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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (62 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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—Voy a dormirlo, señor Clavain. Mientras esté inconsciente le haré unas pruebas neurológicas, solo para verificar que es usted de verdad un combinado. No lo despertaré hasta que hayamos llegado a nuestro destino.

—No es necesario.

—Ya, pero es que sí lo es. Mi jefe se muestra muy protector con sus secretos. Querrá decidir lo que usted ha de saber. —Zebra se inclinó sobre él—. Puedo meterle esto en el cuello, creo, sin sacarlo de ese traje.

Clavain comprendió que no tenía sentido discutir. Cerró los ojos y sintió la punta fina de la hipodérmica pellizcarle la piel. Zebra era buena, de eso no cabía duda. Sintió una segunda oleada de frío cuando la droga chocó contra su torrente sanguíneo.

Que quiere su jefe de mi —pregunto él.

—No creo que lo sepa todavía, la verdad —dijo Zebra—. Solo siente curiosidad. No puede culparlo por ello, ¿verdad?

Clavain ya había dispuesto que sus implantes neutralizaran el agente que Zebra le había inyectado. Quizá hubiera una ligera pérdida de claridad cuando las medichinas filtraran su sangre (quizá incluso perdiera el conocimiento durante un breve período de tiempo), pero no duraría mucho. Las medichinas combinadas funcionaban bien contra cualquier...

Estaba sentado y erguido en un elegante sillón moldeado con rollos de tosco hierro negro. El sillón estaba anclado a algo tremendamente sólido y antiguo. Se hallaba en suelo planetario, no en la nave de Zebra. El mármol gris azulado que había debajo del sillón tenía unos ribetes fabulosos, vetas y espirales como los flujos de gas de alguna nebulosa interestelar, tan llamativos como imposibles.

—Buenas tardes, señor Clavain. ¿Cómo se encuentra en estos momentos?

Esta vez no era la voz de Zebra. Unas pisadas cruzaron el mármol sin ruido ni prisa. Clavain levantó la cabeza y asimiló un poco más de lo que lo rodeaba.

Lo habían traído a lo que parecía ser un inmenso invernadero o jardín interior. Entre columnas de mármol negro veteado había ventanas divididas por delicados parteluces que se elevaban decenas de metros antes de curvarse para cruzarse sobre su cabeza. Láminas de espalderas trepaban casi hasta la cima de la estructura, enredadas con parras de un vivido color verde. Entre las espalderas había muchas macetas grandes o montículos de tierra que albergaban demasiados tipos de plantas para que Clavain las pudiera identificar, aparte de unos cuantos naranjos y lo que creyó que era una especie de eucalipto. Algo parecido a un sauce se cernía sobre su asiento. El follaje que colgaba de él formaba una fina cortina verde que era lo que bloqueaba su visión en un buen número de direcciones. Escalas y escaleras de caracol proporcionaban acceso a las pasarelas aéreas que se extendían y rodeaban el invernadero. En alguna parte, fuera del campo de visión de Clavain, el agua se filtraba de forma constante, como si manara de una fuente en miniatura. El aire era fresco y limpio más que frío y fino.

El hombre que había hablado se colocó delante de él sin ruido. Era tan alto como Clavain y vestía unas ropas oscuras parecidas a las de él (lo habían despojado de su traje espacial), aunque ahí terminaba todo parecido. La edad fisiológica aparente del hombre era dos o tres décadas inferior a la de Clavain, su lustroso cabello negro peinado hacia atrás apenas estaba salpicado de gris. Era musculoso, pero no hasta el punto de parecer ridículo. Vestía unos pantalones estrechos negros y una túnica negra que le llegaba a la rodilla, ceñida por encima de la cintura. Llevaba los pies y el pecho desnudos; se encontraba ante Clavain con los brazos cruzados y lo miraba desde arriba, con una expresión a medio camino entre la diversión y una ligera desilusión.

—Le he preguntado... —comenzó de nuevo el hombre. —Es obvio que me ha examinado —dijo Clavain—. ¿Qué más puedo decirle que no sepa ya?

—Parece disgustado. —El hombre hablaba canasiano, pero con un rastro de rigidez.

—No sé quién es usted ni lo que quiere, pero no tiene ni idea del daño que ha hecho.

—¿Daño? —preguntó el hombre.

—Estaba en pleno proceso de deserción para unirme a los demarquistas. Pero por supuesto, usted ya sabe todo eso, ¿no es cierto?

—No sé muy bien cuánto le contó Zebra —dijo el hombre—. Es cierto que sabemos algo sobre usted, pero no tanto como nos gustaría. Para eso está usted aquí, es nuestro invitado.

—¿Invitado? —bufó Clavain.

—Bueno, eso quizá sea forzar un poco la definición habitual del término, lo admito. Pero no quiero que se considere usted nuestro prisionero. No lo es. Ni tampoco es nuestro rehén. Es muy posible que decidamos liberarlo en breve. ¿Qué daño se habrá hecho entonces?

—Dígame quién es usted —dijo Clavain.

—Lo haré dentro de un momento. Pero antes, ¿por qué no me acompaña? Creo que descubrirá que la vista es muy gratificante. Zebra me ha dicho que esta no es su primera visita a Ciudad Abismo, pero no estoy seguro de que la haya visto desde una perspectiva así. —El hombre se inclinó y le ofreció a Clavain la mano—. Venga, por favor. Le aseguró que responderé a todas sus preguntas.

—¿A todas?

—A la mayor parte.

Clavain se levantó del sillón de hierro con cierto esfuerzo y la ayuda del hombre. Se dio cuenta de que todavía estaba un poco débil ahora que tenía que ponerse en pie solo, pero era capaz de andar sin dificultad, con los pies desnudos fríos sobre el mármol. Recordó que se había quitado los zapatos antes de meterse en el traje espacial demarquista.

El hombre lo llevó a una de las escaleras de caracol.

—¿Puede arreglárselas, señor Clavain? Merece la pena. Abajo las ventanas están un poco polvorientas.

Clavain siguió al hombre por la desvencijada escalera de caracol hasta que llegaron a una de las pasarelas aéreas. Serpentearon entre enrejados hasta que Clavain perdió todo el sentido de la orientación. Desde la atalaya de su asiento solo había sido consciente de unas formas borrosas que había más allá de las ventanas y de una pálida luz de color ocre que lo teñía todo con su fulgor melancólico, pero ahora distinguía el panorama con más claridad. El hombre lo acompañó a la balaustrada.

—Contémplela, señor Clavain: Ciudad Abismo. Un lugar que he llegado a conocer y, si bien no a amar en realidad, quizá no a detestarlo con el mismo fervor apostólico que cuando llegué aquí.

—¿Usted no es de aquí? —preguntó Clavain.

—No. Al igual que usted, he viajado por todas partes.

La ciudad se alejaba reptando en todas direcciones, enconándose en medio de una lejana calima urbana. No había más de dos decenas de edificios más altos que aquel en el que se encontraban, aunque algunos de ellos eran mucho más altos, inmersos en la nube que los cubría de tal modo que sus cimas eran invisibles. Clavain vio la línea oscura y lejana de la muralla que los rodeaba cerniéndose sobre la calima, a muchas decenas de kilómetros de distancia. Ciudad Abismo estaba construida dentro de una caldera que contenía un agujero abierto en la corteza de Yellowstone. La ciudad rodeaba el gran abismo indigesto, se tambaleaba sobre su borde, lanzaba tomas que se aferraban como garras a sus profundidades. Las estructuras se apoyaban unas sobre otras, hombro con hombro, entrelazadas y fundidas en formas delirantes y extrañas. El aire estaba infestado de tráfico aéreo, una masa en cambio constante que hacía que el ojo tuviera que luchar para concentrarse. Parecía casi imposible que hubiera que hacer tantos viajes en un momento concreto, tantos recados y gestiones vitales. Pero Ciudad Abismo era inmensa. El tráfico aéreo representaba una porción microscópica de la verdadera actividad humana que tenía lugar bajo las agujas y las torres, incluso en tiempo de guerra.

En otro tiempo había sido diferente. La ciudad había visto más o menos tres fases. La más larga había sido la Belle Époque, cuando los demarquistas y sus familias presidenciales habían ostentado el poder absoluto. Por aquel entonces la ciudad se sofocaba bajo las dieciocho cúpulas fusionadas de la Red Mosquito. Toda la energía y química que la ciudad necesitaba se sacaba del abismo en sí. Dentro de las cúpulas, los demarquistas habían llevado su dominio de la materia y la información a su conclusión lógica. Sus experimentos con la longevidad les habían dado la inmortalidad biológica, mientras que las descargas regulares de los patrones neuronales a los ordenadores habían hecho que hasta la muerte violenta no fuera más que una simple molestia. Su pericia con lo que algunos de ellos todavía llamaban de una forma bastante pintoresca «nanotecnología» les había permitido remodelar sus entornos y sus cuerpos casi a voluntad. Se habían convertido en seres proteicos, un pueblo para el que la calma de cualquier tipo era aborrecible.

La segunda fase de la ciudad había llegado solo un siglo antes, con la aparición de la plaga de fusión. La plaga había sido muy democrática, atacaba a las personas con el mismo entusiasmo con el que atacaba a los edificios. Con cierto retraso, los demarquistas se dieron cuenta de que su edén había albergado siempre una serpiente especialmente despiadada. Hasta entonces los cambios habían sido controlados, pero la plaga se los arrebató al control humano. En pocos meses la ciudad se transformó por completo. Solo existían unos pocos enclaves herméticos en los que las personas todavía podían andar con máquinas en sus cuerpos. Los edificios se contorsionaban y adoptaban formas burlonas que recordaban a los demarquistas lo que habían perdido. La tecnología sufrió una grave crisis y volvió a un estado casi preindustrial. Las facciones depredadoras acechaban en las profundidades sin ley de la ciudad.

La edad de las tinieblas de Ciudad Abismo duró casi cuarenta años.

Era tema de discusión si el tercer estado de la ciudad ya había terminado o continuaba bajo una administración diferente. En el período inmediatamente posterior a la plaga, los demarquistas perdieron la mayor parte de sus anteriores fuentes de riqueza y los ultras se llevaron sus negocios a otro sitio. Unas cuantas familias de clase alta continuaron luchando y siempre había bolsas de estabilidad financiera en el Cinturón Oxidado, pero Ciudad Abismo estaba lista para sufrir un golpe de estado económico. Los combinados, confinados hasta entonces a unos cuantos nichos remotos de todo el sistema, vieron que era su momento.

No fue una invasión en el sentido habitual del término. Su número era demasiado escaso y militarmente hablando eran demasiado débiles. Tampoco tenían ningún deseo de convertir al pueblo a su modo de pensar. En lugar de eso, se dedicaron a comprar la ciudad trozo a trozo y la reconstruyeron y transformaron en algo nuevo y reluciente. Derribaron las dieciocho cúpulas fusionadas. En el abismo instalaron un inmenso artilugio de maquinaria bioenergética llamado Lilly, que había aumentado en gran medida la eficacia de la conversión química de los gases nativos del abismo. Ahora la ciudad vivía inmersa en una bolsa de cálido aire respirable sostenido por las lentas exhalaciones de Lilly. Los combinados derribaron muchas de las estructuras deformadas y las sustituyeron por elegantes torres semejantes a cuchillas, que llegaban muy por encima de la bolsa de aire respirable y que se giraban como las velas de un yate para minimizar el perfil que ofrecían al viento. Se volvieron a introducir en el medioambiente formas más resistentes de nanotecnología. Las medicinas combinadas permitían que se volvieran a aplicar las terapias de longevidad. Los ultras olisquearon la prosperidad y de nuevo hicieron de Yellowstone una escala clave en sus itinerarios comerciales. Alrededor de Yellowstone, la repoblación del Cinturón Oxidado se desarrolló a toda prisa.

Debería haber sido una nueva edad dorada.

Pero los demarquistas, los antiguos amos de la ciudad, jamás se adaptaron al papel de viejas glorias de la historia. Les sentaba mal su estatus reducido. Durante siglos ellos habían sido los únicos aliados de los combinados, pero todo eso estaba a punto de terminar. Irían a la guerra para recuperar lo que habían perdido.

—¿Ve usted el abismo, señor Clavain? —Su anfitrión señaló una oscura mancha elíptica, casi perdida más allá de una profusión de agujas y torres—. Dicen que Lilly se está muriendo. Los combinados ya no están aquí para mantenerla con vida, los desterraron. La calidad del aire ya no es lo que era. Se especula incluso con que habrá que volver a construir cúpulas sobre la ciudad. Pero quizá los combinados puedan volver pronto a ocupar lo que una vez fue suyo, ¿eh?

—Sería difícil llegar a otra conclusión —dijo Clavain.

—Debo admitir que a mí me da igual quién venza. Me ganaba bien la vida antes de que llegaran los combinados y he seguido haciéndolo en su ausencia. No conocí la ciudad bajo los demarquistas, pero no me cabe duda que hubiera encontrado una forma de sobrevivir. —¿Quién es usted?

—Dónde estamos sería una pregunta más apropiada. Mire hacia abajo, señor Clavain.

Clavain bajó la cabeza. El edificio en el que se encontraba era alto, eso al menos era obvio por el elevado panorama que tenía, pero la verdad es que no había comprendido del todo lo alto que era. Era como si se encontrara cerca de la cima de una montaña inmensamente alta y escarpada, y al bajar la vista viese picos y lomas subsidiarias muchos miles de metros más abajo, que ya de por sí se elevaban sobre la mayor parte de los edificios circundantes. El tráfico aéreo más alto estaba mucho más abajo; de hecho, Clavain vio que parte del tráfico fluía por el edificio en sí y se zambullía a través de inmensos arcos y portales. Por debajo había otras capas de tráfico, luego una bruma que parecía una parrilla de carreteras elevadas y luego más espacio todavía, y por fin una sugerencia borrosa de gradas de parques y lagos, tan abajo que parecían marcas desvaídas de dos dimensiones sobre un mapa.

El edificio era negro y monumental en su arquitectura. No pudo adivinar su verdadera forma, pero tuvo la sensación de que si lo hubiera visto desde alguna otra parte de Ciudad Abismo le habría parecido algo negro, muerto y un poco amenazador, como un árbol solitario alcanzado por un rayo.

—De acuerdo —dijo Clavain—. Una vista muy bonita. ¿Dónde estamos?


Cháteau des Corbeaux
, señor Clavain. La Mansión de los Cuervos. Confío en que recuerda el nombre.

Clavain asintió.

—Skade vino aquí.

El hombre asintió.

—Según tengo entendido.

—Entonces usted tuvo algo que ver con lo que le ocurrió, ¿es eso?

—No, señor Clavain, no lo tuve. Pero mi predecesora, la última persona que habitó este edificio, desde luego que lo tuvo. —El hombre se dio la vuelta y le ofreció a Clavain la mano derecha—. Me llamo H, señor Clavain. Por lo menos ese es el nombre con el que en estos momentos prefiero hacer negocios. ¿Hacemos negocios?

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