El asesinato del sábado por la mañana (19 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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A continuación, Michael preguntó qué había llevado al doctor Linder a pensar que su pistola estaba relacionada con la muerte acaecida en el Instituto. Joe se encogió de hombros, abrió la boca para decir algo, cambió de opinión y terminó por responder que no lo sabía. Sencillamente lo pensaba.

Michael examinó la licencia y preguntó cautamente, mientras garrapateaba algo en el impreso que tenía delante, en qué momento preciso había visto el doctor Linder la pistola por última vez.

La respuesta arrancó con una referencia al insomnio y al dolor de espalda. Luego Joe dijo disculpándose:

—Tal vez esto le parezca irrelevante, pero lo cierto es que es estrictamente relevante, ya que si reparé en la desaparición de la pistola fue sólo por el hecho de que estaba buscando las pastillas para dormir; además, la manera de saber hasta cuándo seguía en su sitio está directamente relacionada, en mi opinión, con la última vez que tomé esas pastillas, y de hecho recuerdo muy bien cuándo fue —después Linder le contó que hacía un par de semanas había celebrado una gran fiesta en su casa. Aquella noche no le hizo falta tomar nada para dormir y, a partir de entonces, resolvió dejar de tomar somníferos porque, tal como el doctor Rosenfeld había señalado con acierto, estaba desarrollando una dependencia con respecto a ellos—. En mi calidad de analista quizá no debería decir esto, pero en última instancia el hombre es una criatura con escasa fuerza de voluntad y, posiblemente como consecuencia de la tragedia de ayer, no me mantuve fiel a mi resolución.

Michael no prestó la menor atención al tono íntimo y sincero que Linder había adoptado al hablar de la pistola, y que se intensificó cuando abordó la cuestión del insomnio. Si lo había comprendido bien, dijo, la última vez que el doctor Linder había visto la pistola fue la noche anterior a la de la gran fiesta que había mencionado.

Linder asintió con la cabeza y dijo que no era necesario que le llamara «doctor» cada vez que se dirigía a él.

—En el fondo soy un impostor: no soy médico, y tampoco cursé estudios de psicología ni de psiquiatría en su día.

Era fácil comprender que un hombre de ese tipo despertara recelos en Hildesheimer, pensó Michael, acordándose del comentario del anciano con respecto a la única excepción a la norma. Había algo molesto en la sinceridad expansiva y exagerada de aquel hombre; era como si estuviera diciendo: «Mire, no he tenido reparo en mostrarle todos mis defectos. No me queda nada peor que confesar, así que acépteme como soy, por favor».

Probablemente las mujeres se sentirían atraídas por un hombre como él, que en Michael despertaba todos sus instintos depredadores. Bajo aquella fachada de patetismo, Michael presentía la existencia de trampas y peligros. Sin alterar su expresión, le preguntó dónde había pasado exactamente la noche del viernes y las primeras horas del sábado por la mañana.

Linder echó una ojeada a su reloj y dijo que para llegar a tiempo a la cita con su próximo paciente tendría que marcharse ya.

En el tono más formal de su repertorio y con la urbanidad de un funcionario británico, Michael le explicó que no podía permitirle marcharse y le sugirió que anulara todas las citas que tuviera por la mañana. La reacción fue virulenta. Linder farfulló algo sobre «este país», donde te extorsionan por portarte como un buen ciudadano y donde la única manera de sobrevivir es «cerrar la boca y ocuparte de tus asuntos», y luego le espetó a Michael que cómo demonios pensaba que iba a informar a sus pacientes de que sus citas se habían anulado en el último minuto; después de los titulares aparecidos aquella mañana en la prensa, probablemente ya estarían histéricos, y, además, ¿es que aquello era tan urgente?

Llegados a ese punto, Michael le informó de que la descripción de la pistola que había perdido coincidía con la de una pistola descubierta en las inmediaciones del Instituto, y que también tenían el mismo número de serie. Su tono de voz seguía siendo reposado y formal. Con expresión impasible añadió que, a buen seguro, el doctor Linder comprendería hasta qué punto estaba implicado en la investigación y por qué resultaba imposible prescindir de su presencia en aquel momento. Entonces sonó el teléfono.

Lo llamaban desde el laboratorio de balística, con la noticia (oficiosa, claro está) de que la pistola era, con toda probabilidad, la misma con la que habían matado a Neidorf. Esa probabilidad aumentaría, dijeron, cuando recibieran la bala, y dentro de una semana se emitiría el informe oficial. Michael no pronunció una sola palabra durante toda la conversación, a excepción de un «gracias» al final. Tampoco desvió la mirada de Linder, a quien se veía excesivamente tenso. Le temblaban las manos y tenía el semblante pálido, más pálido que cuando había entrado en el despacho.

Con voz cascada, Linder preguntó si podía hacer una llamada. La pregunta le sonó conocida a Michael, así como el tono, y, mentalmente, tomó nota de que debía informarse sobre la llamada telefónica que Linder había hecho desde el Instituto el día anterior.

Linder marcó un número y estuvo hablando largo y tendido con una mujer llamada Dina. Le dictó varios nombres y números de teléfono y le pidió que anulara las citas. Le indicó que colgara un cartel en la puerta para avisar al paciente de las diez si no lograba ponerse en contacto con él y que atendiera a quienes llamaran a la puerta aunque no fueran a verla a ella. Tendría que decirles a sus pacientes que estaba sano y salvo, pero que los designios divinos le habían impedido acudir al trabajo. Al decir esto dirigió una mirada burlona y ofendida a Michael, quien, sin pestañear, se acarició la mejilla, palpando la barba mal afeitada y diciéndose que detestaba las maquinillas eléctricas.

—En el barrio ruso —contestó Linder, conciso y seco, cuando le preguntaron algo. Luego añadió—: Muchas gracias —y colgó el auricular.

Michael repitió la pregunta que le había hecho antes y Linder refunfuñó:

—¿Quiere una coartada, como en las novelas de detectives? —y encendió un cigarrillo extraído de un paquete que llevaba en el bolsillo sin ofrecerle otro a Michael. Mientras lo encendía protestó—: Pero si ya lo tiene todo por escrito; ayer lo expliqué todo. ¿No se acuerda? Michael no reaccionó.

—El viernes por la noche vinieron a cenar a casa unos amigos. No salí en ningún momento; soy el cocinero de la familia. Se marcharon hacia las dos de la mañana, dos horas tarde, en mi opinión. Para mí no tenían ningún interés, eran colegas de mi mujer.

Michael le pidió los nombres y teléfonos de los invitados y lo anotó todo cuidadosamente. Las grabadoras no siempre eran de fiar. Al final preguntó: —¿Qué cenaron?

Linder clavó en él una mirada incrédula y ofendida, pero como Michael no retiró la pregunta terminó por decir:

—De primero, tomates rellenos; de segundo, pierna de cordero con arroz y piñones; ensalada de lechuga... ¿Tengo que continuar?

Michael, que estaba anotándolo todo concienzudamente, hizo un gesto de asentimiento sin desviar la vista de Linder, que prosiguió diciendo:

—Macedonia de frutas, y café y tarta, claro está. ¿Quiere saber también qué vino tomamos?

—No es necesario —dijo Michael sin reaccionar ante aquel sarcasmo—. ¿Y después, cuando se fueron los invitados?

—Después era tarde. Daniel no lograba conciliar el sueño, no sé por qué. Quizá está incubando alguna enfermedad. Daniel es mi hijo. Tiene cuatro años. Dalya, mi mujer, estaba dormida, y me tocó a mí ocuparme de él. Estuve con Daniel casi hasta las diez. Dalya seguía dormida, nunca tiene problemas para dormir.

—¿Dónde estuvo con él? —preguntó Michael, como si la pregunta estuviera impresa en el informe que tenía delante.

—¿Dónde cree que estuve desde las seis de la mañana? Primero en casa: jugando, contándole cuentos, desayunando. Después en el jardín. Hacía frío —en ese punto se embarcó en una digresión sobre el dolor de espalda y lo difícil que resulta jugar a la pelota cuando te duele la espalda; y luego en una descripción pormenorizada de cómo se sentó en un tocón para coger la pelota.

El deje de hostilidad había desaparecido de la voz de Linder. Una vez más, empezó a facilitar detalles que no le habían sido solicitados de una manera amistosa y humorística, como si quisiera cooperar con la mayor solicitud posible.

En cierta ocasión el psicólogo de la policía le había comentado a Michael, mientras tomaban algo en el café de la esquina, que algunas personas tienen un sentido de la culpabilidad omnicomprensivo. Sienten la necesidad de incriminarse y, por ello, se comportan como Raskolnikov, «aunque no hayan cometido ningún delito. Necesitan congraciarse», explicó el psicólogo. Viendo a Linder, Michael se recordó a sí mismo que los psicoanalistas son seres humanos que han realizado unos estudios determinados y que eso no les confiere un dominio completo ni una consciencia absoluta de sus motivaciones. Fuera de las horas de trabajo y convertidos en objeto de una investigación, no hacían mejor papel que cualquier otra persona.

Interrumpió a Linder, que había abordado el tema de las relaciones entre padres e hijos en general, preguntándole:

—¿Y quién lo vio con su hijo?

Linder dijo que en su edificio sólo había cuatro pisos y que no sabía si alguien se habría asomado a la ventana y los habría visto.

—Espere un momento, por favor —dijo Michael, levantándose, y se marchó a buscar a Tzilla. La encontró en la habitación de al lado, donde solían celebrar las reuniones matinales, y le pidió que llamara a la mujer de Linder al Museo de Israel, donde trabajaba, y se informara sobre lo que habían hecho el viernes por la noche y el sábado por la mañana—. Llévate esto..., es la versión de Linder. Y después habla con los vecinos. Coge un coche, tendrás que ir al museo y después a Arnona, que está en la otra punta de la ciudad. Quiero que hayas terminado con los vecinos para cuando él llegue a casa.

Después volvió a su despacho, donde encontró a Linder con la mirada perdida en el vacío. Rápidamente se sentó detrás de su escritorio y le preguntó cómo había sido su relación con la doctora Neidorf.

Linder comenzó a hablar con creciente inseguridad, midiendo sus palabras y escogiéndolas con cuidado. Era evidente que se trataba de un tema que le había dado muchos quebraderos de cabeza y para el que nunca había encontrado una solución que le satisficiera. Terminó por reconocer que no se le podía contar entre los admiradores de la doctora. De lo que dijo se desprendía con claridad que nunca se habían tenido un gran afecto.

Sin cambiar de tono, Michael le preguntó cómo había sobrellevado el hecho de que la doctora Neidorf fuera, con toda evidencia, la persona que sustituiría al profesor Hildesheimer en la presidencia del Comité de Formación.

Linder lanzó una carcajada. Felicitó a Ohayon por su intuición para los asuntos mundanos. Pero no había que sacar las cosas de quicio. Aunque, ciertamente, el Comité de Formación era un organismo muy importante, que formulaba la política de la institución e imponía las normas, su importancia no era tanta como para que mereciera la pena cometer un asesinato con objeto de llegar a presidirlo. Sea como fuere, añadió en tono más serio, no creía que nunca lo llegaran a nominar para formar parte del Comité, aun cuando Neidorf no lo presidiera. Detectando un dejo de amargura en la respuesta, Michael preguntó por qué.

Linder inspiró profundamente y suspiró. Comenzó a decir que determinados asuntos internos relacionados con la profesión resultaban difíciles de explicar, pero Michael, que para entonces ya era capaz de predecir las reacciones de Linder, se quedó callado, y el psicoanalista, incapaz de soportar el silencio, se embarcó en una explicación pormenorizada de lo que denominó las «diferencias profesionales con respecto a la visión de las cosas y a otros asuntos» que lo separaban de los que llamó, irónicamente, «los pilares del Instituto». También utilizó la expresión
enfant terrible.

Consultando una vez más su reloj, Linder comentó que a los pacientes no les gustaba que sus citas se anularan sin previo aviso.

—Les crea tensión y ansiedad —le explicó a Michael, que se sorprendió ablandándose un poco y diciendo que lo sentía, pero que a veces era inevitable y que, tal vez, podrían volver al momento en que había desaparecido la pistola. Entonces Linder se apresuró a corregirle, diciendo que de ninguna manera podría asegurar en qué momento concreto había desaparecido. Lo único que sabía era que la noche anterior a la fiesta la pistola estaba en el cajón, y que desde entonces no había vuelto a abrirlo. A petición de Michael dibujó un plano de su piso y le mostró dónde estaba el dormitorio.

—¿Quién estaba al tanto de que tenía usted una pistola? —preguntó Michael mientras cogía la pluma, sólo para volver a dejarla sobre la mesa al oír que Linder le respondía:

—¿Y quién no estaba al tanto?

Después se justificó explicándole que, como la pistola era una obra de arte, se la había enseñado a mucha gente, y que, aun cuando no la enseñaba, solía hablar de ella, contando cómo y por qué había llegada a adquirirla.

Michael le pidió una lista de los invitados que habían asistido a la fiesta. Había dado por hecho que se trataba de una fiesta común y corriente, y sintió que los músculos se le tensaban cuando Linder dijo que había sido una fiesta un tanto especial. A instancias del inspector, Linder empezó a describirla. Después de que un candidato «presentara su caso» y de que se realizara la votación, tenían la costumbre de celebrar una fiesta en su honor; por lo general la persona que había ingresado en el Instituto más recientemente organizaba la fiesta del nuevo miembro. Éste era el encargado de hacer la lista de invitados, que en realidad incluía a todo el mundo, y especialmente a todos sus compañeros de clase o de curso.

En esta ocasión, el último de los candidatos convertido en miembro del Instituto no podía celebrar la fiesta porque su casa era demasiado pequeña, y dado que él, Linder, había llegado a tener una relación particularmente buena con la clase en cuestión, y que a Tammy casi la consideraba una más de su familia, se ofreció a organizar la fiesta. No era una fiesta sorpresa y todo el mundo procuraba no faltar. La popularidad de un candidato se medía por el número de personas que asistían a su fiesta. Sí, también se invitaba a gente que no pertenecía al Instituto, pero no a muchos, sólo a los amigos de confianza. A la fiesta de Tammy sólo invitaron a su íntimo amigo Yoav. De hecho, Linder llegó a ser supervisor de Tammy por mediación de Yoav. Una coincidencia curiosa, porque fue precisamente Yoav quien le compró la pistola en 1967, aunque no tenía otro punto de conexión con el Instituto que no fuera ése, su gran amistad con Tammy y con Linder. Una sonrisa furtiva pasó por el rostro de Linder, que había recobrado algo de color.

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