El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (11 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—Con ella no puedes entrar —me dijo el guardián—, O dejas tu sombra, o te despides de entrar en la ciudad. Tú eliges.

Y yo abandoné mi sombra.

El guardián me hizo permanecer de pie en un descampado que se encontraba junto a la puerta. El sol de las tres de la tarde proyectaba con nitidez mi sombra sobre el suelo.

—Quédate quieto —dijo el guardián. Y se sacó un cuchillo del bolsillo, introdujo la afilada hoja entre la sombra y el suelo, empezó a blandir el cuchillo, como si tanteara algo, de izquierda a derecha, y con mano experta arrancó de un tirón la sombra del suelo.

La sombra tembló un poco, como si se debatiera, pero finalmente se dejó despegar del suelo y, exangüe, se acurrucó en un banco. Desgajada de su cuerpo, ofrecía un aspecto mucho más mísero y exhausto del que yo esperaba.

El guardián plegó la hoja de la navaja. Ambos permanecimos unos instantes contemplando aquella sombra huérfana de su propio cuerpo.

—¿Qué te parece? Cuando se despega, tiene un aspecto muy extraño, ¿verdad? —dijo—. Total, no sirve para nada. Sólo pesa, nada más.

—Lo siento, pero tendremos que separarnos por un tiempo —le dije a la sombra mientras me acercaba a ella—. No tenía intención de dejarte, pero no me queda más remedio. Así que, por algún tiempo, ten paciencia y quédate aquí sola esperando, ¿de acuerdo?

—¿Por algún tiempo, dices? ¿Hasta cuándo? —preguntó la sombra.

Le respondí que no lo sabía.

—¿Estás seguro de que no te arrepentirás? —me dijo la sombra en voz baja—. Desconozco las circunstancias, pero eso de que una persona se separe de su sombra me parece muy extraño. ¿A ti no te lo parece? Es un error y, además, juraría que este lugar ya es por si solo una equivocación. Una persona no puede vivir sin su sombra y una sombra no puede vivir sin su persona. Sin embargo, aquí, nosotros viviremos divididos en dos existencias. Aquí hay algo que no es normal. ¿No te parece?

—Tienes razón. Es antinatural —reconocí—, Pero aquí todo es antinatural. Y en un lugar antinatural, no queda otro remedio que hacer las cosas adecuándote a esa falta de naturalidad.

La sombra sacudió la cabeza.

—Eso sólo son palabras. Pero yo veo más allá de esas palabras. El aire de aquí no me sienta bien. Es diferente del de cualquier otro lugar. El aire de aquí no nos conviene ni a ti ni a mí. No deberían haberte obligado a abandonarme. Hasta ahora nos había ido muy bien a los dos juntos, ¿o no? ¿Por qué me abandonas?

De todos modos, ya era demasiado tarde. La sombra había sido ya arrancada de mi cuerpo.

—Dentro de poco, en cuanto me instale, vendré a buscarte —le prometí—. Es probable que nuestra separación sea sólo temporal. No puede durar eternamente.

La sombra lanzó un pequeño suspiro y, exangüe, levantó hacia mí una mirada perdida. El sol de las tres de la tarde caía sobre nosotros. Yo sin sombra, la sombra sin cuerpo.

—Eso no es más que una esperanza —dijo la sombra—. Las cosas no funcionarán. ¿Sabes?, tengo un mal presentimiento. A la primera ocasión que se presente, huyamos los dos. Volvamos juntos al mundo de donde venimos.

—No podemos regresar a nuestro mundo. Yo no sé cómo volver, y tú tampoco, ¿me equivoco?

—Ahora, no. Pero encontraré la manera de escapar, aun a costa de mi vida. Quiero que nos veamos de vez en cuando y hablemos. ¿Vendrás a visitarme?

Asentí, posé una mano sobre su hombro y luego me dirigí hacia donde se encontraba el guardián. Éste, mientras yo hablaba con mi sombra, había estado recogiendo las piedras caídas en la explanada frente a su cabaña y las había ido amontonando en un lugar donde no molestaran. Cuando me acerqué, el guardián se limpió en los faldones de la camisa el polvo blanco que tenía adherido a las manos y posó su manaza en mi espalda. No logré adivinar si era un gesto de familiaridad o, por el contrario, una exhibición de la fuerza de su mano.

—Cuidaré muy bien de tu sombra —dijo el guardián—. Le daré de comer tres veces al día, la sacaré a pasear una vez al día. Puedes estar tranquilo. No tienes por qué preocuparte.

—¿Podré verla de vez en cuando?

—Veamos... —dijo el guardián—. No podrás verla en cualquier momento, cuando se te ocurra. Pero tampoco existe ninguna razón que impida que puedas verla alguna que otra vez. Cuando la ocasión sea propicia y las circunstancias lo permitan, si a mí me parece bien, podrás verla.

—Y cuando quiera que me la devuelvas, ¿qué tendré que hacer?

—Por lo visto, aún no has entendido bien cómo funcionan aquí las cosas —dijo el guardián, todavía con la mano posada en mi espalda—. En esta ciudad nadie puede tener sombra. Por otra parte, una vez que entras en la ciudad ya no puedes salir de ella. Así que tu pregunta no tiene ningún sentido.

Y, de este modo, perdí mi sombra.

Al salir de la biblioteca, me ofrecí a acompañarla a casa.

—No es necesario que me acompañes —dijo ella—. No me da miedo volver sola y tu casa está en la dirección opuesta.

—Me gustaría acompañarte —dije—. Estoy muy nervioso y, aunque vuelva directamente a casa, no creo que pueda dormir.

El uno al lado de la otra, cruzamos el Puente Viejo en dirección al sur. El viento todavía frío de principios de primavera mecía las ramas de los sauces que crecían en las isletas del río, y la luz de la luna, extrañamente directa, arrancaba destellos de las piedras redondas del suelo, a nuestros pies. El aire cargado de humedad erraba, brumoso y pesado, sobre el paisaje. Ella se soltó el pelo, que llevaba atado con una cinta, lo recogió con la mano, se lo echó hacia un lado y lo introdujo dentro del abrigo.

—Tienes un pelo muy bonito —le dije.

—Gracias —repuso ella.

—¿Te lo había dicho alguien antes?

—No, nunca. Tú eres el primero.

—¿Y qué efecto te ha producido?

—Pues no sé —dijo y, con las manos embutidas en los bolsillos del abrigo, me miró a la cara—. Ya he comprendido que has alabado mi pelo. Pero, en realidad, no es más que eso. Mi pelo ha despertado algo en tu interior y es de eso de lo que estás hablando, ¿verdad?

—No. Yo estoy hablando de tu pelo.

Ella esbozó una pequeña sonrisa y pareció buscar algo en el aire.

—Lo siento. Es que no logro acostumbrarme a tu manera de hablar.

—No importa. Ya te acostumbrarás.

Su casa estaba en el barrio obrero. El barrio obrero era una zona venida a menos situada en el sudoeste del área industrial. De hecho, la mayor parte del área industrial era un lugar triste que desprendía una intensa sensación de abandono. Incluso los grandes canales, antes llenos a rebosar de agua y por los que habían transitado gabarras y lanchas, tenían ahora las compuertas de las esclusas cerradas y el agua se había secado, mostrando, aquí y allá, el lecho. Un cieno blanco, endurecido, emergía como el cadáver arrugado de un enorme animal prehistórico. En la orilla había amplias escalinatas para la descarga de las mercancías, ahora en desuso, y altos hierbajos hundían con fuerza las raíces entre las grietas de las piedras. Cascos de botellas y piezas oxidadas de maquinaria asomaban entre el cieno y, a su lado, se pudrían las cubiertas planas de las barcas de madera.

A lo largo del canal se sucedían las fábricas desiertas. Las puertas cerradas, las ventanas sin cristales, la hiedra trepando por las paredes, las barandillas oxidadas de las escaleras de emergencia cayéndose a pedazos, los hierbajos invadiéndolo todo.

Tras atravesar las hileras de fábricas, se llegaba al barrio obrero. Lo constituían unos edificios de cinco plantas. Antaño habían sido elegantes apartamentos para gente adinerada, me dijo ella, pero, al cambiar los tiempos, los habían subdividido y los habían destinado a viviendas de obreros pobres. Sin embargo, esos obreros habían dejado de serlo. Porque la mayor parte de las fábricas donde trabajaban habían cerrado sus puertas. Y ahora que sus cualificaciones técnicas ya no tenían utilidad alguna, se limitaban a construir los pequeños objetos que la ciudad necesitaba. Su padre era uno de ellos.

Al otro lado del pequeño puente de piedra, sin barandilla, que atravesaba el último canal, estaba el barrio donde ella vivía. De un edificio a otro, cruzaban unas galerías que recordaban a las escalas que se tendían hacia las murallas durante las guerras medievales.

Ya casi era medianoche y las luces de la mayoría de las ventanas estaban apagadas. Ella me tiró de la mano y, como si quisiera huir de la mirada de un enorme pájaro que acechara a los hombres desde lo alto, cruzó a paso rápido aquellos corredores parecidos a laberintos. Luego, se detuvo frente a un edificio y me dijo adiós.

—Buenas noches —le dije yo.

Y subí solo la Colina del Oeste, de regreso a casa.

7
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Cráneo. Lauren Bacall. Biblioteca

Regresé a mi apartamento en taxi. Cuando salí a la calle, ya había anochecido por completo y la ciudad estaba llena de gente que volvía de trabajar. Como además lloviznaba, tardé bastante en encontrar un taxi libre.

Ya de ordinario, me cuesta mucho encontrar taxi. Por razones de seguridad siempre dejo pasar de largo dos taxis libres, como mínimo, antes de subir a uno. He oído que los semióticos cuentan con varios taxis falsos y que se sirven de ellos para recoger a los calculadores cuando éstos han acabado un trabajo y llevárselos quién sabe adónde. Quizá sea sólo un rumor. Ni a mí ni a nadie que conozca le ha sucedido nada parecido. Pero es mejor andarse con cien ojos.

Por eso siempre procuro ir en metro, o en autobús, pero en aquellos instantes estaba exhausto, muerto de sueño, llovía y, sólo pensar en coger un tren o un autobús, atestados de gente a la hora punta de la tarde, me daban escalofríos: total, que decidí parar un taxi, tardara lo que tardase. Una vez dentro del taxi, estuve varias veces a punto de dormirme y tuve que luchar denodadamente para no sucumbir a la somnolencia. Cuando llegara a casa y me tendiese en la cama, podría dormir cuanto quisiera. No era el momento. Era un lugar demasiado peligroso.

De modo que concentré toda mi atención en un partido de béisbol que retransmitían por la radio. No entiendo demasiado de béisbol profesional, pero me decanté, sin más, por el equipo atacante y fui en contra del que defendía el campo. Mi equipo perdía por tres a uno. El segunda base, con dos
out,
bateó, pero el corredor se aturdió, tropezó y cayó entre la segunda y la tercera bases, con lo cual los
out
acabaron siendo tres y el equipo 110 pudo anotar ningún punto. El comentarista dijo que aquello era horroroso, y pensé que tenía toda la razón. Es cierto que cualquiera puede atolondrarse y caer, pero, en pleno partido de béisbol, es mejor no hacerlo entre la segunda y la tercera bases. Además, tal vez debido al abatimiento que le produjo este percance, el lanzador envió un tiro directo descafeinado al bateador del equipo contrario, que acabó anotando un
home run
en el ala izquierda del campo, con lo que el marcador subió a cuatro a uno.

Cuando el taxi se detuvo frente a mi casa, el marcador seguía cuatro a uno. Pagué el importe de la carrera y me apeé con la sombrerera y mi cabeza embotada. La lluvia había cesado casi por completo.

En el buzón no había ninguna carta. En el contestador automático tampoco había ningún mensaje. Por lo visto, nadie me necesitaba. Perfecto. Yo tampoco necesitaba a nadie. Saqué hielo del refrigerador y, en un vaso grande, me preparé un generoso whisky con hielo, al que añadí un poco de soda. Luego me desnudé, me metí en la cama y, recostado en la cabecera, fui tomándome el whisky a sorbitos. Tenía la sensación de que iba a desmayarme de un momento a otro, pero no era razón suficiente para renunciar a mi exquisito ritual de final del día. Estos breves instantes que van desde que me acuesto hasta que me duermo no tienen parangón. Me meto en la cama con algo de beber y escucho música, o leo. A mi modo de ver, estos momentos equivalen a una hermosa puesta de sol o a respirar aire puro.

Iba por la mitad de mi whisky cuando sonó el teléfono. El aparato está sobre una mesa redonda, a unos dos metros de los pies de la cama. Esa noche no me apetecía lo más mínimo levantarme y acercarme al teléfono, así que me quedé mirándolo y oyendo cómo sonaba con ojos distraídos. Sonó trece o catorce veces, pero lo ignoré. En una película antigua de dibujos animados el aparato hubiese vibrado a cada timbrazo, pero, por supuesto, en la realidad no ocurrió nada de eso. El aparato sonó y sonó, acurrucado sobre la mesa, inmóvil. Lo estuve mirando mientras me tomaba el whisky.

Al lado del teléfono, yo había dejado la cartera, la navaja y la sombrerera que me habían regalado. De pronto, se me ocurrió que tal vez fuese mejor abrirla enseguida y ver qué contenía. Quizá fuera algo que había que meter en el frigorífico, o tal vez un ser vivo. O quizá algo de gran valor. Pero estaba demasiado cansado. En primer lugar, de tratarse de algo así, tendrían que haberme dicho algo al respecto. Esperé a que el teléfono dejara de sonar, apuré el whisky de un trago, apagué la luz de la mesilla y cerré los ojos. Al cerrarlos, como si hubiera estado aguardando la ocasión, el sueño se precipitó sobre mí desde el cielo como una gigantesca red negra. Mientras me sumergía en sus profundidades, me dije: «Vete a saber lo que iba a ocurrir a continuación».

Cuando me desperté, la estancia estaba a oscuras. El reloj señalaba las seis y cuarto, pero no logré distinguir si era por la mañana o por la noche. Me puse los pantalones, fui a la puerta del apartamento, la abrí y miré hacia la puerta del piso de al lado. Allí estaba la edición matinal del periódico: así averigüé que era por la mañana. En estos casos, es muy práctico estar suscrito a un periódico. Tal vez yo también debía suscribirme a uno.

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