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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (34 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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—¡Pensé que no volverías nunca más! —le dijo el hombre y arrancó el coche muy deprisa.

—¿Me conoces? —preguntó Ana Flamengo.

—Te conozco mejor de lo que te imaginas… Sólo de vista, claro. Hace mucho tiempo que te había echado el ojo y quería conocerte mejor, saber de tu vida… ¿Hay algún sitio donde podamos estar a gusto?

Ana Flamengo lo llevó a un motel en la Estrada do Catonho, por ser el lugar más cercano y escondido de Jacarepaguá, sin despegar los ojos del hombre de voz serena, pausada e intensa, que hablaba sobre discreción, acuerdos, búsqueda y deseo. No quería que nadie supiese su nombre. Le daría una cantidad fija al mes. Hacía mucho tiempo que la observaba y estaba fascinado por su boca. Quería disfrutar de su cuerpo de todas las formas posibles.

Ana Flamengo se quedó boquiabierta al oírle.

Se abrazaron en el ascensor, entraron abrazados en la habitación y gozaron en la cama, en el suelo, debajo de la ducha, encima de la mesa, en la silla. Ana Flamengo permitía con sumo placer que aquel hombre guapo la follara embistiéndola con ganas, y le encantaba verlo y oírlo gritar cada vez que se corría.

En el camino de vuelta, reafirmó todo lo que había dicho a la ida e insistió en que la desaparición de ella lo había sumido en la desesperación y que, al volver a verla, no quiso perder la oportunidad del encuentro.

Durante las dos semanas siguientes, el desconocido regresó para colmarla de placer como jamás un hombre antes lo había hecho, pero, por encima de todo, le dio cariño. Era la primera vez que recibía cariño de un hombre: el cariño de dormir abrazados, el de tomarse un cafetito en la cama, el de los besos ardientes y prolongados, el de recibir regalos y promesas de amor eterno…

Pero esa felicidad sólo duró dos semanas. Después, su mirada sólo buscaba a su príncipe encantado en cada coche parecido al suyo que se acercaba. Rezaba a cualquier hora del día para que él volviese, y 11oraba sin cesar. Nunca se había sentido tan angustiada. Jamás pensó que podría enamorarse de un hombre como aquél: guapo, rico y bien educado, que se mostró loco de deseo todas las veces que se amaron. No, aquella felicidad no fue más que un sueño. Nunca daría con una persona parecida a ella: una persona con tantos pecados cometidos y por cometer, una persona que quería cambiar la naturaleza de las cosas y que lo único que consiguió fue avergonzar a su familia. Su padre siempre decía que era mejor, mucho mejor, tener un hijo maleante que maricón. Un maricón del que todos se burlaban, al que todos golpeaban sin el menor motivo. Lo más probable es que aquel loco sólo quisiera probar algo diferente o incluso puede que actuara movido por la venganza. ¡Cuántas veces había tenido que escuchar por boca de un hombre que sólo se la estaba follando para vengarse de su mujer! Sí, algunos hombres tienen la manía de vengarse en silencio, aunque, en realidad, no es más que una venganza a medias, pues ninguno tendrá el valor de hablar de ello con su propia esposa, novia, ligue o lo que diantre fuese. Ser mujer, lo que más había deseado en esta vida era ser mujer. ¿Y por qué no nació mujer, si tanto le gustaban los machos? La culpable era la naturaleza, imbécil, muy imbécil y para colmo irreductible. No protegería a la naturaleza porque, mientras un solo elemento sintiese un dolor permanente e incurable, nada puede protegerse. Amar y ser amada. Sólo eso.

El doctor Guimarães ya no era el mismo. Le había dado por pasarse las horas callado, tanto en casa como en el trabajo, y con la mirada extraviada. A veces, su rutina como gerente de un banco lo obligaba a dejar de pensar en Ana Flamengo, pero la mayor parte del tiempo su mente se dirigía a los momentos que habían pasado juntos.

Los viernes, en el trayecto de vuelta a casa, pensaba que las personas con las que se cruzaba se movían en busca de encuentros amorosos. Si pasara con Ana Flamengo sólo los viernes, tal vez el sentimiento de culpa por la traición y la homosexualidad disminuyese. «¡No, nunca más volveré a tener nada con un travestí! Que folle con ella sólo una vez por semana no cambia nada, sigue siendo una relación. Sería mi ruina: nunca más volveré a verla. Si Fabiana se entera, me pide el divorcio en el acto. ¡Dios mío! ¡Quítame este deseo! A los niños no les cabría en la cabeza la imagen de su padre besando en la boca a un travestí… Tendría que haberme armado de valor antes de engendrar hijos. ¿Por qué me vienen estas ganas? ¿Por qué me pasa a mí esta mierda? Por otro lado, ¿qué hay de malo en que me guste un hombre? Si pudiese contárselo a Fabiana… Si me entendiese… Voy a follar con ella todos los días, eso es… Voy a echar gasolina… Ana Flamengo… ¡Qué buena polla! ¿Por qué el culo de un hombre es mejor que el de una mujer? Si mamá supiese cuántas veces me enrollé con Gilberto, le daría un patatús. Tengo que asumir que me gustan los maricones… No, no y no. ¡Qué coñazo de atasco!… Debería darle a Ana alguna explicación… Pero si voy allá, acabaré jodiendo con ella de nuevo. Hace casi un mes que no follo con Fabiana… Si Fabiana se echase un amante… Sí, eso es, llamaré a Fabiana y le diré que esta noche salimos a cenar fuera… Esto de llevarse trabajo a casa es realmente una mierda». Guimarães, como siempre, encontró a su esposa monosilábica y ceñuda. Aunque la invitó a cenar fuera de casa, no alteró su comportamiento y sólo aceptó la invitación por los niños. Le dijo que le gustaría mucho conversar seriamente con él. Guimarães estuvo de acuerdo, imponiendo la condición de que charlasen sin reñir. Mientras cenaban, Guimarães trató de aparentar normalidad e hizo todo lo posible para que su esposa se relajase. Le daba vergüenza pensar en Ana Flamengo cuando estaba cerca de ella y de sus hijos. Él buscaría la forma de darle más cariño: de eso hablaron durante la cena.

—Adriana, yo te quiero, siempre te he querido, no dejo de pensar en ti ni un segundo de mi vida. Tú eres la rosa de mi jardín, el sol de mis días, la luz al final del túnel, por eso te dedico la próxima canción con todo el cariño que un hombre puede dar a una mujer. Un beso de Marisol —dijo el locutor del parque de atracciones instalado en un terreno baldío próximo a la Praga Principal, con voz romántica y música lenta de fondo.

Adriana se rió sin ganas ante sus amigas, que aplaudieron y le gastaron bromas en aquel anochecer de un domingo lluvioso. Marisol observaba escondido la reacción de Adriana, que lo buscaba con la mirada en los límites del parque de atracciones.

Poco después de que Adriana cortara su relación con Thiago, comenzaron a intercambiar miradas y delicadezas sin que viniera a cuento. En las conversaciones, uno siempre fingía estar de acuerdo con el otro en su afán de demostrarse afines. Tanto en la playa como en el baile, Marisol se las arreglaba para quedarse a su lado y volver a casa con ella, que, a su vez, daba todas las facilidades para que eso ocurriese. Las muestras de cariño valían más que las palabras, y la chica advirtió el interés de Marisol, pero no esperaba que él hiciese público su sentimiento, sobre todo porque Thiago todavía intentaba que se reconciliaran. No obstante, Adriana tuvo que admitir ante sus amigas que su modo de declararse había sido de lo más original.

Como si no bastase con eso, Marisol le envió una manzana acara melada por mediación de un niño. Dejó que la saborease un poco para después echar a andar lentamente hacia ella con los ojos húmedos y los brazos extendidos. Al abrazo le siguió un beso. Patricinha Katanazaka y Dóris se inventaron una excusa para dejarlos solos, y ambos decidieron, por insistencia de la chica, ir al Lote. Adriana le comentó a Marisol que le había parecido innecesario recurrir a los altavoces para declarársele, que bastaba con decírselo, que todo saldría bien y que era mucho mejor mantener el secreto para evitar que Thiago sufriese.

—Ya viste que intentó besarme el miércoles —insistió Adriana mientras caminaban por las calles del Lote.

Marisol le dijo que no se había declarado mucho antes no por amistad, sino porque era un hombre, y un hombre tiene que respetar a la mujer del otro. Ahora era Thiago quien debía respetarlo y, si sabía que los dos estaban saliendo juntos, no debería intentar besarla. Le dijo que era tímido, y que por eso se valió de la ayuda del locutor del parque; que no pensó en Thiago, que sólo quiso declararse. Sin embargo, si llegase a saberlo, sería mucho mejor para él que entendiera que ahora ella pertenecía a otro hombre.

Al cabo de un rato se detuvieron en un rincón oscuro para besarse y abrazarse. Marisol intentó por todos los medios hacer el amor con la chica, quien, aunque estaba excitada, se negó.

Thiago caminaba cabizbajo con las manos en los bolsillos por la Rua Principal mientras meditaba sobre lo que le diría a Adriana en el baile. Se sentía el más imbécil de los hombres por no controlar sus celos, celos que lo habían empujado a liarse a golpes con otros dos amigos de Adriana en el festival de rock. Ni siquiera pudo alegar que les había zurrado porque estaba colocado, pues no se había fumado ni un canuto para no despistarse. «¿Voy a colocarme para que alguien venga a hacerle gracias a mi chica y yo no me dé cuenta?», había pensado antes del viaje.

Fue el único que mantuvo la cara larga durante todo el festival, actuando como un perro guardián, mirando de reojo a todos los hombres que la admiraban y abrazándola casi todo el tiempo para dejar bien claro que la chica le pertenecía. Siempre que ella se alejaba de la tienda, le venía aquel malhumor, aquella grosería sin límites y aquellas amenazas de que zurraría a alguien. Y estalló cuando Adriana se quedó charlando con dos amigos de la playa que encontró casi al término del festival. Thiago, sin mediar palabra, les sacudió violentamente y provocó una terrible pelea, ya que los dos muchachos estaban con otros amigos que fueron a ayudarlos, razón suficiente para que los chavales de la favela dejasen a tres inconscientes en el suelo y les rompiesen el brazo a otros dos en una trifulca que, en opinión de Adriana, no tenía ningún sentido. La muchacha ni se molestó en decirle que ya no lo quería: su silencio sería lo suficientemente elocuente para que Thiago la dejase en paz. Regresaron del festival por separado. Al principio, Thiago aceptó la ruptura sin rechistar, pero al cabo de un tiempo le dio por abordarla cada vez que tenía una oportunidad. Sin embargo, Adriana lo evitaba e, incluso estando entre amigos, lo dejaba con la palabra en la boca.

Thiago encontró a Patricinha Katanazaka y a Dóris en la parada del autobús: les preguntó por unos amigos, comentó algo sobre la lluvia, dijo algunas vaguedades más y se quedó en silencio. Desde que había perdido a Adriana hablaba poco y apenas salía con los amigos; sólo pensaba en acicalarse más y vestirse mejor. Se sentía guapo y, si tuviese un Volskwagen, con neumáticos anchos, pintura metalizada, cristales Ray-ban y maletero, no habría chica que se le resistiese; la propia Adriana caería rendida en sus brazos cuando lo viese pasar en su buga con el codo apoyado en la ventanilla y gafas de sol.

Llegó al baile de malhumor, estrechó la mano de los treinta y dos amigos que ocupaban el centro del salón y notó cómo los latidos de su corazón se aceleraban al percatarse de que ni Adriana ni Marisol estaban en el baile. Aquel hijo de puta que se las daba de gran amigo sólo estaba aguardando el momento oportuno para echar la zarpa sobre Adriana. Le entraron ganas de preguntar por el paradero de Marisol, pero se contuvo porque intuía que todo el mundo sabía que estaba con ella y seguro que se burlarían de él. Se puso a bailar como todo el mundo y poco a poco se fue apartando hasta que consiguió salir discretamente del club. No se quedaría allí para ver llegar a Marisol, lleno de arrogancia y abrazado a su Adriana. Corrió a toda pastilla para alcanzar el 690, que pasaba repleto. Se iría directo a casa y se dormiría, pues era la única solución que se le ocurría para apartar a Adriana de su pensamiento.

Adriana, tras muchos esfuerzos, convenció a su nuevo novio de ir a otro sitio porque llovía y él quería sexo a toda costa. Volvieron al parque de atracciones. Marisol, al notar que la lluvia había amainado, la invitó a subir a la montaña rusa con el propósito de retenerla a su lado más tiempo. En ese preciso momento vio que Thiago se apeaba del autobús a cien metros de allí.

La plaza estaba desierta y el parque de atracciones medio vacío. Thiago mantenía su determinación de ir a casa, pero, al mirar el par que, cambió de idea: podría beber algo y jugar a la ruleta para despejarse. Se encaminó hacia allá con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha.

Las luces mortecinas del parque iluminaban las gotas de lluvia, una canción de amor abrazaba la noche, y el frío que traía el viento le quemaba la cara. Observaba a la gente, ataviada con ropas que, comparadas con su indumentaria a la última moda, parecían pingajos. Era guapo, tal vez incluso más que Marisol; Adriana no se atrevería a dejarlo por el otro. Cruzó la plaza lanzando miradas fugaces a la Panadería del Rey y a la fachada de la farmacia de don Paulo, lugares que frecuentaba Marisol.

Entró en el parque, caminó hasta la taquilla y compró una copa de
Fogo Paulista
[14]
y dos fichas para jugar a la ruleta. En la montaña rusa, Marisol seguía morreando a Adriana. Thiago los avistó en la mitad de su recorrido hacia el puesto de los juegos. Todo comenzó a dar vueltas a tal velocidad que los colores de la noche lluviosa se confundían: el mundo comenzó a girar ante sus ojos, el cuerpo se le encogió, le temblaban las manos, y el cielo iba y venía a la velocidad de los rayos que ahora lo iluminaban y trazaban arabescos en el horizonte. El beso de tornillo, las manos de Marisol acariciando la espalda de su princesa, el
Fogo Paulista
abrasándole el estómago, la música del parque, el creciente odio, el cuerpo aguijoneado por la fiebre, la montaña que se detenía y Thiago que corría sin que la pareja lo viese.

Thiago rodeó la gasolinera, dobló por la calle del brazo derecho del río y siguió caminando después de comprobar que la pareja no lo había visto. No pensaba, solamente tenía en la mente la imagen de aquel beso cariñoso en la montaña rusa y las manos de Marisol acariciando la espalda de Adriana. Deambuló por toda la favela sin protegerse de la lluvia, con la impresión de que la vida sería siempre un desatino.

Marisol se despertó pasadas las doce y, sin comer nada, se fumó un porro en la terraza de su casa. Tenía la manía de mirar al cielo y agradecer a Dios las cosas buenas que ocurrían en su vida. No veía la hora de acostarse con Adriana y verla gozar en sus brazos. Pensaba en la muchacha mientras examinaba la pistola de dos cañones que le había robado a su padre, un policía. Tenía que ponerla a punto para poder llevarla al próximo baile del Cascadura Tenis Club: en la última pelea, se habían juntado más muchachos de Cascadura y acabaron echando a los de la favela, que se llevaron la peor parte. Eso nunca había ocurrido. Dispararía unos tiros para amedrentarlos. La engrasó y, después de sumergir el arma en queroseno, se lavó las manos, sacó un poco de marihuana de la bolsita, la envolvió en un papel junto con algunas balas de la pistola, se colocó el arma en la cintura, fue al cuarto de baño, se echó agua de rosas en los dedos y colirio en los ojos y se dirigió a la casa de los Katanazaka para enseñarles el arma a los muchachos.

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