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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (22 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
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De modo que no tengo mucha experiencia en hospitales. Unas voces me despertaron y tardé algún rato en saber dónde me encontraba y otro rato en recordar por qué demonios estaba allí. Abrí los ojos. No podía ver nada, excepto una borrosa oscuridad. Parpadeé una y otra vez. mas era como si alguien hubiera intentado pegarme los ojos con arena y miel. Traté de levantar la mano para restregarme los ojos, pero mi brazo estaba demasiado débil, no podía cruzar la insignificante distancia que separa el pecho del rostro. Parpadeé un poco más y entorné los ojos.

Por fin, pude distinguir a dos enfermeros, de pie, a los pies de mi cama. Uno era joven, con barba negra y voz diáfana. Sostenía un cuadro clínico y daba instrucciones al otro.

—El señor Audran no te dará demasiados problemas —dijo.

El otro enfermero era bastante más viejo, con cabello gris y voz ronca. Asintió.

—¿Medicamentos? —preguntó. El joven enarcó las cejas.

—Es extraordinario. Puede tomar lo que quiera, con la aprobación de los médicos. Y creo que la obtendrá con sólo pedirla. Cualquier cosa y con la frecuencia que quiera.

El hombre del cabello gris soltó un bufido de indignación.

—¿Qué es lo que hizo, ganar un concurso? ¿Unas vacaciones con todas las drogas pagadas en el hospital de su elección?

—Baja la voz, Alí. No se mueve, pero quizá pueda oírte. No sé quién es; el hospital lo ha tratado como a un dignatario extranjero o algo parecido. El dinero que se ha gastado en suprimirle el menor signo de incomodidad podría aliviar el dolor de una docena de pobres que sufren en los pabellones de la caridad.

Como es natural, eso me hizo sentir como un cerdo asqueroso. Me refiero a que también tengo sentimientos. Yo no había pedido ese tratamiento —al menos no recuerdo haberlo hecho —, y decidí ponerle fin tan pronto como pudiera. Bien, si no fin, quizá reducirlo un poco. No quería que me tratasen como a un caíd feudal.

El joven siguió consultando el cuadro clínico.

—El señor Audran ingresó para que le practicaran una selecta operación intracraneal. Un complicado injerto de circuitos, muy experimental, creo. Por eso ha estado en cama tanto tiempo. Podrían darse efectos secundarios imprevistos.

Eso me puso un poco nervioso. ¿Qué efectos secundarios? Nadie me lo había dicho antes.

—Echaré un vistazo a su cuadro esta noche —dijo el hombre de cabello gris.

—Duerme la mayor parte del tiempo, no te molestará demasiado. Alá misericordioso, entre la burbuja de etorpina y las inyecciones debería dormir durante los próximos diez o quince años.

Por supuesto, estaba subestimando mi maravilloso y eficiente hígado y mi sistema enzimático. Todo el mundo cree que exagero.

Abandonaban la habitación. El más viejo abrió la puerta y se fue. Intenté hablar, no me salió nada. Sólo un susurro quebrado. Tragué un poco de saliva y murmuré:

—Enfermero.

El hombre de la barba negra dejó mi cuadro sobre la consola, al lado de mi cama, y se dirigió hacia mí con su rostro inexpresivo.

—En seguida estoy con usted, señor Audran —dijo con frialdad.

Luego salió y cerró la puerta.

La habitación era limpia y sencilla, casi sin decoración, pero cómoda. Mucho más cómoda que la sala de la caridad donde me trataron después de la apendicitis. Una época desagradable. Lo único atractivo fue que me salvaron la vida, gracias a Alá, y mi iniciación a la soneína, una vez más sea Alá alabado. Las salas de la caridad no son filantrópicas por completo; me refiero a que el fellahin que no puede pagarse doctores privados recibe atención médica gratis, pero el principal interés del hospital es proporcionar a los estudiantes internos, residentes y enfermeros amplia gama de casos poco comunes con los que practicar. Todo el que te examina, te hace cualquier prueba o cualquier operación menor, a la cabecera de tu cama, sólo está familiarizado de lejos con su trabajo. Eran formales y sinceros, pero sin experiencia; podían convertir una simple extracción de sangre en una desagradable experiencia y un procedimiento más doloroso en una tortura infernal. Eso no ocurría en aquella habitación privada. Estaba cómodo, tranquilo y libre de dolor, rodeado de paz, descanso y cuidados competentes. Friedlander Bey me lo proporcionaba, pero yo debería corresponderle. Él se encargaría de que lo hiciera.

Supongo que debí dormirme un rato, porque cuando la puerta se abrió, me desperté sobresaltado. Esperaba ver al enfermero, mas era un joven con una bata de quirófano verde. Tenía la tez oscura y quemada por el sol, vivos ojos marrones y un bigote negro de los más espesos y grandes que he visto en mi vida. Le imaginé tratando de metérselo bajo la mascarilla quirúrgica y eso me hizo sonreír. Mi médico era turco. A mí me costaba entender su árabe y a él comprenderme.

—¿Cómo se encuentra hoy? —dijo sin mirarme.

Me echó un vistazo a través de las notas del enfermero y luego se dirigió al terminal de información que había junto a mi cama. Tocó unas cuantas teclas y las funciones en la pantalla del terminal cambiaron. No hacía ningún ruido, tampoco los médicos suelen chasquear o alentar el zumbido. Contempló el incesante desfile de números y retorció los extremos de su bigote. Por fin me miró.

—¿Cómo se encuentra?—Bien —dije de modo evasivo.

Cuando trato con médicos, imagino siempre que buscan una información determinada, pero no van al grano y te preguntan lo que necesitan saber porque temen que distorsiones la verdad y les digas lo que tú crees que desean oír; así que se andan con rodeos como si de esa forma no intentases averiguar qué quieren saber y distorsionases la verdad de todos modos.

—¿Algún dolor?

—Un poco —dije.

Era mentira. Estaba rizando el rizo. Nunca digas a un médico que no sufres, porque le inducirá a bajarte la dosis de calmante.

—¿Duerme?

—Sí.

—¿Ha comido algo?

Lo pensé un instante. Tenía un hambre desatorada, pese a que el gotero vertía una solución de glucosa directamente por una vena del dorso de mi mano.

—No —respondí.

—Empezaremos con algunos líquidos por la mañana. ¿Se ha levantado de la cama?

—No.

—Bien. Se quedará aquí otro par de días. ¿Mareos? ¿Manos o pies entumecidos? ¿Náuseas? ¿Sensaciones extrañas, luces, oye voces, se le duerme algún miembro, o algo parecido?

—¿Miembros dormidos?

—No.

Aunque hubiera sido así, no se lo habría dicho.

—Va reaccionando bien, señor Audran. Todo según lo previsto.

—Gracias a Alá. ¿Cuánto hace que estoy aquí? El doctor me miró y luego miró mi cuadro. —Poco más de dos semanas —dijo.

¿Cuándo me operaron?

—Hace quince días. Antes estuvo dos días de preparación en el hospital.

—Oh, oh.

Quedaba menos de una semana de Ramadán. Me preguntaba qué habría sucedido en la ciudad durante mi ausencia. Esperaba que algunos de mis amigos y asociados siguieran vivos. Si alguien había resultado herido —es decir, muerto—, «Papa» tendría que cargar con la responsabilidad. Eso era casi como echarle la culpa a Dios, e igual de práctico. No conseguirías abogado para demandar a ninguno de los dos.

—Dígame, señor Audran, ¿qué es lo último que recuerda?

Resultaba difícil de contestar. Lo pensé un rato, era como zambullirse en un oscuro y tormentoso frente de nubes; no había nada, excepto un turbio y pasado presentimiento. Tenía vagas sensaciones de voces serias, el recuerdo de manos que me movían en la cama y sobresaltos de dolor. Recuerdo que alguien dijo: «No tiren de ahí», pero yo no sabía quién había hablado ni qué significaba. Seguí investigando en mi mente y me percaté de que no recordaba haber entrado a la operación, ni salido de mi apartamento para ir al hospital. Lo último que recordaba con claridad era...

Nikki.

—Mi amiga —dije, con la boca repentinamente seca y un nudo en la garganta.

—¿La que fue asesinada? —preguntó el médico.

—Si.

—Eso fue hace casi tres semanas. ¿No recuerda nada posterior a eso?

—No. Nada.

—Entonces, ¿no recuerda haberme visto antes? ¿Nuestras conversaciones?

El oscuro frente de nubes surgía para empañarlo todo, pensé que era un buen momento para hacerlo. Odiaba esos vacíos en mi consciencia. Eran un fastidio, incluso esos pequeños vacíos de doce horas. Un pedazo de tres semanas perdido de mi pastel mental era más molesto de lo que deseaba afrontar. Ni siquiera tenía la energía para mostrar un pánico decente.

—Lo siento —dije—. No me acuerdo.

El doctor asintió.

—Soy el doctor Yeniknani, ayudante de su cirujano, el doctor Lisán. Durante los últimos días ha ido recobrando la memoria de forma paulatina. Pero si ha olvidado el contenido de nuestras charlas, es muy importante que discutamos esa información de nuevo.

Sólo deseaba volver a dormirme. Me restregué los ojos con mano fatigada.

—Si me lo explica todo otra vez, es probable que lo olvide y tenga que repetírmelo todo mañana o pasado.

El doctor Yeniknani se encogió de hombros.

—Es posible, pero usted no tiene otra cosa que hacer y a mí me pagan tan bien que estoy más que deseoso de cumplir con mi deber.

Me ofreció una amplia sonrisa para hacerme saber que bromeaba. Esos tipos duros tienen que hacerlo así o, de otro modo, nunca lo adivinarías. El médico parecía empuñar un rifle en alguna emboscada en la montaña, en lugar de manejar cuadros clínicos y depresores de lengua, pero eso era sólo mi mente trivial dedicada a construir estereotipos. Me divertía. El médico volvió a mostrarme sus grandes y torcidos dientes amarillos.

—Además, siento un enorme amor por la humanidad — dijo—. Es la voluntad de Alá que empiece a poner fin al sufrimiento humano manteniendo con usted esta insípida charla cada día, hasta que por fin la recuerde. Estamos aquí para hacer estas cosas, comprenderlas es cosa de Alá.

Volvió a encogerse de hombros. Era muy expresivo, para ser turco.

Alabé el nombre de Dios y esperé a que el doctor Yeniknani reiniciase su atento y gentil trato.

—¿Se ha visto? —me preguntó.

—No, todavía no.

Nunca tengo prisa por ver mi cuerpo después de haber sido agraviado de modo serio. Las heridas no me producen una especial fascinación, sobre todo si son mías. Cuando me extirparon el apéndice, fui incapaz de mirarme más abajo del ombligo durante un mes. Ahora, con el cerebro recién modificado y la cabeza rasurada, no quería ponerme delante de un espejo, eso me haría pensar en lo que me habían hecho, por qué, y adonde me conduciría. Si era prudente y listo, podría pasarme en esa cama de hospital, plácidamente sedado, meses, años incluso. No parecía un destino tan terrible. Era preferible ser un vegetal atontado que un cadáver listo. Me preguntaba cuánto tiempo podría fingirme enfermo antes de volver a ser arrojado a la dura «Calle». No tenía prisa, eso seguro.

El doctor Yeniknani asintió, ausente.

—Su... patrón... —dijo, eligiendo juiciosamente la palabra—, su patrón especificó que le hicieran la reticulación intracraneal más completa posible. Por eso, el propio doctor Lisán en persona realizó la operación. El doctor Lisán es el mejor neurocirujano de la ciudad, y uno de los más respetados del mundo. Mucho de lo que le ha sido hecho a usted, lo ha inventado él, o mejorado, y, en su caso, el doctor Lisán ha ensayado uno o dos procedimientos nuevos que podríamos llamar... experimentales.

Eso no me halagó en absoluto. No me importaba lo buen cirujano que el doctor Lisán fuera. Soy partidario del «Más vale prevenir que curar». Podría ser igual de feliz con un cerebro que careciera de uno o dos ingenios «experimentales», pero que no corriera el riesgo de volverse tarumba si se concentraba demasiado. Pero ¡qué demonios! Le dediqué una torva y temeraria sonrisa, y me di cuenta de que colocar peligrosos cables en ignotos recodos de mi cerebro para ver qué sucedía no era mucho peor que recorrer la ciudad en el asiento trasero del taxi de Bill. Quizá tuviera algún tipo de pulsión de muerte o alguna clase de estupidez simple.

El médico levantó la tapadera de la mesa-bandeja, que había junto a mi cama, y descubrió un espejo debajo. Entonces, movió la mesa para que pudiera verme en él. Estaba horrible. Parecía un muerto que se hubiera perdido camino del infierno y se encontrara en ninguna parte; no vivo, desde luego, pero tampoco decentemente muerto. Mi barba aparecía arreglada con toda pulcritud, me había afeitado cada día o alguien lo había hecho por mí; sin embargo, tenía la tez pálida, de un color poco saludable, como papel de periódico viejo, y profundas ojeras. Me miré al espejo un buen rato antes de darme cuenta de que estaba casi calvo, sólo una fina pelusilla cubría mi cuero cabelludo, como musgo pegado a una roca insensible. La conexión injertada no era visible, oculta tras capas protectoras de vendajes. Intenté tocarme la coronilla con la mano, pero no pude hacerlo. Sentía un extraño y desagradable hormigueo en las tripas, y desistí. Mi mano se desplomó y miré al médico.

—Cuando le quitemos el vendaje —dijo—, notará que tiene dos conexiones, una anterior y otra posterior.

—¿Dos? —nunca había oído que nadie tuviera dos conexiones.

—Sí. El doctor Lisán le ha aumentado al doble el injerto corímbico convencional.

Esa enorme capacidad en mi cerebro era como ponerle un cohete a una carreta de bueyes; nunca volaría. Cerré los ojos, me sentía algo más que asustado. Empecé a murmurar Al-Fatiha, la primera azora del noble Corán, una consoladora oración que siempre me sale en ocasiones como ésa. Es el equivalente islámico del Padrenuestro cristiano. Luego abrí los ojos y contemplé mi imagen. Todavía estaba asustado, pero al menos había dado a conocer mi incertidumbre al cielo y, en adelante, aceptaría todo como la voluntad de Alá.

—¿Eso significa que puedo conectarme dos moddies distintos a la vez y ser dos personas al mismo tiempo?

El doctor Yeniknani frunció el ceño.

—No. señor Audran. La segunda conexión sólo aceptará potenciadores de software, no un módulo de personalidad completo. No intente probar dos módulos a la vez. Acabaría con los dos hemisferios cerebrales carbonizados y la parte posterior de su cerebro serviría sólo de pisapapeles. Le hemos proporcionado un aumento, como... —Casi comete una indiscreción y menciona un nombre— su patrón ordenó. Un terapeuta le enseñará el uso correcto de sus injertos corímbicos. El modo como usted los emplee cuando salga del hospital es asunto suyo. Recuerde que ahora trata directamente con su sistema nervioso central. No se trata de tomarse unas cuantas pastillas y amodorrarse un rato hasta recobrar la sobriedad. Si comete alguna imprudencia con sus injertos, podría tener efectos irreversibles. Aterradores efectos irreversibles.

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