El asesinato del sábado por la mañana (37 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Michael se había enterado, por Hildesheimer y por los contables, de que la mayoría de los pacientes y supervisados realizaban pagos mensuales. Había quien prefería pagar una vez a la semana y también había casos extraños, según le explicó Hildesheimer, en que los pacientes preferían pagar después de cada sesión.

Tras descubrir el ingreso de un talón extendido por la misma cantidad que un depósito en metálico realizado una semana antes, Eli Bahar informó al equipo de que iba a pasar la mañana en una sucursal de las afueras del National Bank, donde todavía no había estado; la amargura con la que habló indicaba que ciertamente lo consideraba un gran honor. Michael quiso hacer un comentario constructivo señalándole a Eli la importancia que tenía su trabajo y cuántas cosas revelaban las cuentas bancarias sobre sus titulares, pero Eli no pareció convencido. Se quejó de la mala ventilación de las cámaras de seguridad y de lo aburrido y rutinario que era aquel trabajo.

Tzilla predijo con mucha confianza que el cheque resultaría ser del paciente desconocido y que a última hora de la mañana, ya sabrían de quién se trataba.

—Escucha lo que está diciendo —le dijo Michael a Eli, señalando hacia Tzilla—, estoy seguro de que tiene razón. Y, ahora, ponte en marcha.

Se había concertado una cita con el subdirector, un hombre delgado y untuoso que no cesaba de enderezarse un casquete de lana que amenazaba con caérsele de la cabeza. El director estaba cumpliendo sus deberes de reservista, expuso el subdirector, y después, dándose muchos aires, le explicó en tono perentorio a una de las empleadas, que a Eli le recordó a Zmira, de Zeligman y Zeligman, lo que el caballero iba a hacer allí esa mañana. Una vez que hubo examinado el número de cuenta que Eli le entregó, abrió un cajón gris de un gran archivador del sótano del banco. Los fatigados ojos de Eli se iluminaron al ver el nombre del titular de la cuenta.

Un hombre de treinta años, un inspector del cuerpo policial, no da saltos de alegría al descubrir que su trabajo ha rendido fruto, pensó Eli Bahar mientras solicitaba permiso para hacer una llamada telefónica. Todavía estaban reunidos y fue Raffi quien levantó el auricular y se lo pasó a Michael sin decir una palabra. Al principio nadie prestó atención a la llamada, hasta que Tzilla le tiró de la manga a Manny y le indicó que se fijara en la expresión de Ohayon: atenta, tensa y excitada. Al final, Michael se levantó y dijo:

—¿Quién ha dicho que Dios no existe? Saca una foto y vuelve aquí a toda mecha.

Cuando colgó el teléfono, pálido de emoción, lo rodeaba un ambiente expectante. Tzilla se abalanzó sobre Manny y le plantó un beso en la mejilla. Transcurrieron varios segundos antes de que Michael abriera la boca para decir, con voz ronca, que ahora empezaban sus problemas.

—No sé si comprendéis lo que significa esta información —dijo—. ¿Os dais cuenta de que ahora tendremos que traerlo para interrogarlo como sospechoso? ¿No os habréis olvidado de quién es?

Naturalmente fue Tzilla quien se levantó de un salto para protestar:

—¿Y qué más da? ¿Es que está por encima de la ley?

Y Michael se vio obligado a recordarle que la única certeza que tenían era que le había entregado un talón a Neidorf, pero los miembros del equipo especial de investigación sabían que estaba tan emocionado como ellos.

En ese momento Balilty salió de la nada, sonriendo muy satisfecho de sí mismo y negándose a creer que en realidad no era su llegada la que Michael estaba aguardando con impaciencia.

Una vez que el inspector jefe Ohayon hubo visto claramente con sus propios ojos el cheque firmado y se lo hubo entregado a Tzilla, como quien hace entrega de una fortuna, encargándole que se ocupara de que comparasen la firma con el garabato del recibo de los contables, sólo entonces, después de haber oído cómo Tzilla hablaba por teléfono con el Instituto de Investigación Criminal y de decirle a Eli que se fuera a «tomar el sol y a descansar» dándole una palmadita en el hombro, al fin se volvió hacia Balilty, cuya sonrisa se había apagado levemente, aunque seguía excitado y se negó a hablar con Michael dentro del edificio.

Se sentaron en una mesa de un rincón del café Nava de la calle Jaffa y hablaron en susurros. Balilty no cesaba de levantar la cabeza para comprobar que nadie los estaba escuchando.

Tenía que contarle dos cosas, dijo. En primer lugar que la señora Silver era una mentirosa consumada; y la segunda, dijo, bajando aún más la voz, se refería al coronel Yoav Alon.

—¿Por dónde quieres que empiece? —preguntó, quitándose de los labios los restos de crema del café.

—Empieza por el coronel —dijo Michael, y encendió un cigarrillo. Al oír lo que Danny Balilty tenía que decirle, los ojos se le pusieron como platos—. ¿Cómo demonios has podido enterarte de una cosa así? No lo entiendo..., ¿es que te has acostado con él o qué?

Por una vez, dijo Balilty, iba a introducir a Michael en sus métodos de investigación. Sólo por esta vez, cuidado, y sólo porque había estado a punto de dejarse el pellejo tratando de conseguir la información. Mientras hablaba, sus ojillos parpadeaban.

Balilty, un treintañero corpulento y barrigudo con una incipiente calvicie, vestimenta desaliñada y modales ordinarios, tenía mucho éxito con las mujeres, según le había confiado a Michael años atrás. Michael no comprendía qué veían en él, pero, aun cuando la modestia nunca hubiera sido el punto fuerte del agente de Inteligencia, sabía que estaba diciendo la verdad. Su doble vida no le inspiraba remordimientos, le había explicado Balilty en la misma ocasión. Su esposa era una mujer buena y cariñosa, que no le pedía mucho a la vida y cuyos intereses se centraban en su casa y en sus hijos, y Balilty la quería mucho. No debía entenderle mal, subrayó, él se consideraba un hombre felizmente casado. Pero, en principio, se negaba a prescindir de sus aventuras. Siempre que advertía el peligro de implicarse demasiado, cortaba..., y lo hacía de una manera que les permitía seguir siendo amigos de por vida.

Ahora estaba enredado en una aventura que lo tenía aterrorizado, dijo. Era una mujer soltera, algo de lo que siempre había huido como de la peste.

—Y eso no es todo, sólo tiene veinte años, es dulce como la miel, y lo peor —dijo con simpática franqueza— es que esta vez me he implicado en la historia. Me he metido hasta el cuello, y todo por tu culpa.

Michael enarcó las cejas, pero el centelleo de los ojos de Balilty le eximió de la obligación de protestar.

—Ella era la única fuente de la que podía obtener información sin que nadie se enterase, y sólo pensé en eso. Pero me he enganchado. ¿Qué le voy a hacer? Es algo que no se puede evitar.

A Michael no le quedó otra alternativa que encender un cigarrillo y reprimir su curiosidad. Balilty se negaba a ir al grano. Después de que le pusiera en antecedentes durante un buen rato, Michael al fin comprendió que el agente de Inteligencia había seducido a la secretaria personal del gobernador militar de Edom, el coronel Yoav Alon.

—No he sido el primero. Le atraen los hombres mayores —dijo no sin vergüenza—. En fin, la cuestión es que antes de estar conmigo tuvo una aventura con Alon.

Michael pidió otros dos cafés y, mientras esperaban que se los sirvieran, empezó a atar cabos. Balilty observó cómo se alejaba la camarera antes de decir:

—Y es ella la que me ha contado lo de Alon, que no se le levanta. Fue horrible, según me dijo. Me lo explicó con todo lujo de detalles; para ella también fue horrible. Y ahora Alon sólo le habla de las cosas del trabajo; dice que la tensión se puede cortar con un cuchillo. Aunque es muy madura para su edad, se llevó un gran disgusto.

Michael revolvió el café y preguntó cuándo había sucedido.

—Lleva dos años trabajando allí, firmó un contrato temporal con el ejército permanente. La desmovilizarán dentro de un mes. Ocurrió cuando llevaba allí seis meses. No es guapa; ¿quién me iba a decir a mí que me la iba a tomar tan en serio? Mi intención era salir un poco con ella y airear los trapos sucios de Alon.

Michael no estaba interesado en la vida amorosa de Balilty. Le costó un esfuerzo fingir que simpatizaba con él, aun cuando comprendía perfectamente la acuciante necesidad de revivir el encuentro hablando de él. Las piezas comenzaron a encajar en su cabeza y a cobrar sentido. Le habló a Balilty de la cuenta bancaria y de los pagos a Neidorf y, de pronto, el agente de Inteligencia se puso serio y todo el entusiasmo del hombre enamorado se evaporó en un instante.

—Sí —dijo vacilante—, hasta un coronel querría tratarse si no se le levantara. Y, además, no le gustaría que se corriera la voz; quien está en tratamiento psicológico no puede aspirar a ser jefe del Estado Mayor. Está claro, ¿verdad?

Michael hizo un gesto de asentimiento. Ninguno de los dos estaba contento ni exultante más bien se sentían oprimidos por la sombría perspectiva de los problemas que se avecinaban.

—Todo encaja —dijo Balilty—. El coronel estuvo en la fiesta, e incluso fue él quien compró la pistola; era paciente de Neidorf, tenía un móvil, los medios para hacerlo, todo. ¡Menuda historia!

Michael, que se había sorprendido al no percibir la habitual tensión previa a un descubrimiento importante, tampoco sentía en ese momento el alivio habitual. Experimentó, en cambio, una creciente inquietud que no dejaba lugar a ninguna otra emoción.

—Pero no entiendo por qué tuvo que matarla —dijo—. Neidorf no iba a hablar de sus problemas sexuales ni a pregonar a los cuatro vientos que lo estaba tratando. El móvil no me parece tan claro.

—Dios sabe qué otras cosas le pudo contar —dijo Balilty encogiéndose de hombros—. Hay algo que está claro: el coronel estaba en sus manos, y si a Neidorf le hubiera dado por ilustrar algún punto refiriéndose a su caso..., en la conferencia, se entiende..., podría haberse ido despidiendo de su carrera militar.

—¿Y qué hay de Silver? —preguntó Michael—. ¿Por qué ha mentido?

—Ahora mismo te lo explico. En primer lugar, sí vio a ese chico, al hijo mimado del diplomático con aspecto de gigoló, al menos dos veces antes del entierro. No me preguntes cómo lo sé. Lo vio en su casa y en el Instituto. ¿Y quién ha dicho que no sabe utilizar una pistola? Tienen una en casa; está registrada a nombre del dueño y señor del hogar, pero la señora también ha salido de caza por el Bois de Boulogne, y tiene una puntería de primera. Le dan tanto miedo las armas como a mí las mujeres. Por eso ha mentido. Aparte de eso, por si te interesa, te diré que no duerme con su marido. Tienen dormitorios separados y, si quieres saber mi opinión, ese matrimonio parece una gran farsa. Es una lástima que no haya podido hablar con el compañero de piso del señorito Naveh; está de viaje por el extranjero. Todo el mundo está de viaje menos nosotros. Te apuesto lo que quieras a que él nos habría podido facilitar muchos más detalles sobre los encuentros del atractivo galán con su novia, que le saca tantos años como para ser su madre.

Michael pagó los cafés y regresaron a su despacho. Balilty le dijo que la secretaria, Orna, le había contado muchas cosas sobre los problemas que el coronel tenía en el trabajo.

—Parece un tío majo, demasiado majo para lo que tiene que hacer —sonrió con una mezcla de orgullo condescendiente y de conmiseración—. Quién sabe, a lo mejor había hecho algo inadmisible para Neidorf, no hace falta que te explique las cosas que se cuecen allí.

Cuando por fin Balilty se marchó, Michael reflexionó sobre lo que debía hacer a continuación.

Tendría que decirle a Shorer que informara al superior de Alon. No podrían interrogarlo allí; habría que llevarlo a algún lugar aislado y protegerlo de posibles filtraciones, al menos hasta que tuvieran pruebas, pensó con fatiga. Sus largas piernas lo llevaron con inusitada lentitud al despacho de Shorer, donde, como de costumbre, encontró a su jefe inclinado sobre una montaña de carpetas y documentos. Shorer alzó la cabeza y sonrió.

—¿Ninguna novedad? —preguntó en el tono de quien no espera respuesta, y al oír que, ciertamente, había novedades, se puso en tensión.

Mientras Michael hablaba la expresión de Shorer fue adquiriendo una gravedad creciente y el montón de cerillas rotas que había en su mesa se fue haciendo progresivamente más alto. El jefe de Michael le pidió que le enseñara el cheque lo antes posible, escuchó la explicación sobre lo importante que era el coronel y preguntó qué coartada tenía para el sábado y a continuación dijo:

—Ya iba siendo hora. Dos semanas y media, y es nuestra primera pista decente. Pero tendremos que informar de todo a Levy, no pienso arriesgarme sin contar con él. Cabe la posibilidad de que no sea culpable y no se le puede destrozar la vida a nadie sólo porque sea impotente. Necesitaremos una orden de registro si quieres examinar sus zapatos; tendremos que hacer una prueba de identificación de voz con esa mecanógrafa de Zeligman. ¡Vaya lío! Qué país éste, desde luego... Bueno. Espera unas horas, esta noche podrás empezar. ¡Pero no aquí! ¿Me oyes? ¡Y nada de filtraciones!

Michael asintió con la cabeza y se comprometió a esperar hasta que le dieran luz verde.

Eran las seis de la tarde cuando Shorer informó a Michael, que no se había atrevido a salir del edificio salvo para ir hasta la esquina a proveerse de Noblesse, desde que habían detenido al sospechoso para interrogarlo.

Shorer lo había preparado todo, incluido el piso de la calle Palmach que utilizaban en ocasiones excepcionales como aquélla. Raffi, que había participado en el arresto, le contaría más tarde a Michael que la mujer de Yoav Alon estaba conmocionada. Había solicitado que le concedieran tiempo para sacar a los niños de casa antes de realizar el registro. Raffi mencionó sus labios fruncidos, y que no había insistido en saber lo que pasaba y sólo había formulado una pregunta a la que nadie respondió.

Habían efectuado el arresto a la entrada de su casa, en la calle Bar Kochba, cuando el coronel volvió del trabajo. Dejó de protestar cuando le dijeron que tenían el consentimiento del alto mando militar y que sería mejor que los acompañara en silencio para no llamar la atención.

El profesor Brandtstetter, del segundo piso, saludó con la cabeza a un joven inquilino del edificio de la calle Palmach. Aunque sólo se cruzaban muy de tarde en tarde, en la escalera, el profesor nunca dejaba de saludar a aquel agradable vecino. El joven, que por lo visto trabajaba en el Ministerio de Defensa, nunca se retrasaba al pagar los gastos de mantenimiento, y desde que alquiló el piso habían dejado de celebrarse aquellas fiestas estudiantiles que mantenían en vela a todo el edificio. El profesor se quedó mirando cómo subía las escaleras acompañado por un grupito de hombres y una mujer, de camino, según aseguró a su mujer, «a alguna reunión secreta de defensa, sin duda. Había un oficial de alto rango con ellos», dijo solemnemente, y le advirtió que no chismorreara con las vecinas.

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