El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (20 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Avancé un trecho a lo largo de la muralla y, tras torcer a la derecha en dirección al sur, descubrí unos antiguos barracones del ejército en ruinas. Tres edificios de dos plantas, sencillos, sin ornamento alguno, alineados el uno junto al otro. A cierta distancia se apiñaban unos edificios de menor tamaño que parecían las viviendas de los oficiales. Las casas estaban rodeadas por muros bajos de piedra y, entre una y otra, habían plantado árboles a intervalos regulares; ahora, unos altos hierbajos lo invadían todo y no se veía un alma. Tal vez fuera allí donde habían vivido antes los militares de mi edificio. Y, por algún motivo, quizá los habían trasladado a la residencia de la Colina del Oeste y, en consecuencia, las casas habían ido convirtiéndose en ruinas. Por lo visto, aquel amplio terreno había sido utilizado en aquella época como campo de entrenamiento y entre la hierba se veían, aquí y allá, restos de antiguas trincheras y una base de piedra para plantar el asta de la bandera.

Avanzando hacia el este, moría la pradera y comenzaba el bosque. Cada vez surgían más arbustos de entre la hierba, y pronto acabaron formando un matorral. Crecían con los delgados troncos entrelazados y, a una altura que iba de mi hombro a mi cabeza, extendían sus ramas en toda su amplitud. A sus pies crecía una hierba rala y, aquí y allá, asomaban flores oscuras del tamaño de la yema de un dedo. A medida que el matorral ganaba en espesura, el terreno se volvía más abrupto y entre los arbustos empezaban a alzarse altos árboles de especies diferentes. El silencio era absoluto y sólo lo rompían los gorjeos de algún pájaro que saltaba de rama en rama.

A medida que el sendero de hierba iba adentrándose en el bosque, más se espesaba éste y más tupido era el manto que las ramas entretejían sobre mi cabeza. Mi campo visual se redujo poco a poco, hasta que perdí de vista la muralla. No me quedó más remedio que tomar una estrecha senda que torcía hacia el sur y regresar. Al entrar en la zona urbanizada, crucé el Puente Viejo y volví a casa.

Se acercaba el otoño, pero yo seguía sin poder trazar algo más que un perfil extraordinariamente vago de la ciudad. A grandes rasgos, la zona urbanizada se extendía hacia el este y hacia el oeste, a lo largo del río. Lindaba, al norte, con el bosque del norte y, al sur, con una colina que, en su ladera este, se convertía en un áspero y duro pedregal que llegaba hasta la muralla. Al este de la ciudad, un bosque mucho más salvaje y lóbrego que el bosque del norte se extendía a ambos lados del río. Apenas lo cruzaban caminos. Sólo uno, un sendero que bordeaba el río y conducía a la Puerta del Este, permitía atisbar a trechos el contorno de la muralla. La Puerta del Este, tal como me había dicho el guardián, estaba tapiada con cemento, o algo similar, y nadie podía franquearla.

El río se precipitaba con brío desde la Sierra del Este y después pasaba por debajo de la muralla, junto a la Puerta del Este; luego, ya dentro del recinto amurallado, volvía a asomar al exterior y discurría hacia el oeste, en línea recta, por el centro de la ciudad formando, a la altura del Puente Viejo, unas hermosas isletas. Tres puentes colgaban sobre el río: el Puente del Este, el Puente Viejo y el Puente del Oeste. El Puente Viejo era el más antiguo, el más grande y, también, el más hermoso. El río, poco después del Puente del Oeste, torcía bruscamente hacia el sur y, trazando una suave curva, alcanzaba la muralla. Antes de llegar a ésta, el cauce acometía el flanco de la Colina del Oeste y después excavaba un angosto valle.

Sin embargo, el río no cruzaba la muralla. Antes de alcanzar el muro, formaba un lago cuyas aguas eran absorbidas hacia el interior de unas cavernas de roca caliza. Según me había explicado el coronel, bajo el páramo de roca caliza que se extendía hasta el horizonte, al otro lado de la muralla, innumerables venas de agua formaban una tupida red subterránea.

Mientras tanto, claro está, yo seguía leyendo a diario viejos sueños. A las seis, empujaba la puerta de la biblioteca, cenaba con la bibliotecaria y, después, leía viejos sueños.

Ya era capaz de leer cinco o seis por noche. Mis dedos reseguían con habilidad el intrincado laberinto de rayos de luz y yo percibía con mayor nitidez su imagen y sus resonancias. Seguía sin comprender qué sentido tenía leerlos y ni siquiera entendía sobre qué fundamentos se asentaban los viejos sueños, pero, por la reacción de la joven, comprendía que mi labor era satisfactoria. Los ojos ya no me dolían al exponerlos a la luz que emitían los cráneos, y ahora me cansaba menos. Conforme yo acababa de leer los sueños, la joven iba alineando los cráneos sobre el mostrador. Pero al día siguiente, cuando yo llegaba a la biblioteca, los cráneos habían desaparecido sin dejar rastro.

—Haces grandes progresos —dijo ella—. El trabajo avanza más rápido de lo que suponía.

—¿Y cuántos cráneos hay?

—Muchísimos. Mil, quizá dos mil. ¿Quieres verlos?

Me hizo pasar al almacén, situado detrás del mostrador. Era una gran estancia, semejante al aula de una escuela, donde se alineaban un sinfín de estanterías, y sobre los anaqueles, sucediéndose hasta el infinito, descansaban los cráneos blancos de las bestias. Era una visión más propia de un cementerio que de una biblioteca. El aire gélido que exhalaban los muertos flotaba, mudo, por el interior de la estancia.

—¡Cielos! —dije yo—. ¿Y cuántos años tardaré en leer todo esto?

—No tienes por qué leerlos todos tú —dijo ella—. Basta con que leas los que puedas. Los que queden, los leerá el siguiente lector. Los viejos sueños seguirán durmiendo hasta entonces.

—¿Y tú ayudarás también al siguiente lector?

—No, yo sólo te ayudo a ti. Así está decidido. Un bibliotecario sólo puede ayudar a un lector de sueños. De modo que, cuando tú dejes de leer, yo también dejaré esta biblioteca.

Asentí. Aunque ignoraba por qué debía ser así, lo que me contaba me pareció lo más natural del mundo. Permanecimos unos instantes apoyados en la pared contemplando los blancos cráneos alineados en los anaqueles.

—¿Has ido alguna vez al lago que hay al sur? —le pregunté.

—Sí. Hace mucho tiempo. Mi madre me llevó cuando era pequeña. La gente normal no acostumbra a ir allí. Pero mi madre era un poco especial. ¿Qué pasa con el lago?

—Pues que me gustaría ir.

Ella negó con la cabeza.

—Es un lugar mucho más peligroso de lo que crees. No debes acercarte al lago. No tienes ninguna necesidad de ir y, además, allí no hay nada que merezca la pena ver. ¿Por qué quieres ir allí?

—Quiero conocer bien esta tierra. De punta a punta. Pero si tú no me acompañas, iré solo.

Me miró fijamente por unos instantes, pero pronto lanzó un pequeño suspiro de resignación.

—De acuerdo. No pareces una persona fácil de convencer y no puedo permitir que vayas solo. Pero recuerda: a mí me da mucho miedo el lago y ésa será la última vez que vaya. Allí hay algo que no es natural.

—No te preocupes —la tranquilicé—. Si vamos los dos juntos y somos prudentes, no nos pasará nada, ya lo verás.

Ella sacudió la cabeza.

—Tú no has ido nunca, por eso no sabes el miedo que da. El agua de allí no es un agua normal. Es un agua que parece que llame a la gente.

—Nos andaremos con cuidado y no nos acercaremos mucho —le prometí, y le cogí la mano—. Sólo lo miraremos desde lejos. Pero quiero verlo con mis propios ojos.

Una tarde oscura de noviembre, después de comer, nos dirigimos hacia el lago, situado al sur. Un poco antes del lago, el río creaba una profunda depresión, como si hubiese excavado la ladera oeste de la Colina del Oeste, y espesos arbustos invadían el camino a lo largo de la ribera, impidiendo el paso; de modo que, para llegar al lago, tuvimos que rodear por el este la Colina del Sur. Como había llovido durante toda la mañana, la gruesa capa de hojarasca que cubría el camino chapoteaba bajo nuestros pies. A mitad del trayecto nos cruzamos con dos bestias. Pasaron junto a nosotros con aire inexpresivo, balanceando lentamente, de derecha a izquierda, sus cuellos dorados.

—La comida se acaba —dijo ella—. Se acerca el invierno y buscan con desesperación los últimos frutos de los árboles. Por eso han venido, porque lo cierto es que las bestias no suelen llegar hasta aquí.

En cuanto nos alejamos de la ladera de la colina, dejamos de encontrar bestias. El camino propiamente dicho moría allí. A medida que avanzábamos, atravesando campos secos donde no se veía un alma y grupos de casas deshabitadas y semiderruidas, nos llegaba cada vez con mayor claridad el rumor del agua del lago.

El rumor no se parecía a ningún sonido que hubiera oído jamás. Era diferente del rugido de las cascadas, del ulular del viento, del retumbar de la tierra. Parecía un áspero suspiro exhalado por una garganta gigantesca. Decrecía y aumentaba de volumen, se interrumpía a intervalos, se alteraba como si se atragantase.

—Parece que esté gritándole a alguien —dije yo.

Ella se limitó a volverse hacia mí sin decir palabra. Iba delante, con las manos enfundadas en guantes, abriéndose paso a través de los arbustos.

—El camino está mucho peor que antes —dijo—. La otra vez que lo recorrí no fue tan duro. Quizá sería mejor volver, ¿no crees?

—Ya que hemos llegado hasta aquí, sigamos mientras podamos.

Tras avanzar unos diez minutos a través de los arbustos guiándonos por el rumor del agua, súbitamente se abrió ante nuestros ojos un amplio panorama. Allí acababa el extenso terreno lleno de matas espinosas y nacía una amplia llanura que bordeaba el río. A mano derecha vimos el angosto valle que había excavado la corriente. Tras atravesar el valle, la corriente se ensanchaba y, deslizándose entre los arbustos, llegaba a la llanura donde estábamos nosotros. Tras doblar el último recodo, cerca ya de la llanura, la corriente empezaba a estancarse, se remansaba, y, cobrando un siniestro tono azul oscuro, avanzaba lentamente para acabar, un poco más allá, hinchándose como una serpiente que acabara de tragarse un pequeño animal, y formar un lago gigantesco. Nos dirigimos hacia el lago, bordeando el río.

—¡No te acerques demasiado! —me previno, agarrándome suavemente del brazo—. No te fíes de la superficie. Ya sé que no hay ni una onda y que las aguas parecen en calma, pero debajo hay un remolino terrible. Una vez que te engulle, jamás vuelves a salir a la superficie.

—¿Es muy profundo el lago?

—No te lo puedes ni imaginar. Y el remolino es como un taladro que va horadando continuamente la roca del fondo, por eso cada vez es más profundo. Dicen que, antiguamente, arrojaban ahí a los herejes y a los malhechores.

—¿Y qué les pasaba?

—Pues que jamás regresaban a la superficie. Has oído hablar de las cavernas, ¿verdad? Debajo del lago se abren muchísimas grutas y, si eres absorbido hacia el interior, estás condenado a vagar eternamente a través de las tinieblas.

El enorme jadeo, que brotaba del lago como si fuera vapor, dominaba las inmediaciones. Parecía que de las profundidades surgieran los gemidos de agonía de infinitos muertos.

Buscó un trozo de madera del tamaño de la palma de una mano y lo arrojó hacia el centro del lago. La madera impactó en el agua, flotó unos cinco segundos y, de repente, con un pequeño temblor, desapareció bajo el agua como si alguien tirara de ella y ya no volvió a emerger.

—Ya te he dicho que hay un remolino muy potente que lo succiona todo hacia el fondo. Has visto lo que le ha ocurrido a la madera, ¿no?

Nos sentamos en la hierba, a unos diez metros del lago, y empezamos a mordisquear el pan que llevábamos en los bolsillos. Desde esa perspectiva, el paisaje de los alrededores desbordaba paz y calma. Las flores otoñales coloreaban el campo, las hojas de los árboles se teñían de un rojo nítido y allí, en el centro, estaba el lago, liso como un espejo, sin una sola onda que turbara su superficie. Al otro lado del lago se alzaba un terreno de roca caliza y, más allá, se erguía, imponente, la muralla de ladrillos negros. Aparte del jadeo del lago, en los alrededores reinaba un silencio total, y ni las hojas de los árboles se movían.

—¿Y para qué quieres el mapa? —preguntó ella—. Aunque lo tengas, jamás podrás salir de la ciudad. —Se sacudió las migas de pan de encima de las rodillas y dirigió la mirada hacia el lago—. ¿Quieres salir de esta ciudad?

Sacudí la cabeza en silencio. Ni siquiera yo sabía si, con este gesto, quería decir que no, o que todavía no lo había decidido. No sabía siquiera eso.

—No lo sé —contesté—. Sólo quiero conocer mejor esta ciudad. Qué forma tiene, cómo está constituida, dónde vive la gente, qué vida lleva: eso quiero saber. Qué es lo que decide por mí, qué es lo que me hace mover. Porque no sé lo que voy a encontrarme en el futuro.

Ella movió despacio la cabeza, de derecha a izquierda, y me miró fijamente a los ojos.

—Pero si no hay futuro —dijo—. ¿Acaso todavía no lo sabes? Esto es el fin del mundo. Nosotros tendremos que quedarnos eternamente aquí.

Me tumbé boca arriba y alcé la vista al cielo. El cielo que yo podía ver era siempre un cielo oscuro y nublado. El suelo, empapado por la lluvia de la mañana, estaba húmedo y frío, pero, a pesar de ello, me envolvía un agradable olor a tierra.

Unos pájaros de invierno alzaron el vuelo desde los arbustos con un batir de alas y, tras pasar por encima de la muralla, desaparecieron en el cielo rumbo al sur. Sólo los pájaros podían sobrevolar la muralla. Las nubes bajas que cubrían el cielo anunciaban que se aproximaba el crudo invierno.

13
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Frankfurt. Puerta. Organización independiente

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