Read Corsarios Americanos Online

Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (28 page)

BOOK: Corsarios Americanos
13.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Quinn se volvió y dirigió sus pasos desanimados hacia el grupo de hombres que esperaba. Mientras Stockdale estuviera entre ellos el joven no correría peligro, pensó Bolitho.

Un suboficial se cuadró ante él golpeándose la frente con los nudillos.

—Hemos abierto el pañol de explosivos, señor. ¿Colocamos ya la mecha? —preguntó el hombre, quien se quedó quieto esperando la respuesta como habría hecho un perro pastor.

Bolitho intentó ordenar sus ideas. Tanto su cuerpo como su mente intentaban distraerle de sus obligaciones. Pero era él quien tenía que afrontar la decisión. Estaba al mando de los marinos, Probyn lo había explicado con claridad.

—Espere —respondió—. Iré con usted para ver lo que han encontrado.

Había que clavar los cañones para inutilizarlos. Todas las vituallas y pertrechos arderían en una enorme hoguera; posteriormente harían saltar por los aires el pañol de explosivos, y con él el fuerte entero. Bolitho estudió los establos vacíos mientras seguía los pasos del suboficial, que andaba por la sombra. Le alegraba que no quedasen caballos en el recinto. La idea de sacrificar los pobres animales para que no los utilizara el enemigo le parecía ya bastante dolorosa. Peor aún era el efecto que eso hubiese tenido en la moral de los hombres ya afectados por la lucha. Muerte, heridas o castigo con el látigo de nueve colas, eso lo aceptaba el marino como parte de su carga. Pero una vez Bolitho vio cómo un patrón de bote abría de un hachazo la cabeza de un compañero, en el puerto de Plymouth, porque el hombre había pegado una coz a un perro abandonado.

El almacén era un hervidero de actividad; los soldados se hallaban en su elemento preparando mechas retardadas y apilando barriles de pólvora, mientras otros remolcaban hacia el exterior las piezas menores.

Cuando la tarea estuvo casi lista, la barcaza yacía ya en el fondo de la zona más profunda del canal. Bolitho trepó al parapeto para observar cómo los marinos destrozaban a hachazos la rampa de desembarco y cortaban los cabos. Quinn les observaba a su vez, apartado del grupo. Cuando se viese envuelto de nuevo en un combate, reflexionó Bolitho con tristeza, el joven no tendría la suerte que había tenido hasta entonces.

Vio también que, en lo alto de la torre de vigilancia, el guardiamarina Couzens dirigía un catalejo hacia el fondeadero. Se volvió en la misma dirección. El lugre estaba largando velas; su ancla colgaba ya de la serviola goteando agua, y los hombres se afanaban en trincarla contra el casco.

Ese mismo viento que, con su nueva dirección, iba a retrasar la llegada de la balandra
Spite
, ayudaría a Probyn; el pequeño velero bajo su mando habría dejado de divisar tierra mucho antes del anochecer. La lástima nunca era buena consejera a la hora de hacer amigos, pensó Bolitho. Pero la despedida no había sido amable. Si algún día se volvían a encontrar habría rencor entre ellos, de eso no tenía ninguna duda.

—¡Así que por fin está usted aquí, Bolitho! —Era la voz de Paget, que le observaba a través del tosco marco de su ventana—. Haga el favor de entrar. He de darle instrucciones.

Bolitho penetró en la estancia y sintió que de nuevo le invadía el cansancio, como resaca de la destrucción y el miedo.

—Hemos conseguido nueva información —dijo el comandante—. Por fin sabemos de dónde saca el enemigo una buena parte de su armamento y su pólvora, ¿verdad? —Observó con cautela a Bolitho y añadió—: Ahora todo depende del almirante.

Se oyó un rápido golpeteo en la puerta seguido del siseo de alguien que hablaba con urgencia al otro lado.

—¡Espere! —dijo Paget con calma—. Con respecto al lugre no tenía ninguna opción. Ya sé que por derecho le correspondía a usted, y yo también lo veo así. Especialmente tras la forma en que logró usted franquearnos la entrada del fortín. —Agitó enérgicamente sus hombros antes de proseguir—: Pero las costumbres en la Armada no son las mías, y…

—Lo comprendo, señor.

—Muy bien. —Paget cruzó la estancia con sorprendente agilidad y abrió de un golpe la puerta—: ¿Qué ocurre, hombre?

Era el teniente Fitzherbert, oficial de infantería de marina del navío insignia.

—¡El enemigo, señor! —anunció con tartamudeo—. ¡Les hemos avistado, se acercan por la costa!

Salieron los tres juntos; el sol les cegaba. Paget, sin prisas, tomó el catalejo que le ofrecía uno de los centinelas. Observó un minuto largo antes de ofrecérselo a Bolitho.

—Le gustará la escena. Estoy seguro de que Probyn debe alegrarse de perderse esto.

Bolitho enfocó la lente hacia el litoral. Lo que vio le hizo olvidar al instante su decepción, así como el sarcasmo con que el comandante se refería a ella. La orilla del agua estaba ocupada por un camino que la reseguía a lo largo, y que probablemente llegaba hasta la misma ciudad de Charlestown.

Sobre ese sendero aparecía ahora una cinta de color blanco y azul que se movía con lentitud. La columna de hombres uniformados se interrumpía a trechos por los caballos o unas formas negras y brillantes que sólo podían ser piezas de artillería.

Paget se cruzó de brazos y se echó para atrás, meciéndose sobre sus tacones.

—Ya ven, ahí llegan. Ya no vale la pena intentar engañarles con disimulos, creo.

Su mirada se alzó hacia el mástil donde ondeaba aún el trapo de los rebeldes americanos. Sus ojos estaban enrojecidos por el castigo de la luz.

—¡Ice nuestra bandera, sargento! ¡Por lo menos así tendrán algo de qué hablar entre ellos!

Bolitho bajó el catalejo. Quinn estaba todavía junto a la barcaza medio hundida. No se había percatado de la columna enemiga que se acercaba por la orilla. Por su parte, Probyn tenía ya bastantes quebraderos de cabeza para conducir el velero por entre los bancos de arena como para verla, o preocuparse por ella si la veía.

Alzó de nuevo la lente para dirigirla hacia el horizonte. La feroz reverberación de la luz le hirió los ojos. Nada en la afilada línea azul prometía la llegada de una vela aliada.

Pensó en el oficial francés que habían hecho prisionero. Por poca suerte que tuviera, su cautividad sería una de las más breves de la historia militar.

—¡No se quede quieto, señor! —le gritó el comandante Paget—. Transporten la batería principal hacia el terraplén y busquen una dotación de hombres para ella. Imagino que ustedes han traído algún artillero de confianza, ¿no? Dígale que quiero carga doble en cada una de las piezas. ¡Van a pasar calor, se lo aseguro!

Bolitho se preparaba ya para alejarse a toda prisa, cuando Paget añadió con voz decidida:

—No importa lo que nos prometan o nos ofrezcan. Nos mandaron aquí para destruir este enclave, y lo haremos. ¡Que Dios nos ayude!

Una vez hubo alcanzado el patio, Bolitho se volvió para mirar de nuevo hacia la torre. Ahí estaba Paget, erguido y desafiante, aguantando el sol con la cabeza descubierta y mirando orgulloso la bandera británica izada a toda prisa por los infantes de marina.

Ya entre sus hombres, oyó que uno de los marinos confiaba a su compañero:

—El señor Bolitho no está preocupado, Bill, Será que el enemigo no viene con mucha fuerza, digo yo.

Bolitho lanzó una furtiva mirada a los dos hombres. Se sentía atenazado por la responsabilidad, pero también orgulloso. Esos esforzados no ponían en cuestión el porqué estaban allí, ni siquiera dónde estaban. Obediencia, confianza, esperanza eran parte de sus existencias como lo era soltar maldiciones o pelearse por cualquier nimiedad.

Se encontró con Rowhurst junto al portalón.

—¿Ha oído la noticia?

—¡Hasta les he visto, señor! —replicó el hombre con una mueca—. ¡Un ejército entero en orden de batalla! ¡Lo que nos faltaba!

Bolitho sonrió con gravedad.

—Tenemos tiempo de sobra para prepararnos.

—Sí, señor. —Rowhurst miró con intención el montón de barriles de pólvora y mechas—. ¡Lo que es seguro es que no tendrán que enterrarnos! ¡Les bastará con recoger los restos!

10
UNA ACCIÓN NOCTURNA

Bolitho penetró en la estancia habilitada en el piso más alto de la torre, la misma donde, sin duda, el antiguo jefe de la guarnición del fuerte había morado. Era un aposento espartano y nada confortable. Nada más cruzar el umbral, se halló ante Pagel, que discutía los datos de un mapa con el capitán D'Esterre.

—¿Me han mandado llamar, señores? —preguntó Bolitho.

Le costaba reconocer su propia voz. Había superado ya los límites del cansancio y vivía en un estado de media vela, agotadas por completo sus reservas. A lo largo de la jornada no había parado de correr de un lado a otro; miles de tareas exigían su presencia y supervisión. En su mente estaba siempre presente la columna de uniformes blancos y azules que, en la lejanía, aparecían y desaparecían de forma intermitente por el camino costero. Ahora hacía rato que se había desvanecido, probablemente porque el camino serpenteaba tierra adentro antes de bifurcarse frente a la isla.

Paget le obsequió con una mirada inquisidora. Se había afeitado. El mismo, por el aspecto acicalado que lucía, parecía haber sido planchado con el uniforme que vestía.

—Sí. Ya falta poco para que se produzcan acontecimientos, ¿no le parece? —El comandante señaló una silla con el gesto y añadió—: ¿Han terminado?

Bolitho se sentó notándose tenso. «Terminado.» Las tareas no parecían tener ni fin ni principio. Se había dado sepultura a los muertos. Los prisioneros habían sido trasladados a un lugar donde podían ser vigilados por un contingente mínimo de hombres. Se hizo también inventario de víveres y agua potable. Los explosivos del pañol se habían apilado de tal forma que, al prender las mechas retardadas que se pensaba colocar en su momento, produjesen una única y devastadora explosión. También hubo que transportar a fuerza de brazos las grandes piezas de artillería y orientarlas hacia las dunas de la tierra firme, listas para disparar sobre el terraplén y el trozo de costa que se extendía más allá de él.

—Sí, señor —respondió. Todos los marineros, como usted ordenó, se encuentran ya en el interior del fuerte.

—Bien. —Paget llenó con vino un tazón y lo empujó por la superficie de la mesa—. Beba un trago. No le vendrá nada mal, considerando la situación.

—Más que nada —continuó el comandante— se trata de mantener engañado al enemigo. Nosotros sabemos muchas cosas sobre las fuerzas e intenciones de esos bergantes, mientras que ellos lo ignoran todo sobre nosotros. Por el momento, claro. Pronto podrán divisar a mis infantes de marina. Pero una casaca roja no se distingue mucho de otra. Lo que yo digo es: ¿hay alguna razón para que el enemigo piense que sólo somos un destacamento de infantería de marina? Podríamos muy bien formar parte de un regimiento en toda regla que hubiese atravesado sus líneas defensivas. Eso les dará muchas cosas de qué preocuparse.

Bolitho estudió a D'Esterre, cuyo semblante, habitualmente ágil, aparecía ahora inexpresivo. Eso le hizo deducir que la idea de esconder a los marineros del
Trojan
era suya y no de Paget.

Fuese quien fuese su creador, era buena idea. Al fin y al cabo, no había ningún velero a la vista. ¿Quién mejor que el propio comandante de la guarnición, sin duda al mando de la fuerza, para saber que era imposible aproximarse con un buque de guerra al fondeadero defendido por cañones de grueso calibre?

El viento no mostraba ningún deseo de cambiar de dirección; más bien había arreciado. Durante toda la tarde había estado transportando por encima del mar una nube de polvo, parecida a humo de artillería, originada sin duda por la marcha de la lejana columna sobre la arena.

—Falta más o menos una hora para la puesta de sol —dijo Paget—. Pero antes de la noche emprenderán alguna acción destinada a hacerse notar. Cuento con eso.

La mirada de Bolitho recorrió la estancia y se detuvo en un estrecho ventanuco, desde donde se divisaba la colina desde la que había vigilado el fuerte junto al joven Couzens. Parecía haber transcurrido un siglo entero desde entonces. El viento agitaba las matas de arbustos agostadas por el sol de la ladera, que se asemejaba así al pelaje de una alimaña. La luz del atardecer pintaba el paisaje con una tonalidad amarillenta, rota por la multitud de sombras alargadas.

Los infantes de marina se hallaban atrincherados junto a las estacas de madera que habían servido para amarrar la barcaza. Siguiendo las órdenes de sus suboficiales, habían excavado pequeñas zanjas que les hacían invisibles a los ojos situados al otro lado del brazo de agua.

D'Esterre podía estar orgulloso de su trabajo. Ahora tan sólo les restaba descansar y esperar.

—Tenemos problemas con el agua potable, señor —explicó con fatiga Bolitho—. Al parecer, esa gente la obtenía de un riachuelo que desemboca más allá, a lo largo de la costa. Las reservas son escasas. Si sospechan que esperamos la llegada de un navío para abandonar la isla, no les costará deducir el tiempo de que disponen, o del que disponemos nosotros, quiero decir.

—Por supuesto, también he pensado en eso —resolló Paget—. Intentarán bombardearnos con su artillería, pero en ese caso la ventaja está de nuestro lado. La arena de la playa es demasiado blanda para las ruedas de los cañones. Si quieren disparar desde lo alto de la colina necesitarán por lo menos un día entero para transportar sus piezas más pesadas hasta allí. En cuanto a la calzada del terraplén, a ningún militar se le ocurriría atacar frontalmente por ella. ¡Ni siquiera con la marea baja!

Bolitho vio que el semblante de D'Esterre se iluminaba con una leve sonrisa. Sin duda pensaba que ese ataque frontal era el que se habría esperado que él llevara a cabo junto con sus hombres de haber fracasado Bolitho en el intento de abrir los portones.

Se abrió con estrépito la puerta y el teniente de infantería del navío insignia dijo con voz excitada:

—¡El enemigo está a la vista, señor!

Paget le miró con severidad:

—¡Por favor, señor Fitzherbert, esto es una guarnición, no un melodrama costumbrista, maldita sea!

A pesar de ello, se levantó y salió a la luz del sol poniente. Un catalejo apareció en su mano mientras se dirigía hacia el parapeto.

Bolitho acomodó sus manos en la baranda de madera reseca por el sol y observó el terreno que se extendía más allá de la laguna. La playa estaba ocupada por dos hombres a caballo, cinco o seis soldados a pie y un gran perro negro. Aunque no esperaba ver toda la columna enemiga abarrotando el estrecho brazo de arena, lo reducido del grupo le decepcionó.

BOOK: Corsarios Americanos
13.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Penthouse Suite by Sandra Chastain
The Butterfly Storm by Frost, Kate
Devil's Business by Kittredge, Caitlin
Rise and Fall by Joshua P. Simon
Up in the Air by Walter Kirn
Cuentos del planeta tierra by Arthur C. Clarke