus agujeros de gusano.

—Pensé que nuestras relaciones con Pol eran amistosas.

—Lo eran. Pero los vervaneses han estado amenazando con romper las relaciones diplomáticas con Pol, por lo que los polenses están siendo muy cautelosos. Lo gracioso es que el carguero en cuestión ni siquiera es uno de nuestros verdaderos agentes. Al parecer, es una acusación completamente inventada.

Los intrincados caminos de la política. Justo la clase de desafíos que Miles había aprendido a enfrentar en la Academia Imperial. Y para colmo, probablemente la temperatura en esas naves y estaciones espaciales sería cálida. Miles suspiró con envidia.

De pronto, los ojos de Iván se mostraron desconfiados.

—¿Por qué me preguntas si estoy solo?

—Quiero que me consigas un archivo. Un asunto viejo, no actual —lo tranquilizó Miles, y le dictó el código.

—¡Ah! —La mano de Iván comenzó a marcarlo, pero entonces se detuvo—. ¿Estás loco? Es un archivo de Seguridad Imperial. ¡Nadie puede acceder a él!

—Por supuesto que puedes. Estás allí, ¿no? Iván sacudió la cabeza.

—Ya no. Todo el sistema de archivos de Seguridad Imperial ha sido asegurado por completo. Sólo puedes extraer datos de ellos mediante un cable codificado, el cual debes unir físicamente. Para obtenerlo, yo tendría que poner mi firma, explicar por que lo quiero y mostrar una autorización. ¿Tú tienes una autorización? Ah, supuse que no.

Miles frunció el ceño, frustrado.

—Seguramente podrás llamarlo por el sistema interno.

—Oh sí. Lo que no podré hacer es conectar el sistema interno con ningún sistema externo que me muestre los datos. Por lo tanto, no tienes suerte.

—¿Tienes una consola del sistema interno en esa oficina?

—Claro.

—Entonces —dijo Miles con impaciencia—, pide el archivo, da la vuelta a tu escritorio y deja que los dos vídeos hablen entre ellos. Puedes hacer eso, ¿verdad?

Iván se rascó la cabeza.

—¿Funcionaría?

—¡Inténtalo! —Miles tamborileó los dedos, mientras Iván empujaba su escritorio y maniobraba con el foco. La señal era confusa pero legible—. Allí está, como pensé. Pásalo a medida que voy leyendo, ¿quieres?

Fascinante, completamente fascinante. El archivo era una colección de informes secretos de una investigación realizada por Seguridad Imperial. Se trataba de la misteriosa muerte de un prisionero a cargo de Metzov, un rebelde de Komarr que había muerto después de matar a su guardián en un intento de huida. Cuando Seguridad Imperial solicitó el cuerpo del komarrarés para realizarle una autopsia, Metzov apareció con los restos del cuerpo incinerado y una disculpa, diciendo que si tan sólo le hubiesen avisado unas horas antes de que querían el cuerpo, etcétera. El oficial a cargo de la Investigación intentó presentar cargos por tortura, ¿tal vez en venganza por la muerte del guardián…?, pero no logró reunir las evidencias suficientes para que le permitieran interrogar a los testigos barrayaranos, incluyendo a cierto alférez técnico Ahn. El oficial a cargo de la investigación presentó una protesta formal ante la decisión de su oficial superior de cerrar el caso, y allí terminó todo. Aparentemente. Si había algo más sólo existía en la extraordinaria cabeza de Simon Illyan, un archivo secreto al cual Miles no intentaría acceder. Y, sin embargo, la carrera de Metzov se había interrumpido.

—Miles —dijo Iván por cuarta vez—. Creo que no deberíamos estar haciendo esto. Podrían cortarnos el cuello.

—Si se tratase de algo que no deberíamos hacer, seguramente no
podríamos
hacerlo. Sería imprescindible la conexión del cable. Ningún espía de verdad sería tan tonto como para sentarse en el Cuartel General Imperial durante horas, pasando el archivo a mano, esperando que lo descubran y le disparen.

—Es suficiente. —Iván cerró el archivo de Seguridad y la imagen osciló bruscamente mientras él volvía a dar vuelta a su escritorio. Luego se escucharon unos ruidos provenientes de su bota, que frotaba la alfombra para borrar las huellas—. Yo nunca hice esto, ¿me escuchas?

—Ni tú ni yo somos espías —dijo Miles con displicencia—. No obstante… supongo que alguien podría hablarle a Illyan sobre este pequeño resquicio dejado abierto por Seguridad.

—¡Yo no!

—¿Por qué no tú? Preséntala como una brillante sugerencia teórica. Tal vez te ganes una recomendación. No les digas que lo hicimos, por supuesto. O tal vez que sólo lo hicimos para probar tu teoría, ¿eh?

—Quieres arruinar mi carrera —dijo Iván con dureza—. Nunca vuelvas a oscurecer mi pantalla. Excepto la de casa, por supuesto.

Miles sonrió y dejó escapar a su primo. Permaneció sentado un rato en la oficina, observando cómo los coloridos hologramas meteorológicos fluctuaban y cambiaban. Pensaba en el comandante de la base y en la clase de accidentes que podían sufrir los prisioneros desafiantes.

Bueno, todo había ocurrido hacía mucho tiempo. Era muy probable que en cinco años más Metzov se retirase, con cuarenta años de servicio y una pensión, para convertirse en un anciano desagradable más. Al menos en lo que se refería a Miles, no era un problema por resolver sino al que sobrevivir. Su objetivo final en la Base Lazkowski, se recordó, era escapar de la Base Lazkowski. Cuando llegase el momento, dejaría atrás a Metzov.

Durante las semanas siguientes Miles se acomodó a una rutina tolerable. Un acontecimiento distinto fue la llegada de los soldados. Los cinco mil soldados.

La condición de Miles alcanzó un nivel casi humano. A medida que las jornadas se acortaban, la Base Lazkowski sufrió la primera nevada fuerte de la estación. junto con un wah-wah leve que duró medio día, y Miles logró predecir ambos fenómenos con bastante precisión.

Y, lo mejor de todo, fue desplazado de su lugar como idiota más famoso de la isla (notoriedad adquirida con el hundimiento del gato-veloz) por un grupo de soldados que lograron incendiar sus barracas una noche en que encendían llamas con pedos. Al día siguiente, el general Metzov fulminó a Miles con su mirada helada cuando éste sugirió a los bomberos que la mejor estrategia sería realizar un ataque logístico sobre las reservas de combustible del enemigo, esto es, eliminar el guisado de habas del menú. Aunque más tarde, en el pasillo, un capitán de Artillería detuvo a Miles y le agradeció por haberlo intentado.

Esos eran los encantos del Servicio Imperial. Miles tomó el hábito de pasar largas hora a solas en la oficina meteorológica, estudiando la teoría del caos, sus manuales y las paredes. Habían pasado tres meses y faltaban tres más. Estaba oscureciendo.

5

Miles ya había bajado de la cama y estaba a medio vestir antes de que su cerebro adormecido comprendiera que la estridente bocina no era la que anunciaba el wah-wah. Se detuvo con una bota en la mano. Tampoco se trataba de un incendio ni de un ataque enemigo. Entonces la rítmica sirena se detuvo. Tenía razón: el silencio valía oro.

Miles observó el resplandeciente reloj digital. Sólo había dormido un par de horas. Bajo una tempestad de nieve, había viajado hasta la Estación Once para reparar unos daños causados por el viento, y al llegar había caído exhausto en la cama. El intercomunicador junto a su lecho no mostraba su luz roja intermitente para informarle de alguna tarea inesperada que debía realizar. Podía volver a la cama.

El silencio era
desconcertante
.

Miles se puso la otra bota y asomó la cabeza al pasillo. Un par de oficiales más habían hecho lo mismo, y especulaban entre ellos sobre el motivo de la alarma. El teniente Bonn emergió de sus habitaciones y atravesó el pasillo, mientras se ponía la chaqueta. Su rostro se veía tenso, mitad preocupado y mitad fastidiado.

Miles cogió su propio abrigo y galopó tras él.

—¿Necesita ayuda, teniente?

Bonn lo miró desde su altura superior y frunció los labios.

—Es posible —admitió.

Miles lo alcanzó y continuó caminando a su lado, secretamente complacido por la suposición implícita de que podía llegar a ser útil.

—¿Y qué ocurre?

—Una especie de accidente en un depósito de sustancias tóxicas. Si es el que pienso, podemos tener un verdadero problema.

Traspusieron la puerta doble del caldeado vestíbulo y salieron a la noche cristalizada de frío. La nieve crujía bajo las botas de Miles y era barrida por una ligera brisa del este. Las estrellas más brillantes competían con las luces de la base. Los dos hombres se introdujeron en el gato-veloz de Bonn, produciendo vapor con el aliento hasta que el descongelante del vehículo comenzó a funcionar. Bonn aceleró a toda velocidad y se alejó de la base con rumbo hacia el oeste.

A unos pocos kilómetros pasando los campos de práctica, una hilera de montículos cubiertos de pastos asomaban entre la nieve. Había varios vehículos estacionados frente a uno de los búnkers: un par de gatos-veloces, incluyendo el que pertenecía al jefe de bomberos de la base, y un transporte médico. Varias linternas se movían entre ellos. Bonn se detuvo y abrió su puerta. Miles lo siguió, caminando rápidamente sobre el hielo.

El cirujano estaba dando instrucciones a un par de enfermeros, quienes trasladaban un cuerpo cubierto por una tela metálica y ayudaban a un segundo soldado que entraba en el transporte médico temblando y tosiendo.

—Todos vosotros, colocad lo que lleváis puesto en el cesto destructor al atravesar la puerta —les gritó—. Mantas, ropa de cama, tablillas, todo. Debéis pasar por la ducha descontaminante antes de empezar a preocuparos por esa pierna rota. El calmante os ayudará a soportarlo y, si no es así, ignoradlo y ocupaos de vuestra limpieza. Yo iré enseguida. —El cirujano se estremeció y les dio la espalda, emitiendo un silbido de consternación.

Bonn se dirigió a la puerta del búnker.

—¡No la abra! —exclamaron al unísono el cirujano y el jefe de bomberos—. No queda nadie dentro —agregó el primero—. Todos han sido evacuados.

—¿Qué es lo que ocurrió exactamente? —Bonn frotó la ventanilla escarchada de la puerta, tratando de ver el interior.

—Un par de sujetos movían pertrechos. Debían hacer espacio para un nuevo cargamento que llegará mañana —le explicó rápidamente el jefe de bomberos, un teniente llamado Yaski—. Se les volcó la cargadora, y uno quedó atrapado debajo de ella con una pierna rota.

—Hace falta ingeniárselas para ello —dijo Bonn. Era evidente que estaba pensando en el mecanismo de la cargadora.

—Seguramente estaban bromeando —dijo el cirujano con impaciencia—. Pero ésa no es la peor parte. Hicieron caer varios barriles de fetaína, y al menos dos de ellos se abrieron. La sustancia está desparramada por todo el lugar. Hemos sellado el búnker lo mejor que hemos podido. —El cirujano suspiró—. La limpieza es problema de ustedes. Yo me voy —Parecía querer arrancarse la piel, al igual que las ropas. Agitó una mano y se alejó rápidamente en su gato-veloz hacia el sector de descontaminación.

—¡Fetaína! —exclamó Miles, alarmado. Bonn se había apartado rápidamente de la puerta. La fetaína era una sustancia mutagénica Inventada como arma de disuasión, pero, hasta donde Miles sabía, nunca había sido utilizada en combate. —Pensé que esa cosa estaba obsoleta, que ya no se utilizaba. —En su curso de Química y Biología de la Academia apenas si la habían mencionado.

—Está obsoleta —dijo Bonn con expresión sombría—. No la han fabricado en veinte años. Por lo que yo sé, ésta era la última reserva de Barrayar. Maldita sea, estos barriles no tenían por qué abrirse ni siquiera si se les caía una nave encima.

—Pero, por lo que usted dice, los barriles tienen al menos veinte años —señaló el jefe de bomberos—. ¿Corrosión?

—En ese caso —Bonn estiró el cuello—, ¿qué hay del resto?

—Exactamente. —Yaski asintió con la cabeza.

—¿La fetaína no se destruye con el calor? —preguntó Miles con nerviosismo, mirando a su alrededor para asegurarse de que no estaban discutiendo el asunto en contra del viento respecto al búnker—. He oído que se disocia en componentes inofensivos.

—Bueno, no exactamente inofensivos, pero al menos no le desharán todo el ADN de los testículos.

—¿Hay explosivos almacenados allí, teniente Bonn? —preguntó Miles.

—No, sólo está la fetaína. —Si arrojara un par de minas de plasma por la puerta, ¿la fetaína se descompondría químicamente antes de que se derritiera el techo?

—Sería desastroso que se derritiera el techo. O el suelo. Si esa cosa se esparciera por el Permafrost… Pero si colocáramos minas que liberasen el calor lentamente, y arrojáramos con ellas unos cuantos kilos de sustancia de cierre, es posible que el búnker quedara sellado… —Bonn movió los labios en unos cálculos silenciosos—. Sí, eso podría funcionar. En realidad creo que sería la mejor manera de controlar este disparate. Especialmente si el resto de los barriles también comienzan a perder integridad.

—Dependerá de la dirección en que esté soplando el viento —intervino el teniente Yaski, quien se volvió para mirar a la base y luego a Miles.

—Esperamos un ligero viento del este con temperatura en descenso hasta cerca de las siete de la mañana —respondió Miles a su mirada—. Entonces rotará al norte y soplará más fuerte. Alrededor de las dieciocho se iniciarán las condiciones potenciales para el wah-wah.

—Si vamos a intentarlo, será mejor que lo hagamos esta noche entonces —dijo Yaski.

—Muy bien —se decidió Bonn—. Reuniré a mi gente, y usted haga lo mismo con su dotación. Conseguiré los planos del búnker y calcularé la velocidad de liberación del calor. Nos encontraremos con el jefe de Artillería en el edificio administrativo dentro de una hora.

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