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Authors: Jens Lapidus

Dinero fácil (39 page)

BOOK: Dinero fácil
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Bajó el volumen. Las autopistas eran un coñazo. La semana siguiente pensaba llevar a Lovisa a Kolmården, al delfinario. Quizá ir por carreteras secundarias. Disfrutar.

El cielo estaba gris. ¿Febrero era el mes más inútil? Mrado no había visto el sol en cuatro semanas. Los coches de alrededor estaban manchados de nieve, sucios, sin gusto. Grises.

Los problemas le daban vueltas en la cabeza. La preocupación/la angustia como música de fondo en lugar de la radio.

Radovan estaba perdiendo la confianza en él. Quizá llevara tiempo rumiándolo, qué sabía Mrado. Cuanto más lo pensaba, más claro le parecía que Rado jamás había confiado en él.

Él mantenía en secreto ciertas cosas, como que las compañías de blanqueo de dinero/los videoclubes funcionaban de pena. Sobre todo: no le había dicho que pensaba organizar el reparto del mercado para que le beneficiara. Con toda probabilidad, Rado estaba cabreado por la solicitud de Mrado de una mayor parte de los beneficios. Rebotado por el fiasco del Kvarnen. En realidad, había sido pura suerte que se hubiera librado de una larga condena. Un puntazo por parte del abogado de los yugoslavos, Martin Thomasson. Mrado necesitaba asegurarse contra la volubilidad de Rado. Debería hablar más con Nenad.

En la parte positiva, Mrado había resuelto lo de Jorge. Lo mejor de todo: Mrado era necesario para dividir el mercado en la guerra de los gángsteres.

Caían copos de aguanieve. Los limpiaparabrisas se movían a la velocidad más lenta. Aumentó la potencia del aire caliente hacia los cristales. Las manos colgando, apoyadas sobre el volante. Notaba una cierta rigidez en sus movimientos. El chaleco Kevlar le pesaba.

Giró en dirección a Tullinge. Siguió los indicadores.

Siete minutos más tarde había encontrado el sitio. Naves grises, bajas, alineadas. Nieve en los tejados. Contenedores verdes alineados. Carteles de Ragnsells
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a lo largo de los muros de uno de los edificios. La zona cercada. Mrado sabía dónde estaba el bunker de Bandidos, no era ahí. Sin embargo, tenía la sensación de que era el territorio de ellos. Por otra parte, si se metían con él podían contar con que habría pérdidas; en vidas.

Aparcó el coche. Se quedó sentado un minuto. Comprobó palpando que la navaja estaba bien colocada en la bota. Sacó su revólver, el cargador estaba lleno. No había bala en la recámara; una vieja medida de seguridad. Finalmente: le mandó un SMS a Ratko: «Voy a entrar. Te llamo en dos horas como máximo. M».

Respiró hondo.

Ratko solía estar a su lado.

Cerró los ojos diez segundos.

Nada de pasos en falso.

Salió del coche. Le aterrizaron en las cejas grandes copos de nieve. No se veía bien.

Más allá, al otro lado de la cerca, se adivinaban dos personas que se le acercaban. Mrado se quedó quieto. Las manos a los lados. Se veía mejor a las personas. Chicos grandullones. Chaquetas de cuero, emblemas en los bolsillos del pecho. El logo de Bandidos. Uno llevaba barba oscura, probablemente un patero. Bandana a la cabeza. El otro era rubio con cicatrices en la cara.

El de la barba se quitó un guante y le extendió la mano.

—¿Mrado?

Mrado le dio la mano.

—Eso es. ¿Y tú eres...?

—Vicepresidente del capítulo de Estocolmo. James Khalil. ¿Vienes solo?

—Eso es lo que se acordó. Yo mantengo los acuerdos. ¿Te sorprende?

—Para nada. Bienvenido. Enseguida vas a ver a Haakonsen. Acompáñame.

Mrado conocía la jerga. La clave era el respeto. Frases cortas y duras. Ni un atisbo de inseguridad. Cuestiona cuando puedas cuestionar. Sin ser irrespetuoso.

Fueron hacia uno de los contenedores. Las grandes botas de los hombres de Bandidos dejaban huellas profundas en la nieve. A treinta metros se puso en marcha un camión. Salió de la zona. Mrado percibió varios ruidos provenientes de la misma dirección. Comprendió que el trabajo habitual continuaba en la zona.

James metió la llave en el cerrojo enorme de un contenedor de carga. Abrió. Encendió una lámpara. Mrado vio una mesa colocada. Tres sillas. Algunas botellas en la mesa. En el techo, una linterna de construcción en un plafón de acero. Sencillo. Práctico. Inteligente.

Antes de entrar, Mrado dijo:

—Doy por descontado que esto es seguro.

James le miró. Pareció plantearse un sarcasmo, pero se arrepintió.

—Por supuesto —dijo—. Trabajamos con los mismos principios que vosotros. Trabajar pero sin que se note.

James se acercó a una de las sillas. Se dejó puesta la chaqueta de cuero. Le pidió a Mrado que se sentara. El tío de la cara con cicatrices se quedó en el exterior del contenedor. James se sentó. Le ofreció una copa. Le sirvió whisky a Mrado. Intercambiaron frases de cortesía. Dio sorbos al whisky. Esperó en silencio.

Pasaron tres minutos.

Mrado pensó: Si no viene dentro de cinco minutos, me voy.

Levantó la mirada del vaso en dirección a James. Una ceja inquisitiva. James comprendió.

—Llegará en cualquier momento. No era nuestra intención hacerte esperar.

La respuesta le bastaba a Mrado. Era importante que comprendieran de verdad con quién estaban tratando.

Dos minutos más tarde se abrió la puerta del contenedor. Jonas Haakonsen entró, encorvado.

Mrado se levantó. Se dieron la mano.

Haakonsen se sentó en la tercera silla. James le sirvió whisky.

Jonas Haakonsen: al menos un metro y noventa y cinco de altura, el pelo en una cola de caballo y barba rubia poco espesa. El blanco de los ojos inyectado en sangre. La chaqueta de cuero con los emblemas habituales. En la espalda Bandidos MC, Stockholm, Sweden. El logotipo con letras grandes. Alrededor, dibujos bordados de machetes. Tenía algo de loco en los ojos. A Mrado le recordaba lo que había visto en el rostro de algunos de los hombres de Arkan. Ojos en blanco, ojos de tiburón. Ojos como los de los guerreros psicópatas. Podían pasar al ataque en cualquier momento.

Haakonsen era el hombre que hace que des un rodeo de un kilómetro para evitar encontrártelo. El tío que podía hacer que todo un experto en chuparse trena se callara cuando él tenía algo que decir.

Se quitó la chaqueta de cuero. Aparentemente, el frío del contenedor no le molestaba. Debajo de la chaqueta llevaba un chaleco de cuero. Bajo el chaleco: una camiseta negra de manga larga. El texto:
We are the people your parents warned you about
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. Tenía el cuello totalmente tatuado. En uno de los lóbulos de la oreja: los rayos de las SS. En el otro lóbulo: las letras BMC, Bandidos MC.

Mrado pasó de aquella pose. Pero los ojos... Sabía lo que habían visto esos ojos. Lo sabían todos. Jonas Haakonsen a los diecinueve años en Dinamarca. Líder de una banda de chicos del sur de Copenhague que robaban oficinas de correos y trapicheaban con drogas blandas. Dieron un gran golpe, la oficina de correos de Skanderborgs Centrum. Tres chicos. Entraron en tromba cuando el vehículo blindado iba a recoger los billetes de la oficina. Sus armas: una escopeta de postas de cañones recortados y dos hachas. Uno de los guardias pensó con rapidez. Echó el cierre a la bolsa de seguridad de los billetes. Pero Haakonsen pensó más rápido, se llevó de un tirón la bolsa de seguridad; y al guardia. Los ladrones cambiaron de coche en algún punto de la autopista. Se dirigieron a las zonas rurales danesas. El guardia en el maletero, como en una película de gánsteres americanos. Le encontraron tres días después. Tambaleándose por una carretera en las cercanías de Skanderborg. Delirando con una camiseta enrollada alrededor de la cabeza. Sangre seca por todos los lados. Los sanitarios de la ambulancia le quitaron la camiseta; le habían sacado los ojos. Haakonsen le había presionado para que le diera el código de la bolsa de seguridad. El guardia no lo sabía pero Haakonsen fue implacable. El guardia no tenía nada que decir. Haakonsen le sacó los ojos a ese hombre con los dedos. Uno a uno. Consiguió ocultarse tres semanas. Después le cogieron. A Haakonsen le cayeron sólo cinco años, debido a su juventud. Salió después de tres. Más rabioso que nunca.

Haakonsen dio un trago de whisky. Dijo con un ligero acento danés:

—Vaya, el famoso Mrado. ¿Le has partido la cara a algún portero últimamente?

—En alguna ocasión, en alguna ocasión —dijo Mrado y se rió—, incluso yo me tengo que mantener en forma, ¿no? —Mrado, sorprendido. No se esperaba que un tío como Haakonsen estuviera enterado del incidente del Kvarnen.

—¿Y cómo está el padrino? —continuó Haakonsen.

—Muy bien. Radovan vive y está bien. Los negocios van sobre ruedas. ¿Y tú?

—Mejor que nunca. Bandidos están en Estocolmo para quedarse. Tendréis que tener cuidado.

¿Una broma o una advertencia?

—¿Cuidado con qué? ¿con unos mecánicos alfeñiques que se las dan de cachas?

—No, no estoy hablando de los Ángeles del Infierno.

Mrado y Haakonsen se rieron en voz alta. James sonrió.

El ambiente se relajó. Charlaron del Mercedes de Mrado, del tiempo, de las últimas noticias en su mundo, que a un hombre de la banda de Naser se lo habían cargado con un bolígrafo. Según Haakonsen, el trabajo lo habían hecho de manera profesional:

—No es tan difícil acertar con el bolígrafo, pero para matar rápido hay que retorcerlo.

Después de diez minutos, Mrado interrumpió la conversación para ir al asunto:

—Sabrás por qué quería verte. —Miró a Haakonsen a los ojos.

—Me lo puedo imaginar. Me ha contado un pajarito que ya has hablado con Magnus Linden y con Naser.

—¿Así que sabes lo que quiero?

—Una conjetura con fundamento es que quieres que paremos la guerra con los Ángeles del Infierno. Quieres que las demás bandas se calmen.

—Más o menos, pero déjame que te explique.

—En un momento. Primero, quiero dejar claras algunas cosas. Somos hombres de honor. Estoy convencido de que los serbios tenéis vuestras reglas. Nosotros tenemos las nuestras. Bandidos es una familia. Si haces daño a uno de los nuestros, has hecho daño a todos. Como a un animal, si le cortas una zarpa, le duele todo el cuerpo. Hace dos meses mataron a tiros a Jonny Carlgren,
Bonanza,
en Södertälje, en mitad de la plaza. Bonanza había ido al Systembolaget
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con su pareja y otros dos hermanos. Cuatro tiros en el estómago, pero el primero fue en la espalda. Delante de su chica. Se desangró en media hora. ¿Te das cuenta? El primer disparo se lo dieron en la espalda. No le dio tiempo ni a darse la vuelta.

—Con todos mis respetos, ya lo sabía.

—Permíteme que termine.

Mrado dio marcha atrás. Quería mantener el buen ambiente. Asintió.

—Bonanza era mi hermano. ¿Lo entiendes? Mi hermano de Bandidos. Nosotros no olvidamos eso. Nada puede lograr que dejemos de lado lo que tiene que hacerse. Los Ángeles del Infierno van a pagarlo. Caro de cojones. Al que planeó lo de Bonanza nos lo cargamos hace un mes. Y ahora vamos a por el tío que lo hizo.

Se quedaron en silencio diez segundos. Las miradas fijas el uno en el otro.

—Tenéis todo el derecho a vengar a un hermano de armas muerto. Pero como acabas de contar, ya lo habéis hecho. Y si no me equivoco, vosotros disparasteis a Micke Lindgren. Empate a uno, sencillamente. Lo importante es que al continuar os perjudicáis a vosotros mismos. La situación no es tan sencilla, aunque te comprendo. No se trata sólo de Bandidos y los Ángeles del Infierno. Jonas, nosotros llevamos en esta ciudad mucho más tiempo que vosotros. Actualmente, eres grande y me gusta tu estilo, sin duda, pero la primera vez que yo rompí un hueso humano tú montabas en BMX y comías chicle. Cuando yo conseguí mi primer millón con la coca, tú habías robado algunos supermercados. Yo conozco las posibilidades de esta ciudad. Hay sitio para todos nosotros. Pero tenemos que actuar correctamente. ¿Por qué nos vemos en un puto contenedor? En pleno invierno. Sabes la respuesta. Tú y yo estamos en el punto de mira del proyecto Nova. La operación de la pasma. Están detrás de nosotros. Si sólo te planteas tus movidas contra los Ángeles del Infierno en lugar de planificar tu defensa contra el siguiente golpe de Nova, te estás cargando a BMC. Nos dividimos nosotros mismos en la guerra mientras que ellos pillan a uno detrás de otro. Con mi propuesta machacamos a los cabrones de la pasma.

Mrado siguió convenciendo. Haakonsen se opuso a todo lo que se relacionaba con la paz con los Ángeles del Infierno pero escuchó el resto. A veces asentía. Presentaba puntos de vista propios. Se interesaba. No se notaba que James Khalil estaba en la habitación, estaba sentado en absoluto silencio. Mrado y Haakonsen discutieron las cuotas de mercado durante una hora.

En principio, el presidente de Bandidos aceptó el concepto.

Al final alcanzaron un acuerdo preliminar.

Mrado apuró su vaso. Haakonsen se levantó. James se puso en pie. Abrió la puerta. Mrado salió primero. En el exterior seguía nevando.

De camino a casa en el Mercedes, Mrado tenía la sensación de que el acuerdo era impecable. Bandidos disminuirían la protección de guardarropas en el centro. Disminuirían el negocio de la farla en el centro. Podrían hacer lo que quisieran con los temas económicos. Aumentarían la actividad de protección en general. Aumentarían el negocio de cannabis.

Perfecto. Favorecía a Rado. Favorecía a Nenad. Pero sobre todo a Mrado. La actividad de los guardarropas estaba a salvo, lo que significaba que Mrado quedaba asegurado.

Llamó a Ratko. Hablaron unos minutos.

Se decidió a llamar también a Nenad, el más cercano de sus colegas. Le contó lo que acababa de pasar. Nenad: evidentemente satisfecho.

—Nenad, quizá tú y yo podríamos hablar de negocios propios algún día. ¿Qué me dices?

La primera vez que Mrado sugería algo que bordeaba la traición a Radovan. Si Nenad no era el adecuado, Mrado podría contar sus días en terminología informática: cero y uno.

Capítulo 34

La estrategia era importar directamente. Comprar de la fuente, Suramérica. En este caso, nada de acuerdos directos con un cártel. Aún no eran tan grandes. Por otra parte: los contactos de Abdulkarim unidos a la mentalidad de Jorge podían conseguir que les tocara el gordo.

El punto crucial era la introducción. Tan grande y con los riesgos tan minimizados como fuera posible.

Hasta entonces habían traído cantidades pequeñas. Por medio de mulas, por correo, en botellas de champú, en tubos de pasta de dientes, en paquetes de golosinas. La expansión requería mayores cantidades.

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