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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

El club Dante (37 page)

BOOK: El club Dante
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Transcurrió un momento antes de que Holmes se diera cuenta de que había visto antes el rostro mutilado, y otro momento hasta que reconoció a la despedazada víctima, a partir del pronunciado hoyuelo que tenazmente permanecía en su barbilla. ¡Oh, no! El intervalo entre ambos momentos de conciencia fue una aniquilación.

Holmes dio un paso atrás, y su zapato resbaló con el vómito que había vertido el descubridor de la escena, un vagabundo en busca de refugio. Holmes hizo un quiebro para ocupar una silla próxima, como colocada adrede para observar todo aquello. Jadeó inconteniblemente y no se dio cuenta de que junto a sus pies había un chaleco de un color llamativo y brillante, cuidadosamente doblado sobre unos pantalones blancos hechos a medida y, en el suelo, fragmentos dispersos de papel.

Oyó pronunciar su nombre. El agente Rey se hallaba cerca. Incluso el aire de la estancia parecía temblar, como si fuera a poner toda aquella escenificación patas arriba.

Holmes se derrumbó desvanecido y su cabeza chocó contra Rey.

Un detective de paisano, de anchos hombros y con una poblada barba, avanzó hacia Rey y empezó a gritarle que no tenía por qué estar allí. Luego intervino el jefe Kurtz y empujó fuera al detective.

El resuello y las náuseas del doctor lo dejaron en un lugar más próximo de lo que hubiera querido a la retorcida carnicería, pero antes de que pudiera pensar en abandonar el lugar, sintió que algo húmedo le rozaba el brazo. Notó como una mano, pero en realidad era un muñón sangriento y sujeto con un torniquete. Sin embargo, Holmes no se había movido ni una pulgada; de eso estaba seguro. Estaba demasiado impresionado para moverse. Se sentía como si estuviera sumergido en esa clase de pesadilla en la que uno sólo puede rogarse a sí mismo que aquello sea un sueño.

—¡Que el cielo nos proteja! ¡Está vivo! —exclamó el detective, echando a correr fuera, con la voz estrangulada por su propia mano, con la que se apretaba el estómago para contener el vómito. También el jefe Kurtz desapareció, gritando.

Cuando Holmes se volvió en redondo, miró a los ojos incomprensiblemente saltones del cuerpo mutilado y desnudo de Phineas Jennison, y observó los ruines miembros sacudiéndose y dando tirones en el aire. Realmente fue sólo un momento, sólo una fracción de la décima parte de una centésima de segundo, antes de que el cuerpo dejara súbitamente de moverse para no volver a hacerlo, aunque Holmes nunca dudó de aquello de lo que fue testigo. El doctor permaneció quieto como un cadáver, con su boquita seca y contraída, los ojos parpadeando sin control y humedecidos involuntariamente, y retorciéndose los dedos con desesperación. El doctor Oliver Wendell Holmes sabía que el movimiento de Phineas Jennison no había sido el voluntario propio de un ser humano, la acción deseada por un hombre que siente. Se trataba de las convulsiones tardías y automáticas de una muerte indescriptible. Pero el ser consciente de ello no le hizo sentirse mejor.

El contacto con el muerto le había helado la sangre. Holmes apenas se dio cuenta de que se dejó llevar de regreso por las aguas del puerto o en el carruaje policial, llamado
Black Maria
, en el que conducían el cuerpo de Jennison a la facultad de Medicina. Allí se le explicó que el forense Barnicoat había contraído una terrible neumonía durante una manifestación en demanda de aumento de salario, y que el profesor Haywood de momento no podía ser localizado. Holmes asentía como si estuviera escuchando. El estudiante que ayudaba a Haywood se ofreció voluntario para asistir al doctor Holmes en la autopsia. Holmes apenas se percató de esos apresurados cambios y casi no pudo sentir sus manos cortando en el cuerpo, despedazado hasta lo imposible, en una oscura sala en el piso alto de la facultad de Medicina.

«Observad en mí el
contrapasso
».

La cabeza de Holmes se alzó como si un niño acabara de gritar pidiendo ayuda. Reynolds, el ayudante, miró atrás, e hicieron otro tanto Rey y Kurtz y otros dos agentes que habían entrado en la sala sin que Holmes se diera cuenta. Holmes miró de nuevo a Phineas Jennison, con su boca abierta a causa del corte en la mandíbula.

—Doctor Holmes —preguntó el ayudante—, ¿se siente usted bien?

La voz que acababa de oír, el susurro, la orden, no era más que un estallido de la imaginación. Pero las manos de Holmes temblaban demasiado, incluso, para trinchar un pavo y, después de excusarse, tuvo que dejar el resto de la operación al ayudante de Haywood. Holmes vagó por un callejón frente a la calle Grove, recuperando la respiración a pequeños impulsos y luego a chorros. Oyó que alguien se le aproximaba. Rey dio alcance al doctor más adelante, en el callejón.

—Por favor, en este momento no puedo hablar —dijo Holmes, con los ojos fijos en el suelo.

—¿Quién mató a Phineas Jennison?

—¡Cómo podría saberlo! —exclamó Holmes.

Había perdido su ecuanimidad, trastornado por las visiones de despedazamientos que bullían en su cabeza.

—Tradúzcame esto, doctor Holmes.

Rey abrió la mano de Holmes y puso en ella el papel.

—Por favor, agente Rey. Ya hemos…

Holmes agitó los brazos violentamente, mientras manoseaba el papel.

—«Porque separé a personas tan unidas —recitó Rey, recordando lo que oyó la noche anterior—, separado llevo mi cerebro… Así se observa en mí el
contrapasso
». Esto es lo que acabamos de ver, ¿no es así? ¿Cómo traduce usted
contrapasso
, doctor Holmes? ¿Contrasufrimiento?

—No hay traducción exacta… ¿Cómo usted…? —Holmes se quitó la corbata de seda, para facilitar la respiración—. No sé nada.

Rey continuó:

—Usted leyó este crimen en un poema. Lo vio antes de que sucediera y no hizo nada por evitarlo.

—¡No! Todos hicimos lo que pudimos. Lo intentamos. Por favor, agente Rey, no puedo…

—¿Conocía a este hombre? —Rey sacó del bolsillo el periódico con el retrato de Grifone Lonza y se lo alargó al doctor—. Saltó por la ventana en la comisaría.

—¡Por favor! —Holmes se estaba sofocando—. ¡Basta! ¡Váyase ahora!

—¡Eh, eh! —Tres estudiantes de la facultad de Medicina, el tipo rústico al que Holmes se refería como sus jóvenes bárbaros, pasaban por el callejón saboreando cigarros baratos—. ¡Tú, burro, deja en paz al profesor Holmes!

Holmes trató de llamarlos al orden, pero no pudo superar la obstrucción que sentía en su garganta.

El más rápido de los bárbaros golpeó a Rey con el puño dirigido al estómago del agente. Rey agarró el brazo del otro muchacho y lo apartó con tanta suavidad como le fue posible. Los otros dos se arrojaron sobre Rey en el mismo momento en que Holmes recuperaba la voz.

—¡No! ¡No, chicos! ¡Quietos! ¡Váyanse de aquí ahora mismo! ¡Es un amigo! ¡Largo!

Se escabulleron obedientemente.

Holmes ayudó a Rey a levantarse. Necesitaba desagraviarlo. Tomó el periódico y lo sostuvo por la página del retrato.

—Grifone Lonza —informó.

El brillo en los ojos de Rey demostró que estaba impresionado y aliviado.

—Tradúzcame ahora la nota, doctor Holmes, hágame el favor. Lonza pronunció estas palabras antes de morir. Dígame qué eran.

—Italiano. El dialecto toscano. Mire, usted se equivocó con algunas palabras; pero, para alguien desconocedor de la lengua, es una trascripción bastante notable. «
Deenan see am… Dinanzi a me… Dinanzi a me non fuor cose create se non etterne, e io etterno duro
»: «Antes que yo no hubo cosas creadas, sino eternas, y yo duro eternamente». «
Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate
»: «Abandonad toda esperanza los que entráis».

—Abandonad toda esperanza. Me estaba advirtiendo —dijo Rey.

—No… No lo creo. Probablemente creía que lo estaba leyendo sobre las puertas del infierno, por lo que sabemos de su estado mental.

—¡Debieron informar a la policía de que sabían algo! —exclamó Rey.

—¡De haberlo hecho, la confusión sería mayor! —exclamó a su vez Holmes—. Usted no comprende… No puede, agente. ¡Nosotros somos los únicos que podemos llegar a encontrarlo! Creíamos tener… Creíamos que había huido. ¡La policía no tiene ni idea! ¡Esto nunca se detendrá sin nuestra intervención!

Holmes se sentía abrumado mientras hablaba. Se pasó la mano por la frente y por el cuello, bañados en cálido sudor que le manaba de todos sus poros. Holmes preguntó a Rey si quería acompañarlo adentro. Tenía una historia que contarle que acaso Rey no creería.

Oliver Wendell Holmes y Nicholas Rey tomaron asiento en la vacía sala de conferencias.

—Era el año 1300. En medio del camino de su vida, un poeta llamado Dante despertó en una selva oscura, y se dio cuenta de que su vida había tomado un sendero equivocado. A James Russell Lowell le gusta decir, agente, que todos nosotros penetramos en la selva oscura dos veces: en algún momento de la mitad de nuestras vidas y, de nuevo, cuando miramos atrás…

La pesada puerta de cuarterones de la Sala de Autores se abrió una pulgada y los tres hombres del interior saltaron en sus asientos. Una bota negra se adelantó, como sondeando. Holmes ya no era capaz de pensar qué podía encontrar detrás de las puertas cerradas que hiciera saltar en pedazos su seguridad. Consumido y con la tez cenicienta, compartió el sofá con Longfellow, frente a Lowell y Fields, esperando que un simple asentimiento bastara para responder a cada uno de sus saludos.

—Me he detenido en casa antes de venir. Melia casi no me permite volver a salir al ver mi aspecto. —Holmes se echó a reír nerviosamente, mientras una gota de humedad le brillaba en el rabillo del ojo—. ¿Saben ustedes, señores, que los músculos con los que reímos y lloramos están el uno junto al otro? A mis jóvenes bárbaros siempre les interesa eso.

Aguardaron a que Holmes empezara. Lowell le alargó la arrugada octavilla en la que se anunciaba la desaparición de Phineas Jennison y se ofrecía una recompensa de muchos miles para quien diera razón.

—Entonces ustedes ya están enterados —dijo Holmes—. Jennison ha muerto.

Dio inicio a una narración errática, discontinua, comenzando con la llegada por sorpresa del carruaje policial a Charles, 21. Lowell, sirviéndose su tercera copa de oporto, dijo:

—El fuerte Warren.

—Una elección ingeniosa por parte de nuestro Lucifer —dijo Longfellow—. Me temo que el canto de los cismáticos podría no estar muy fresco en nuestras mentes. Apenas parece posible que sólo ayer lo tradujéramos entre nuestros cantos. Malebolge es una amplia superficie de piedra, y Dante la describe como una
fortaleza
.

—Cada vez más —dijo Lowell—, vemos que nos enfrentamos a una mente erudita y de excepcional brillantez, sorprendentemente preparada para transmitir los detalles de Dante sobre ambientes. Nuestro Lucifer aprecia la exactitud de la poesía de Dante. En el infierno de Milton, todo es salvaje, pero el de Dante está dividido en círculos, trazado con compases precisos. Tan real como nuestro propio mundo.


Ahora
lo es —subrayó Holmes con voz temblorosa.

Fields no quiso oír un debate literario en aquel momento.

—Wendell, ¿dice usted que la policía estaba desplegada alrededor de la ciudad cuando se perpetró el asesinato? ¿Cómo pudo pasar inadvertido Lucifer?

—Se necesitarían las manos gigantescas de Briareo y los cien ojos de Argos para tocarlo o verlo —comentó tranquilamente Longfellow.

Holmes les dio más detalles:

—Jennison fue hallado por un borracho que en ocasiones duerme en el fuerte desde que fue abandonado. El vagabundo estuvo allí el lunes y todo permanecía normal. Regresó el miércoles y allí se encontró con el horrible espectáculo. Estaba demasiado asustado y no informó hasta el día siguiente; quiero decir hasta hoy. Jennison fue visto por última vez el martes por la tarde, y no durmió en su cama esa noche. La policía entrevistó a todo el que pudo hallar. Una prostituta que estaba en el puerto dice haber visto a alguien salir de la niebla en dirección a los muelles la noche del martes. Trató de seguirlo, supongo que obligada por su profesión, pero sólo llegó hasta la iglesia, y no vio qué dirección tomó.

—Así que Jennison fue asesinado el martes por la noche. Pero el cadáver no lo descubrió la policía hasta el jueves —recapituló Fields—. Pero, Holmes, usted dijo que Jennison aún estaba… ¿Es posible que durante tanto tiempo…?

—Durante… Él… ¿Fue asesinado el martes y seguía vivo cuando yo llegué esta mañana? El cuerpo se sacudía con tales convulsiones que, aunque me bebiera hasta la última gota del Leteo, nunca seré capaz de olvidar aquella visión —reflexionó Holmes en tono desesperado—. El pobre Jennison había sido mutilado sin esperanza alguna de supervivencia, esto con toda seguridad, pero estaba cortado y atado de modo que perdiera sangre lentamente y, con ella, la vida. Era un trabajo como inspeccionar los restos de los fuegos artificiales del Cuatro de julio, pero pude ver que no había sido afectado ningún órgano vital. En medio de semejante carnicería se advertía un cuidado artesano, realizado por alguien muy familiarizado con las heridas internas, quizá un médico —aventuró torpemente—, sirviéndose de un cuchillo afilado y ancho. Con Jennison, nuestro Lucifer perfecciona su condenación a través del sufrimiento, su más perfecto
contrapasso
. Los movimientos de los que fui testigo no eran vida, querido Fields, sino sencillamente que los nervios morían con un espasmo final. Era un momento tan grotesco que ningún Dante pudo haberlo imaginado. La muerte hubiera sido un regalo.

—Pero sobrevivir dos días después de la agresión… —insistió Fields—. Lo que quiero decir es… Desde el punto de vista médico, afortunadamente, ¡eso no es posible!

—«Supervivencia» significa aquí simplemente una muerte incompleta, no una vida parcial; estar atrapado en el abismo entre lo vivo y lo muerto. Si yo tuviera mil lenguas, no trataría de empezar a describir la agonía.

—¿Por qué castigar a Phineas como cismático? —Lowell se esforzó por expresarse en un tono distante, científico—. ¿A quién sitúa Dante en ese círculo infernal? A Mahoma, a Bertrand de Born, el perverso consejero que enfrentó a rey y príncipe, padre e hijo, como en otro tiempo les ocurrió a Absalón y a David; a aquellos que promovieron la disensión interna en religiones y familias. Pero ¿por qué Phineas Jennison?

—Después de todos nuestros esfuerzos, no hemos respondido a esa pregunta en relación con Elisha Talbot, mi querido Lowell —dijo Longfellow—. Su simonía de mil dólares, ¿para qué fue? Dos
contrapassi
con dos pecados invisibles. Dante tiene la ventaja de que pregunta a los propios pecadores qué los ha llevado al infierno.

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