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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

Cincuenta sombras de Grey (55 page)

BOOK: Cincuenta sombras de Grey
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—Te dejo tranquila un rato ahora que ya te has levantado.

Christian se va al salón y yo voy al baño. Tengo necesidades que atender y quiero lavarme un poco. Siete minutos después estoy en el salón, aseada, peinada y vestida con mis vaqueros, mi blusa y la ropa interior de Christian Grey. Christian me mira desde la mesita de comedor en la que está desayunando. ¡Desayunando! A estas horas.

—Come —dice.

Madre mía… mi sueño. Me lo quedo mirando, recordando sus labios y su lengua al pronunciar mi nombre. Mmm, esa lengua experimentada…

—Anastasia —me dice muy serio, sacándome de mi ensoñación.

Realmente es demasiado temprano para mí. ¿Cómo manejo esta situación?

—Tomaré un poco de té. ¿Me puedo llevar un cruasán para luego?

Me mira con recelo y le sonrío con ternura.

—No me agües la fiesta, Anastasia —me advierte en voz baja.

—Comeré algo luego, cuando se me haya despertado el estómago. Hacia las siete y media, ¿vale?

—Vale.

Y me lanza una miradita suspicaz.

En serio… Tengo que esforzarme mucho para no ponerle mala cara.

—Me dan ganas de ponerte los ojos en blanco.

—Por favor, no te cortes, alégrame el día —me dice muy serio.

Miro al techo.

—Bueno, unos azotes me despertarían, supongo.

Frunzo los labios en silenciosa actitud pensativa.

Christian se queda boquiabierto.

—Por otra parte, no quiero que te calientes y te molestes por mí. El ambiente ya está bastante caldeado aquí.

Me encojo de hombros con aire indiferente.

Christian cierra la boca y se esfuerza en vano por parecer disgustado. Veo asomar la sonrisa al fondo de sus ojos.

—Como de costumbre, es usted muy difícil, señorita Steele. Bébete el té.

Veo la etiqueta de Twinings y se me alegra el corazón. ¿Ves?, sí que le importas, me dice por lo bajo mi subconsciente. Me siento y lo miro, embebiéndome de su belleza. ¿Alguna vez me saciaré de este hombre?

Cuando salimos de la habitación, Christian me lanza una sudadera.

—La vas a necesitar.

Lo miro perpleja.

—Confía en mí.

Sonríe, se inclina y me da un beso rápido en los labios, luego me coge de la mano y nos vamos.

Fuera, al relativo frío de la tenue luz que precede al alba, el aparcacoches le entrega a Christian las llaves de un coche deportivo de capota de lona. Miro arqueando una ceja a Christian, y él me sonríe satisfecho.

—A veces es genial que sea quien soy, ¿eh? —dice con una sonrisa cómplice que no puedo evitar emular.

Cuando está contento y relajado, es un encanto. Me abre la puerta con una reverencia exagerada y subo. Está de excelente humor.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verás.

Sonriente, arranca el coche y salimos a Savannah Parkway. Programa el GPS, luego pulsa un botón en el volante y una pieza clásica orquestal inunda el vehículo.

—¿Qué es? —pregunto mientras el sonido dulcísimo de un centenar de violines nos envuelve.

—Es de
La Traviata
, una ópera de Verdi.

Madre mía, es preciosa.

—¿
La Traviata
? He oído hablar de ella, pero no sé dónde. ¿Qué significa?

Christian me mira de reojo y sonríe.

—Bueno, literalmente, «la descarriada». Está basada en
La dama de las camelias
, de Alejandro Dumas.

—Ah, la he leído.

—Lo suponía.

—La desgraciada cortesana. —Me estremezco incómoda en el mullido asiento de cuero. ¿Intenta decirme algo?—. Mmm, es una historia deprimente —murmuro.

—¿Demasiado deprimente? ¿Quieres poner otra cosa? Está sonando en el iPod.

Christian exhibe otra vez su sonrisa secreta.

No veo el iPod por ninguna parte. Toca la pantalla del panel de mandos que hay entre los dos y, tachán, aparece la lista de temas.

—Elige tú.

Esboza una sonrisa y sé de inmediato que es un desafío.

El iPod de Christian Grey… esto va a ser interesante. Me muevo por la pantalla y encuentro la canción perfecta. Le doy al «Play». Jamás habría imaginado que él pudiera ser fan de Britney. El ritmo electrónico y bailable nos sobresalta, y Christian baja el volumen. Igual es demasiado temprano para esto: Britney en su faceta más sensual.

—Conque «Toxic», ¿eh? —sonríe Christian.

—No sé por qué lo dices —respondo haciéndome la inocente.

Baja un poco más la música y, en mi interior, me abrazo a mí misma. La diosa que llevo dentro se ha subido al podio y espera su medalla de oro. Ha bajado la música. ¡Victoria!

—Yo no he puesto esa canción en mi iPod —dice en tono despreocupado, y pisa tan fuerte el pedal que, cuando el coche acelera por la autovía, me voy hacia atrás en el asiento.

¿Qué? El muy capullo sabe bien lo que hace. ¿Quién la ha puesto? Y encima tengo que seguir oyendo a Britney, que parece que no va a callarse nunca. ¿Quién, quién?

Termina la canción y el iPod, en modo aleatorio, pasa a un tema tristón de Damien Rice. ¿Quién? ¿Quién? Miro por la ventanilla, con el estómago revuelto. ¿Quién?

—Fue Leila —responde a mis pensamientos no manifiestos.

¿Cómo lo hace?

—¿Leila?

—Una ex, ella puso la canción en el iPod.

Damien gorjea de fondo y yo me quedo pasmada. Una ex… ¿ex sumisa? Una ex…

—¿Una de las quince?

—Sí.

—¿Qué le pasó?

—Lo dejamos.

—¿Por qué?

Oh, Dios. Es demasiado temprano para esta clase de conversación. Pero parece relajado, hasta feliz, y lo que es más, hablador.

—Quería más.

Su voz suena profunda, introspectiva incluso, y deja la frase suspendida entre los dos, terminándola de nuevo con esa poderosa palabrita.

—¿Y tú no? —le suelto antes de poder activar mi filtro de pensamientos.

Mierda, ¿acaso quiero saberlo?

Niega con la cabeza.

—Yo nunca he querido más, hasta que te conocí a ti.

Doy un respingo, anonadada. ¿No es eso lo que yo quiero? ¡Él también quiere más! ¡Quiere más! La diosa que llevo dentro se ha bajado del podio de un salto mortal y se ha puesto a dar volteretas laterales por todo el estadio. No soy solo yo.

—¿Qué pasó con las otras catorce? —pregunto.

Venga, está hablando, aprovéchate.

—¿Quieres una lista? ¿Divorciada, decapitada, muerta?

—No eres Enrique VIII.

—Vale. Sin seguir ningún orden en particular, solo he tenido relaciones largas con cuatro mujeres, aparte de Elena.

—¿Elena?

—Para ti, la señora Robinson.

Esboza esa sonrisa suya del que sabe algo que los demás ignoran.

¡Elena! Vaya. La malvada tiene nombre, y de resonancias exóticas. De pronto imagino a una espléndida vampiresa de piel clara, pelo negro como el azabache y labios de un rojo rubí, y sé que es hermosa. No debo obsesionarme. No debo obsesionarme.

—¿Qué fue de esas cuatro? —pregunto para distraer mi mente.

—Qué inquisitiva, qué ávida de información, señorita Steele —me reprende en tono burlón.

—Mira quién habla, don Cuándo-te-toca-la-regla.

—Anastasia, un hombre debe saber esas cosas.

—¿Ah, sí?

—Yo sí.

—¿Por qué?

—Porque no quiero que te quedes embarazada.

—¡Ni yo quiero quedarme! Bueno, al menos hasta dentro de unos años.

Christian parpadea perplejo, luego se relaja visiblemente. Vale. Christian no quiere tener hijos. ¿Solo ahora o nunca? Me tiene alucinada su súbito arranque de sinceridad sin precedentes. ¿Será por el madrugón? ¿El agua de Georgia? ¿El aire de este estado? ¿Qué más quiero saber?
Carpe diem.

—Bueno, ¿qué pasó entonces con las otras cuatro? —pregunto.

—Una conoció a otro. Las otras tres querían… más. A mí entonces no me apetecía más.

—¿Y las demás? —insisto.

Me mira un instante y niega con la cabeza.

—No salió bien.

Vaya, un montón de información que procesar. Miro por el retrovisor del coche y detecto el suave crescendo de rosas y aguamarina en el cielo a nuestra espalda. El amanecer nos sigue.

—¿Adónde vamos? —pregunto, perpleja. Estamos en la interestatal 95 y nos dirigimos hacia el sur, es lo único que sé.

—Vamos a un campo de aviación.

—No iremos a volver a Seattle, ¿verdad? —digo alarmada.

No me he despedido de mi madre. Y además nos espera para cenar.

Se echa a reír.

—No, Anastasia, vamos a disfrutar de mi segundo pasatiempo favorito.

—¿Segundo? —lo miro ceñuda.

—Sí. Esta mañana te he dicho cuál era mi favorito.

Contemplo su magnífico perfil, ceñuda, devanándome los sesos.

—Disfrutar de ti, señorita Steele. Eso es lo primero de mi lista. De todas las formas posibles.

Ah.

—Sí, también yo lo tengo en mi lista de perversiones favoritas —murmuro ruborizándome.

—Me complace saberlo —responde con sequedad.

—¿A un campo de aviación, dices?

Me sonríe.

—Vamos a planear.

El término me suena vagamente. Me lo ha mencionado antes.

—Vamos a perseguir el amanecer, Anastasia.

Se vuelve y me sonríe mientras el GPS lo insta a girar a la derecha hacia lo que parece un complejo industrial. Se detiene a la puerta de un gran edificio blanco con un rótulo que reza
BRUNSWICK SOARING ASSOCIATION
.

¡Vuelo sin motor! ¿Es lo que vamos a hacer?

Christian apaga el motor.

—¿Estás preparada para esto? —pregunta.

—¿Pilotas tú?

—Sí.

—¡Sí, por favor!

No titubeo. Sonríe, se inclina y me besa.

—Otra primera vez, señorita Steele —dice mientras sale del coche.

¿Primera vez? ¿Cómo que primera? La primera vez que pilota un planeador… ¡mierda! No, dice que ya lo ha hecho antes. Me relajo. Rodea el coche y me abre la puerta. El cielo ha adquirido un sutil tono opalescente, reluce y resplandece suavemente tras las esporádicas nubes de aspecto infantil. El amanecer se nos echa encima.

Cogiéndome de la mano, Christian me lleva por detrás del edificio hasta una gran zona asfaltada donde hay aparcados varios aviones. Junto a ellos hay un hombre de cabeza rapada y mirada huraña, acompañado de Taylor.

¡Taylor! ¿Es que Christian no va a ninguna parte sin él? Le dedico una sonrisa de oreja a oreja y él me la devuelve, amable.

—Señor Grey, este es su piloto de remolque, el señor Mark Benson —dice Taylor.

Christian y Benson se dan la mano e inician una conversación que suena muy técnica acerca de velocidad del viento, direcciones y cosas por el estilo.

—Hola, Taylor —digo tímidamente.

—Señorita Steele. —Me saluda con la cabeza y yo frunzo el ceño—. Ana —rectifica—. Ha estado de un humor de perros estos últimos días. Me alegro de que estemos aquí —me dice en tono conspirador.

Vaya, esto es nuevo. ¿Por qué? ¡No será por mí! ¡Jueves de revelaciones! Debe de haber algo en el agua de Savannah que les suelta la lengua a estos hombres.

—Anastasia —me llama Christian—. Ven.

Me tiende la mano.

—Hasta luego.

Sonrío a Taylor, quien, tras un rápido gesto de despedida vuelve al aparcamiento.

—Señor Benson, esta es mi novia, Anastasia Steele.

—Encantado de conocerlo —murmuro mientras nos damos la mano.

Benson me dedica una espléndida sonrisa.

—Igualmente —dice, y distingo por su acento que es británico.

Le doy la mano a Christian y noto que se me agarran los nervios al estómago. ¡Uau, vamos a hacer vuelo sin motor! Cruzamos con Mark Benson la zona asfaltada hasta la pista. Christian y él siguen hablando. Yo capto lo esencial. Vamos a ir en un Blanik L-23, que, por lo visto, es mejor que el L-13, aunque esto es discutible. Benson pilotará una Piper Pawnee. Lleva ya unos cinco años pilotando planeadores. No entiendo nada, pero mirar a Christian y verlo tan animado, tan en su elemento, es todo un placer.

El avión en cuestión es alargado, de líneas puras, y blanco con rayas naranjas. Tiene una pequeña cabina con dos asientos, uno delante del otro. Está sujeto mediante un largo cable blanco a un avión convencional pequeño de una sola hélice. Benson levanta la cubierta cóncava de plexiglás que enmarca la cabina para que podamos subir.

—Primero hay que ponerse los paracaídas.

¡Paracaídas!

—Ya lo hago yo —lo interrumpe Christian, y le coge los arneses a Benson, que le sonríe amable.

—Voy a por el lastre —dice Benson, y se dirige al avión.

—Te gusta atarme a cosas —observo con sequedad.

—Señorita Steele, no tiene usted ni idea. Toma, mete brazos y piernas por las correas.

Hago lo que me dice, apoyándome en su hombro. Christian se pone algo rígido, pero no se mueve. En cuanto he metido las piernas por las correas, me sube el paracaídas y meto los brazos por las de los hombros. Con destreza, me abrocha los arneses y aprieta todas las correas.

—Hala, ya estás —dice con aire tranquilo, pero le brillan los ojos—. ¿Llevas la goma del pelo de ayer?

Asiento.

—¿Quieres que me recoja el pelo?

—Sí.

Hago enseguida lo que me pide.

—Venga, adentro —me ordena.

Tan mandón como siempre… Me dispongo a sentarme atrás.

—No, delante. El piloto va detrás.

—Pero ¿verás algo?

—Veré lo suficiente. —Sonríe.

Creo que nunca lo había visto tan contento, mandón pero contento. Subo y me instalo en el asiento de cuero. Para mi sorpresa, es muy cómodo. Christian se inclina hacia delante, me echa el arnés por los hombros, busca entre mis piernas el cinturón inferior y lo encaja en el que descansa sobre mi vientre. Aprieta todas las correas de sujeción.

—Mmm, dos veces en la misma mañana; soy un hombre con suerte —susurra, y me besa deprisa—. No va a durar mucho: veinte, treinta minutos a lo sumo. Las masas de aire no son muy buenas a esta hora de la mañana, pero las vistas desde allá arriba son impresionantes. Espero que no estés nerviosa.

—Emocionada.

Le dedico una sonrisa radiante.

¿De dónde ha salido esa sonrisa tan ridícula? En realidad, una parte de mí está aterrada. La diosa que llevo dentro se ha escondido bajo la manta detrás del sofá.

—Bien.

Me devuelve la sonrisa, acariciándome la cara, y luego desaparece de mi vista.

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