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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (110 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Macke se retiró el auricular del oído y se lo entregó a Werner.

—Escuche —dijo sin dejar de caminar.

Werner asintió.

—Es cada vez más fuerte —observó. La expresión de sus ojos era casi desesperada. Devolvió el auricular a Macke.

«Me parece que ya te tengo», pensó Macke, triunfal.

Se oyó un estruendo ensordecedor cuando una bomba aterrizó en el edificio que acababan de dejar atrás. Se volvieron y vieron que las llamas lamían ya el interior del escaparate hecho añicos de una panadería.

—Dios, qué cerca —exclamó Wagner.

Llegaron a una escuela, un edificio bajo de obra vista construido en un solar asfaltado.

—Me parece que es ahí —dijo Macke.

Los tres hombres subieron el pequeño tramo de escalones de piedra de la entrada. La puerta no estaba cerrada con llave. La cruzaron.

Se encontraron al principio de un pasillo ancho. En el otro extremo había una gran puerta que probablemente daba al vestíbulo de la escuela.

—Vamos allá —ordenó Macke.

Sacó el arma, una pistola Luger de 9 mm.

Werner iba desarmado.

Se oyó un estrépito, un golpe sordo y el rugido de una explosión, todo terriblemente cerca. Todas las ventanas del pasillo estallaron y una lluvia de cristales rotos tapizó el suelo embaldosado. Debía de haber caído una bomba en el patio.

—¡Fuera todo el mundo! —gritó Werner—. ¡El edificio se derrumbará de un momento a otro!

Macke se dio cuenta de que no había peligro de que el edificio se viniera abajo. Era una estratagema para alertar al pianista.

Werner echó a correr, pero en lugar de salir por donde habían entrado, avanzó por el pasillo hacia el vestíbulo.

Para avisar a sus compinches, pensó Macke.

Wagner sacó la pistola, pero Macke lo atajó.

—¡No! ¡No dispares! —gritó.

Werner llegó al final del pasillo y abrió de golpe la puerta del vestíbulo.

—¡Corred todos! —gritó. De repente, se calló y se quedó quieto.

Quien había en el vestíbulo era Mann, el ingeniero eléctrico del equipo de Macke, y transmitía mensajes sin sentido con una radio portátil.

Tras él estaban Schneider y Richter, ambos empuñando sus pistolas.

Macke sonrió con aire triunfal. Werner había caído en la trampa.

Wagner fue directo hacia él y lo apuntó con la pistola en la cabeza.

—Estás detenido, escoria bolchevique —le espetó Macke.

Werner actuó con rapidez. Con un movimiento brusco, apartó su cabeza de la pistola de Wagner, se la arrebató y lo atrajo hacia sí mientras entraba en el vestíbulo. Durante unos instantes, Wagner le sirvió de escudo contra las armas que lo apuntaban desde allí. Luego le dio un empujón, y él tropezó y se cayó. Al cabo de un instante había salido del vestíbulo y había cerrado la puerta de golpe.

Durante unos segundos, Macke y Werner se quedaron solos en el pasillo.

Werner se dirigió hacia Macke.

Este lo apuntó con la Luger.

—Quieto, o disparo.

—No, no dispararás. —Werner se acercó más—. Tienes que interrogarme para averiguar quiénes son los demás.

Macke apuntó a las piernas de Werner.

—Pero puedo interrogarte con una bala en la rodilla —dijo, y disparó.

Había fallado.

Werner arremetió contra Macke y le golpeó la mano con que sostenía la pistola, obligándolo a soltar el arma. Cuando se agachó para recuperarla, Werner lo adelantó.

Macke recogió la pistola.

Werner llegó a la puerta de la escuela. Macke apuntó con precisión a las piernas y disparó.

Los primeros tres disparos no alcanzaron a Werner, que pudo salir del edificio.

Macke efectuó otro disparo a través de la puerta, todavía abierta, y Werner soltó un grito y cayó al suelo.

Macke corrió por el pasillo. Oyó tras de sí a sus compañeros, que habían salido del vestíbulo.

Entonces el techo se derrumbó con gran estruendo, se oyó otro ruido, como un golpe sordo, y una ola de fuego los engulló. Macke chilló de terror y, a continuación, de agonía cuando la ropa se le prendió. Cayó al suelo. Se hizo el silencio. Luego, la oscuridad.

V

Los médicos estaban en el vestíbulo del hospital decidiendo a qué pacientes atender primero. A aquellos que simplemente presentaban quemaduras y cortes los enviaban a la sala de espera del ambulatorio, donde las enfermeras menos experimentadas les limpiaban las heridas y les calmaban el dolor con aspirinas. Los más graves recibían tratamiento urgente en el propio vestíbulo antes de enviarlos a la planta superior para que los examinara un especialista. Los muertos eran trasladados al patio y tendidos en el frío suelo a la espera de que alguien preguntara por ellos.

El doctor Ernst examinó a una víctima de quemaduras que sufría fuertes dolores y prescribió que le administraran morfina.

—Luego quitadle la ropa y ponedle pomada en las quemaduras —dijo, y se dispuso a atender a otro paciente.

Carla llenó la jeringuilla mientras Frieda cortaba las ennegrecidas prendas del paciente. Presentaba graves quemaduras en el lado derecho, pero el izquierdo no lo tenía tan mal. Carla encontró una zona del muslo izquierdo donde los tejidos estaban intactos. Se disponía a administrarle la inyección cuando lo miró a la cara, y se quedó helada.

Conocía ese rostro abotagado con un bigote que parecía una mancha de hollín. Dos años atrás había entrado en su casa y se había llevado a su padre, y ahora que volvía a verlo, se estaba muriendo. Era el inspector Thomas Macke, de la Gestapo.

«Tú mataste a mi padre», pensó.

«Ahora yo puedo matarte a ti.»

Sería muy sencillo. Le administraría cuatro dosis de morfina de la cantidad máxima. Nadie se daría cuenta, y menos en una noche así. Perdería el conocimiento de inmediato y moriría al cabo de pocos minutos. Cualquier médico somnoliento daría por sentado que había sufrido un paro cardíaco. Nadie cuestionaría el diagnóstico y ningún escéptico haría preguntas. Pasaría a ser una de las miles de víctimas muertas a causa de un bombardeo aéreo. Descanse en paz.

Sabía que Werner temía que Macke sospechaba de él. Cualquier día podían detenerlo. «Bajo tortura, todo el mundo acaba confesando.» Werner delataría a Frieda, y a Heinrich, y a los demás; incluida Carla. En cuestión de un minuto podía salvarlos a todos.

Sin embargo, vacilaba.

Se preguntaba por qué. Macke era un torturador y un asesino, merecía la muerte mil veces.

Y ella había matado a Joachim, o al menos había contribuido a matarlo. Con todo, aquello había sido durante una pelea, y Joachim intentaba matar a patadas a su madre cuando ella le golpeó con una cazuela en la cabeza. Pero esto era otra cosa.

Macke era un paciente.

Carla no era una fervorosa creyente, pero había cosas que consideraba sagradas. Era enfermera, y los pacientes confiaban en ella. Sabía que Macke la torturaría y la mataría sin compasión; pero ella no era como Macke, ella no era así. No se trataba de quién fuera él sino de quién era ella.

Sentía que, si mataba a un paciente, tendría que abandonar la profe sión porque nunca más se atrevería a cuidar enfermos. Sería como un banquero que roba dinero, o un político que acepta sobornos, o un sacerdote que mete mano a las chiquillas que acuden a que las prepare para la primera comunión. Se estaría traicionando a sí misma.

—¿A qué esperas? —dijo Frieda—. No puedo ponerle la pomada mientras no se calme.

Carla clavó la aguja a Thomas Macke, y este dejó de gritar.

Frieda empezó a aplicar la pomada en las quemaduras.

—Este solo sufre una conmoción cerebral —explicaba el doctor Ernst refiriéndose a otro paciente—. Pero tiene una bala incrustada en el trasero. —Alzó la voz para hablar al paciente—. ¿Cómo le han disparado? Precisamente lo único que la RAF no arroja son balas.

Carla se volvió a mirarlo. El paciente estaba tendido boca abajo. Le habían cortado los pantalones y se le veían las nalgas. Tenía la piel blanca y fina, y un poco de vello rubio en la parte baja de la espalda. Estaba aturdido, pero farfullaba.

—¿Dice que el arma de un policía se disparó accidentalmente? —preguntó Ernst.

—Sí —respondió el paciente con más claridad.

—Vamos a extraerle la bala. Le dolerá, pero no tenemos mucha morfina y hay pacientes que están peor que usted.

—Haga lo que tenga que hacer.

Carla le limpió la herida. Ernst cogió unos fórceps largos y delgados.

—Muerda la almohada —dijo.

Introdujo los fórceps en la herida. La almohada amortiguó el alarido de dolor del paciente.

—Intente no ponerse tenso, es peor —aconsejó Ernst.

A Carla le pareció un comentario de lo más estúpido. Nadie era capaz de relajarse mientras le hurgaban en una herida.

—¡Ay! ¡Mierda! —rugió el paciente.

—Ya la tengo —dijo el doctor Ernst—. ¡Trate de estarse quieto!

El paciente permaneció inmóvil, y Ernst extrajo la bala y la depositó en una bandeja.

Carla le limpió la sangre de la herida y le aplicó un vendaje.

El paciente se dio la vuelta.

—No —dijo Carla—. Debe permanecer de…

Se interrumpió. El paciente era Werner.

—¿Carla? —preguntó él.

—Sí, soy yo —respondió ella con alegría—. Te he puesto un apósito en el trasero.

—Te quiero —dijo él.

Ella le echó los brazos al cuello de la forma menos profesional posible y le dijo:

—Oh, amor mío. Yo también te quiero.

VI

Thomas Macke recobró el conocimiento poco a poco. Al principio se encontraba aturdido, pero pronto empezó a despertarse y se dio cuenta de que estaba en un hospital, bajo los efectos de la medicación. También deducía por qué; sentía mucho dolor, sobre todo en la mitad inferior derecha. Comprendió que la medicación le aliviaba el dolor pero no lo calmaba del todo.

Poco a poco, fue recordando cómo había llegado hasta allí. Había habido un bombardeo. Se había librado de la explosión porque perseguía a un fugitivo; si no, estaría muerto. Como sin duda estaban muertos quienes se habían quedado atrás: Mann, Schneider, Richter y el joven Wagner. Todo su equipo.

Por suerte, había cazado a Werner.

¿No era así? Le había disparado, y Werner cayó al suelo. Entonces explotó la bomba. Macke había sobrevivido, así que era posible que Werner también estuviera vivo.

Ahora él era la única persona con vida que sabía que Werner era un espía. Tenía que contárselo a su jefe, el superintendente Kringelein. Trató de incorporarse, pero se dio cuenta de que no tenía fuerzas para moverse. Decidió avisar a una enfermera, pero cuando abrió la boca no pudo articular palabra. El esfuerzo lo dejó agotado y volvió a quedarse dormido.

La siguiente vez que se despertó, notó que era de noche. Todo estaba en silencio, nadie se movía. Abrió los ojos y vio un rostro a poca distancia del suyo.

Era Werner.

—Vas a salir de aquí ahora mismo —dijo Werner.

Macke intentó pedir ayuda, pero no tenía voz.

—Te trasladarán a otro sitio —prosiguió Werner—. Ya no serás un torturador; de hecho, el torturado serás tú.

Macke abrió la boca para gritar.

Una almohada descendió sobre su rostro y le tapó con fuerza la boca y la nariz. No podía respirar. Trató de forcejear, pero no tenía fuerzas. Quiso tomar aire, pero no lo había. Empezó a invadirlo el pánico. Consiguió mover la cabeza hacia los lados, pero presionaron la almohada con más fuerza. Al fin, consiguió emitir un sonido, pero no fue más que un gemido gutural.

El mundo era un disco luminoso que fue reduciéndose hasta convertirse en un punto minúsculo.

Luego desapareció.

17

1943 (III)

I

Quieres casarte conmigo? —preguntó Volodia Peshkov, que contuvo la respiración.

—No —respondió Zoya Vorotsintsev—. Pero gracias.

Era una mujer que se caracterizaba por su pragmatismo, pero esa respuesta brusca era excesiva incluso para ella.

Estaban en la cama, en el fastuoso hotel Moskvá, y acababan de hacer el amor. Zoya había llegado al orgasmo dos veces. Su práctica favorita era el cunnilingus. Le gustaba echarse sobre un montón de almohadas mientras él se arrodillaba entre sus piernas, para rendir adoración. Volodia se comportaba como un acólito entregado, y ella lo correspondía con entusiasmo.

Hacía más de un año que eran pareja, y todo parecía ir a las mil maravillas. Por ello, la negativa de Zoya lo desconcertó.

—¿Me quieres? —preguntó él.

—Sí. Te adoro. Gracias por quererme tanto como para pedirme que me case contigo.

Aquello estaba un poco mejor.

—¿Y por qué no aceptas?

—No quiero traer niños a un mundo en guerra.

—De acuerdo, lo entiendo.

—Pídemelo otra vez cuando hayamos ganado.

—Quizá por entonces no quiera casarme contigo.

—Si tan veleidoso eres, me alegro de haberte rechazado.

—Lo siento, por un momento he olvidado que no entiendes las bromas.

—Tengo que ir a hacer pis. —Se levantó de la cama y cruzó la habitación desnuda. Volodia a duras penas podía creer que le fuera permitido ver un espectáculo como ese. Zoya tenía el cuerpo de una modelo o una estrella de cine, la piel blanca como la nieve y el pelo de un rubio pálido…, todo su pelo. Se sentó en el váter sin cerrar la puerta del baño y Volodia la escuchó mientras hacía pis. Su falta de pudor era una fuente constante de deleite.

Se suponía que él estaba trabajando.

El personal de Moscú del servicio de espionaje se sumía en la confusión cada vez que los máximos dirigentes de los Aliados acudían a Moscú, y la rutina habitual de Volodia se había visto alterada de nuevo para la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores que había empezado el 18 de octubre.

Los asistentes eran el secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull, y el secretario del Foreign Office británico, Anthony Eden. Habían elaborado un plan disparatado para realizar un pacto entre cuatro potencias que incluía a China. Stalin creía que era una estupidez y no entendía por qué perdían el tiempo con ello. El estadounidense, Hull, tenía setenta y dos años y tosía sangre, su médico lo había acompañado a Moscú, pero no por ello era menos enérgico, e insistía en el pacto.

Durante la conferencia había tanto trabajo, que el NKVD —la policía secreta— se vio obligado a cooperar con sus odiados rivales del Servicio Secreto del Ejército Rojo, la organización a la que pertenecía Volodia. Tuvieron que poner micrófonos ocultos en habitaciones de hotel; había incluso uno en la habitación que ocupaban Volodia y Zoya, pero él lo había desconectado. Los ministros extranjeros y todos sus consejeros debían ser sometidos a una estricta vigilancia, minuto a minuto. Tenían que abrirles el equipaje y registrárselo de forma clandestina. Tenían que grabar, transcribir y traducir al ruso sus conversaciones telefónicas, para posteriormente leerlas y resumirlas. La mayoría de las personas con las que trataran, incluidos camareros de restaurante y camareras de hotel, eran agentes del NKVD, pero al resto de las personas con las que hablaran, ya fuera en el vestíbulo del hotel o en la calle, tendrían que investigarlas, tal vez detenerlas e interrogarlas bajo tortura. Era mucho trabajo.

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