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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (9 page)

BOOK: El círculo
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Encima de la tierra y la hojarasca había un montón de pequeños cilindros claros.

Eran cigarrillos…

Se inclinó e identificó una media docena de colillas.

Alguien había estado fumando allí un buen rato. Servaz levantó la cabeza. Desde donde se encontraba, veía claramente el lado de la casa que daba al jardín, las vidrieras e incluso el interior del comedor iluminado por los proyectores de la policía científica. En una ventana del piso de arriba se entreveía el mobiliario de una habitación detrás de las cortinas. Aquel era un punto de observación ideal…

Sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca. La persona que había permanecido allí conocía bien el lugar. Trató de pensar que debía de tratarse de un jardinero, o incluso de la propia Claire Diemar, pero no tenía sentido. No veía que hubiera ningún motivo razonable para quedarse allí, entre esas matas, fumando un cigarrillo tras otro, si no era para espiar lo que hacía la joven.

Servaz siguió reflexionando. Hugo había llegado por delante y había dejado el coche en la calle. ¿Por qué habría espiado a Claire desde el bosque? Había reconocido que había estado allí otras veces. ¿Habría sentido además la necesidad de entregarse al voyeurismo en otras ocasiones?

De repente tuvo la desagradable sensación de asistir a una sesión de prestidigitación, de esas en las que el ilusionista retiene la atención por un lado mientras lo esencial se produce en el otro. Una mano en la luz para los espectadores, al tiempo que la otra actúa en la sombra. Alguien quería obligarlos a mirar por el lado que no era… Había dispuesto el escenario, elegido el decorado, los actores… y tal vez incluso los espectadores… Le pareció atisbar una sombra oculta que se desplazaba sin que nadie lo sospechara, detrás de ese drama, y la inquietud lo invadió de nuevo.

Regresó a la casa sin prestar ya atención a la lluvia. Al entrar se limpió en el felpudo las suelas mojadas. En la zona del sofá, los técnicos habían terminado con el equipo de música.

—¿Quiere echar un vistazo? —le preguntó uno de ellos, tendiéndole unos guantes de látex, fundas para los zapatos y uno de esos ridículos gorros que infligían a todos los polis de la criminal la apariencia de clientes de una peluquería femenina.

Servaz se los puso antes de levantar la cinta.

—Hay algo extraño —comentó el técnico.

Servaz lo miró.

—Han encontrado el teléfono móvil del chico en su bolsillo, pero no hay ni rastro del de la víctima. Y eso que lo hemos registrado todo.

Servaz sacó el bloc y tomó nota. Mientras subrayaba dos veces la palabra «teléfono», recordó que habían descubierto dieciocho llamadas dirigidas a la víctima desde el móvil de Hugo. ¿Por qué habría hecho desaparecer el de Claire Diemar y no el suyo?

—¿Y allí, no han encontrado nada? —preguntó, señalando con la barbilla el equipo de música.

—Nada en especial. Huellas en el aparato y en los CD, pero son las de la víctima.

—¿No había ningún CD en el lector?

El técnico lo miró, extrañado, preguntándose seguramente qué importancia podía tener aquello. Luego cogió una de las bolsas transparentes que esperaban encima de un mueble para ser trasladadas al laboratorio y se la entregó sin hacer ningún comentario.

Servaz miró la caja del interior.

La conocía.

Gustav Mahler…

Las
Kindertotenlieder
(Canciones para los niños muertos), en la versión de 1963 dirigida por Karl Böhm, con Dietrich Fischer-Dieskau. Servaz tenía exactamente la misma en su casa.

9
BLANCO

Hugo había hablado de la música, pero no había precisado cuál. A él aquella música lo remitía a la investigación de 2008-2009, la nieve, el viento, el color blanco. Sí, el color blanco en particular, tanto afuera como adentro. El color de la muerte y del duelo en Oriente, el color también de los ritos de pasaje. Él vivió uno ese día de diciembre de 2008, en que subieron a aquel valle recubierto de nieve, entre abetos, bajo la indiferente mirada de un cielo gris como una lámina de acero.

Después descubrió aquel lugar aislado de todo, el Instituto Wargnier. Tenía aquellos recios muros de piedra típicos de esa arquitectura de montaña de principios del siglo XX propios tanto de los hoteles de la época como de las centrales hidroeléctricas, una época en la que se construía para que las cosas durasen y en la que se creía en el futuro. Adentro estaban los pasillos desiertos, las puertas blindadas y las medidas de seguridad biométricas, las cámaras y los guardianes. Tampoco eran tantos, de hecho, si se tomaba en cuenta la peligrosidad y el número de internos. Y rodeándolo todo, la montaña, enorme, hostil, perturbadora como una segunda prisión.

Por fin conoció al hombre al que iba a ver.

Julian Alois Hirtmann, nacido cuarenta y cinco años atrás en Hermanee, Suiza romanda. Servaz y él solo tenían un punto en común: la música de Mahler. Ambos eran expertos en la obra del compositor austríaco. El parecido se limitaba a eso: uno era un policía de homicidios y el otro un asesino en serie que se había escapado dos inviernos atrás. Hirtmann era un antiguo fiscal del Tribunal de Ginebra que organizaba orgías en su casa a orillas del lago Lemán, al que habían detenido por el doble asesinato de su mujer y del amante de esta en la noche del 21 de junio de 2004. Luego descubrieron en su casa documentos que daban pie a creer que el suizo podía ser autor de unos cuarenta asesinatos cometidos a lo largo de un periodo de veinticinco años, lo cual lo convertía en uno de los asesinos en serie más temibles de la era moderna. Había estado internado en varios centros psiquiátricos antes de ir a parar al Instituto Wargnier, un lugar único en Europa donde estaban encerrados asesinos monstruosos declarados irresponsables por la justicia de sus países. Servaz había participado en la investigación que había precedido —y en cierto modo, provocado— su fuga. También se había entrevistado con Hirtmann en su celda, poco antes de que escapara.

Después, el suizo se había evaporado, desaparecido en una nube de humo como el genio de la lámpara. Servaz siempre había estado convencido de que acabaría por volver a aparecer. Sin tratamiento apropiado, sus pulsiones y sus instintos de cazador se despertarían tarde o temprano.

Aquello significaba que sería fácil atraparlo.

Tal como había destacado Simón Propp, el psicocriminólogo que había colaborado en la investigación, Hirtmann no era solo un manipulador y un sociópata inteligente: representaba un caso aparte incluso entre los asesinos organizados. Pertenecía a esa rara categoría de asesinos en serie capaces de mantener una vida social intensa y gratificante en paralelo a sus actividades criminales. Lo más frecuente era que los trastornos de personalidad que sufrían afectasen de un modo u otro las facultades intelectuales y la vida social de los asesinos compulsivos. El suizo, por su parte, había logrado ocupar durante veinte años un puesto de responsabilidad en el Tribunal de Ginebra, al tiempo que secuestraba, torturaba y asesinaba a más de cuarenta mujeres. La búsqueda de Hirtmann se había erigido en una prioridad. Varios policías consagraban buena parte de su tiempo a ella tanto en París como en Ginebra. Servaz ignoraba en qué punto se hallaban sus investigaciones, pero tenía los números en alguna parte.

Evocó la vez que vio a Hirtmann en su celda. Vestido con mono y camiseta de un blanco que viraba al gris a fuerza de lavados, con el cabello muy moreno pero la piel muy pálida, traslúcida casi, flaco y sin afeitar y, sin embargo, cortés, sonriente y sumamente educado. Servaz estaba seguro de que, incluso viviendo como un vagabundo, Hirtmann habría conservado aquel aire de educación y de refinamiento. Jamás había visto a nadie que pareciera menos un asesino en serie que él. Había, con todo, la mirada, electrizante como un táser, ajena a todo parpadeo. Su cara tenía a la vez un toque de severidad punitiva y de hedonismo que afloraba en la parte inferior, en la boca sobre todo. Habría podido ser un predicador hipócrita en 1692, en Salem, Massachusetts, de aquellos que enviaron a mujeres a la hoguera con la acusación de brujería, un miembro de la Santa Inquisición o un acusador en los procesos estalinianos… o lo que había sido: un fiscal con fama de inflexible pero que organizaba en su casa veladas sadomasoquistas en el curso de las cuales su propia esposa se veía sometida a los caprichos de hombres poderosos y corruptos. Aquellos hombres insaciables buscaban, como él, emociones y placeres situados fuera de los márgenes de las convenciones y la moralidad pública. Eran hombres de negocios, jueces, políticos, artistas, hombres influyentes y ricos cuyos apetitos no conocían límites.

Servaz pensaba en Hirtmann. ¿Qué aspecto tendría entonces? ¿Habría recurrido a la cirugía estética? ¿Se habría limitado a dejarse crecer la barba y el pelo, teñírselos y ponerse lentillas de contacto? ¿Habría engordado, modificado la manera de andar y la dicción, encontrado un empleo? Qué de interrogantes… Si el suizo hubiera pasado a unos centímetros de él en medio de una multitud, caracterizado y vestido de una forma totalmente distinta, ¿lo habría reconocido?, se preguntó por fin con un escalofrío.

Devolvió al técnico la bolsa con el CD, pestañeando a causa de los proyectores.

Sintió un nudo en el estómago.

Aquel era el fragmento de música, las
Kindertotenlieder
, que Julian Hirtmann había elegido la noche en que había asesinado a su mujer y a su amante. Servaz previo que, una vez concluidas las primeras comprobaciones y las pesquisas en el vecindario, iba a tener que realizar diversas llamadas telefónicas, ponerse en contacto con varias personas. Aunque no comprendía cómo habían podido encontrar a la vez en el escenario de un crimen al hijo de una mujer de la que había estado enamorado y una música que evocaba al más temible asesino que se había cruzado en su camino, sí sabía que él no era solo el detective que habían nombrado para el caso, sino que estaba directamente implicado en él.

★ ★ ★

Regresaron a Toulouse bajo una lluvia que no cejaba, en torno a las cuatro de la mañana, y encerraron a Hugo en una de las celdas de detención del segundo piso. En el edificio de la policía, las celdas estaban alineadas al otro lado del pasillo, frente a las oficinas. De ese modo, los detenidos solo tenían que caminar unos pasos para acudir a los interrogatorios. En lugar de rejas, tenían unos gruesos vidrios traslúcidos. Servaz miró la hora.

—Bueno, lo dejaremos descansar —dijo.

—Y después, ¿qué hacemos? —preguntó Espérandieu, reprimiendo un bostezo.

—Todavía tenemos tiempo. Anota bien las horas de reposo en el registro de detención y en el atestado y asegúrate de que las firme en el margen… y pregúntale si tiene hambre.

Servaz se volvió. Samira estaba descargando la munición en una especie de papelera metálica acolchada y blindada con Kevlar. Para evitar los accidentes, al volver de una misión los agentes vaciaban allí las armas. A diferencia de la mayoría de sus colegas, Samira llevaba la pistolera a la altura de las caderas. Servaz encontraba que aquello le daba cierto aire de
cowboy
. Que él supiera, jamás había tenido que hacer uso de su arma, pero tenía excelentes resultados en los ejercicios de tiro, al contrario de él, que no habría acertado ni a un elefante en un pasillo y que tenía desesperado a su instructor. El hombre hasta había llegado a ponerle el apodo de Daredevil. En vistas de que Servaz no parecía comprender, el instructor le había explicado que Daredevil era un superhéroe de cómic muy intuitivo, pero ciego. Servaz, por su parte, nunca había utilizado el contenedor balístico. En primer lugar, porque cada dos por tres se olvidaba de coger su arma y, en segundo, porque se contentaba con guardarla cerrada con llave cuando volvía de servicio y porque, en la mayoría de ocasiones, el cargador estaba vacío.

Atravesó el pasillo y entró en su oficina.

Faltaba mucho para que se terminara la noche. Se deprimía solo de pensar en el papeleo que debía cumplimentar. Se acercó a la ventana y miró el canal que se alargaba bajo la lluvia, más allá de uno de los tres torreones de ladrillo que adornaban la fachada del edificio de la policía judicial. Afuera la noche palidecía ya, pero todavía no había amanecido. Lo que percibió en el vidrio fue un reflejo: el suyo. La frente, la boca y los ojos se veían borrosos, pero antes de que le diera tiempo a componer el semblante, le sorprendió una expresión que no le agradó nada. Era la de un hombre tenso e inquieto, un hombre a la defensiva.

—Una persona quiere hablar contigo —anunció alguien detrás de él.

Al volverse, vio que era uno de los policías de guardia.

—¿Quién?

—El abogado de la familia. Pide ver al chico.

—El muchacho no ha solicitado la presencia de un abogado y ya ha pasado la hora de visita —dijo—. Él debería saberlo.

—Lo sabe, pero pide un favor. Quiere hablar cinco minutos contigo. Eso es lo que ha dicho, y también que lo manda su madre.

Servaz se tomó un momento. ¿Debía acceder a la demanda del abogado? La angustia de Marianne era comprensible. ¿Qué le habría contado con respecto a su relación?

—¿Dónde está?

—Abajo, en el vestíbulo.

—De acuerdo. Ahora bajo.

★ ★ ★

Al salir de los ascensores, Servaz sorprendió a los dos agentes de guardia mirando fijamente un pequeño televisor situado detrás del mostrador semicircular. Percibió un fondo verde en la pantalla y unas minúsculas figuras vestidas de azul que corrían de un lado a otro. Dada la hora, debía de tratarse de una redifusión. Suspiró pensando que había países enteros al borde del colapso y que, bajo los nombres de «economía», «política», «religión» y «agotamiento de los recursos», los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgaban a rienda suelta, pero que el hormiguero seguía bailando encima del volcán, apasionándose por cosas tan insignificantes como el fútbol. Servaz se dijo que el día en que el mundo acabara colapsado por una acumulación de catástrofes climáticas, quiebras bursátiles, masacres y revueltas, habría tipos tan imbéciles como para marcar goles y otros más imbéciles aún para ir a animarlos a los estadios.

El abogado estaba sentado en uno de los asientos del solitario vestíbulo. Durante el día eran muy codiciados por cuantos tenían algún motivo u otro para hallarse allí. Nadie va por placer a una comisaría y los agentes debían enfrentarse a una multitud de personas desesperadas, furiosas o asustadas. A esa hora, sin embargo, el hombrecillo estaba limpiándose las gafas bajo la tamizada luz de las lámparas, con la cartera encima de las rodillas. Al otro lado de los ventanales, seguía lloviendo.

BOOK: El círculo
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