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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Casa capitular Dune (2 page)

BOOK: Casa capitular Dune
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Lentamente (mucho más lentamente que de costumbre), la vista desde su alta ventana fue produciendo su efecto tranquilizador. Lo que sus ojos informaban era la esencia del orden Bene Gesserit.

Pero las Honoradas Matres podían terminar con ese orden en cualquier momento. La situación de la Hermandad era mucho peor de la que habían sufrido bajo el Tirano. Odrade sintió que muchas de las decisiones que se había visto obligada a tomar le resultaban ahora odiosas. Su cuarto de trabajo le resultaba cada vez menos agradable debido a las acciones que se habían tomado allí.

¿Dar por perdido nuestro Alcázar Bene Gesserit en Palma?

Esa sugerencia se hallaba en el informe matutino de Bellonda que aguardaba encima de su mesa. Odrade escribió una nota afirmativa en él.
«SI.»

Darlo por perdido porque el ataque de las Honoradas Matres es inminente y no podemos ni defenderlo ni evacuarlo.

Mil quinientas Reverendas Madres y sólo el Destino sabía cuántas acólitas, postulantes, y otras, muertas o peor aún a causa de aquella simple palabra.

No es posible ninguna operación de rescate. No. No. Retirarse una vez más. Sí. Sí.

No y Sí se convertían en algo igualmente ofensivo.

La tensión de tales decisiones producía un nuevo tipo de debilidad en Odrade. ¿Era una debilidad del alma? ¿Existía realmente el alma? Sentía un profundo cansancio cuando la consciencia no podía ser sondeada. Cansancio, cansancio, cansancio.

Incluso Bellonda mostraba esa tensión, y Bell la exteriorizaba a través de la violencia. Tan sólo Tamalane parecía hallarse por encima de ella, pero eso no engañaba a Odrade. Tam había entrado en la edad de la observación superior que se hallaba ante todas las hermanas si conseguían sobrevivir hasta llegar a ella. Nada importaba entonces excepto las observaciones y los juicios. La mayor parte de todo ello no era exteriorizado jamás excepto en breves expresiones o fruncimientos de los rasgos. Tamalane hablaba muy poco estos días, sus comentarios eran tan escasos que hasta parecían incluso ridículos.

—Compra más no-naves.

—Alecciona a Sheeana.

—Revisa las grabaciones de Duncan Idaho.

—Pregunta a Murbella.

A veces tan sólo emitía gruñidos, como si las palabras pudieran traicionarla.

Y siempre los cazadores estaban ahí afuera, barriendo el espacio en busca de cualquier indicio sobre la localización de la Casa Capitular.

En sus pensamientos más íntimos, Odrade veía a las no-naves de las Honoradas Matres como corsarios en aquellos mares infinitos entre las estrellas. No ondeaban banderas negras con la calavera y las tibias cruzadas, pero la bandera estaba allí de todos modos. Y no había nada romántico en ellas.
¡Muerte y pillaje! Amasa tu fortuna en la sangre de los demás. Vacía esa energía y construye tus no-naves asesinas sobre caminos lubricados con sangre.

Y no se daban cuenta de que se ahogarían en aquel lubricante rojo si seguían por aquel camino.

Tiene que existir gente furiosa ahí afuera, en esa Dispersión humana donde se originaron las Honoradas Matres, gente que vive sus vidas con una sola idea fija: ¡Dominación!

Era un universo peligroso aquél en el que se permitía que tales ideas flotaran libres. Las buenas civilizaciones cuidaban de que tales ideas no adquirieran energía, no tuvieran siquiera la posibilidad de nacer. Cuando ocurría eso, por azar o accidente, tenían que ser desviadas rápidamente, porque tendían a hacerse grandes y poderosas.

Odrade se sorprendía de que las Honoradas Matres no vieran aquello o, si lo veían, lo ignoraran.

—Histéricas absolutas —las llamaba Tamalane.

—Xenofobia —mostraba su desacuerdo Bellonda, siempre corrigiendo, como si el control de los archivos le proporcionara una mayor visión de la realidad.

Ambas tenían razón, pensó Odrade. Las Honoradas Matres se comportaban histéricamente. Todos los
desconocidos
eran el enemigo. Los únicos en quienes parecían confiar eran los hombres a los que esclavizaban sexualmente, y tan sólo hasta un grado muy limitado. Probándolos constantemente, según Murbella
(nuestra única Honorada Matre cautiva),
para ver si su dominio sobre ellos era firme.

—A veces, por puro despecho, eliminan a alguno simplemente como ejemplo para los demás. —Eran palabras de Murbella, y forzaban una pregunta:
¿Están haciendo un ejemplo de nosotras?: «¡Ved! ¡Esto es lo que les ocurre a aquellos que se atreven a oponérsenos!»

La xenofobia no era una experiencia nueva para la Bene Gesserit.
Nuestra respuesta,
pensó Odrade,
es la respuesta de la inteligencia equilibrada que amortigua las amplias oscilaciones que encontramos.
¿Y no había demasiado orgullo en un pensamiento así?

—Tenemos nuestra propia xenofobia personal —había advertido a su Consejo—. Hemos caído en una paranoia defensiva enfocada en las Honoradas Matres.

¿Y qué tenía que decir Murbella, la Honorada Matre cautiva, de todo esto?

—Vosotras las habéis incitado —había dicho Murbella—. Una vez incitadas, no desistirán hasta que os hayan destruido.

¡Eliminad a los desconocidos!

Singularmente directo.
Una debilidad, si sabemos jugarla bien,
pensó Odrade.

¿Xenofobia llevada hasta un extremo ridículo?

Completamente posible.

Odrade dio un puñetazo contra su mesa de trabajo, consciente de que la acción sería vista y registrada por las Hermanas que mantenían una vigilancia constante sobre el comportamiento de la Madre Superiora. Habló en voz alta para los com-ojos y las vigilantes hermanas que sabía estaban detrás de ellos.

—¡No nos quedaremos sentadas aguardando detrás de enclaves defensivos! Nos pondremos tan gordas como Bellonda —
(¡dejemos que se preocupe un poco por eso!)
— pensando que hemos creado una sociedad intocable y unas estructuras permanentes.

Odrade barrió con la mirada la familiar habitación.

—¡Este lugar es una de nuestras debilidades!

Ocupó la silla detrás de su mesa de trabajo, pensando (¡qué sorpresa!) en la arquitectura y planificación de la comunidad. ¡Bien, ése era un derecho de la Madre Superiora!

Las comunidades de la Hermandad muy raras veces crecían al azar. Incluso cuando ocupaban estructuras ya existentes (como habían hecho con el antiguo Alcázar Harkonnen en Gammu), lo hacían con planes de reconstrucción. Deseaban neumotubos para enviar pequeños paquetes y mensajes. Líneas de luz y proyectores de durorrayos para transmitir mensajes cifrados. Se consideraban maestras en comunicaciones de seguridad. Las acólitas y las correos de las Reverendas Madres (dispuestas a aceptar la autodestrucción antes que traicionar a sus superioras) llevaban los mensajes más importantes.

Podía visualizar todo aquello más allá de su ventana y más allá de su planeta… toda aquella inmensa tela de araña, soberbiamente organizada y controlada, con cada una de las Bene Gesserit como una extensión de todas las demás. En todo lo relativo a la supervivencia de la Hermandad, había un núcleo de lealtad que era intocable. Podía haber desviaciones, algunas espectaculares (como la de Dama Jessica, la abuela del Tirano), pero se desviaban tan sólo hasta un cierto punto. La mayoría de los trastornos que creaban eran sólo temporales. El «¡Yo sé mejor que tú lo que debo hacer!» se desvanecía cuando las amenazas al orden eran reconocidas.

Y todo eso era un esquema Bene Gesserit. Una debilidad. Odrade tuvo que admitir su profundo acuerdo con los temores de Bellonda.
¡Pero que me condene si permito que tales cosas depriman la alegría de vivir!
Aquello sería caer en lo que las rabiosas Honoradas Matres querían.

—Son nuestra fuerza lo que desean las cazadoras —dijo Odrade, mirando a los com-ojos del techo.
Como los antiguos salvajes comiendo los corazones de sus enemigos. Bien… ¡les daremos algo para comer, de acuerdo! ¡Y no descubrirán hasta que sea demasiado tarde que no pueden digerirlo!

Excepto las enseñanzas preliminares diseñadas para las acólitas y postulantes, la Hermandad no había ido muy lejos en las frases exhortativas, pero Odrade tenía sus propias consignas privadas:
«Alguien tiene que arar el terreno».
Sonrió para sí misma mientras se inclinaba sobre su trabajo, mucho más animada. Aquella habitación, aquella Hermandad, eran el terreno, y había malas hierbas que arrancar, semillas que plantar.
Y fertilizar. No debemos olvidar el fertilizante.

Capítulo II

Cuando surgí para conducir a la humanidad por mi Senda de Oro, prometí una lección que sus huesos iban a recordar. Conozco un esquema profundo que los humanos niegan con la palabra aunque lo afirmen con sus acciones. Dicen que buscan la seguridad y la tranquilidad, condiciones a las que dan el nombre de paz. Incluso mientras hablan, crean semillas de agitación y violencia.

«Leto II, el Dios Emperador»

¡Así que ella me llama la Reina Araña!

La Gran Honorada Matre se reclinó en el gran sillón instalado bajo el enorme dosel. Su ajado pecho se agitó con una silenciosa risa.
¡Sabe lo que ocurrirá cuando la tenga en mi tela! Chuparé su sangre hasta dejarla seca, eso es lo que haré.

Bajó la vista, una mujer insignificante de rasgos anodinos y músculos que se retorcían nerviosamente, hacia las baldosas amarillas iluminadas por la luz diurna de su sala de audiencias. En ellas yacía tendida una Reverenda Madre Bene Gesserit, fuertemente atada con hilo shiga. La prisionera no hacía ningún intento de debatirse. El hilo shiga era excelente para esos propósitos.
¡Puede llegar a arrancarle los brazos, lo haría!

La estancia donde permanecía sentada complacía a la Gran Honorada Matre tanto por sus dimensiones como por el hecho de que había sido tomada de otros. Sus trescientos metros cuadrados habían sido diseñados para las convocatorias de la Cofradía de Navegantes allí en Conexión, con cada Navegante metido en un tanque monstruoso. La prisionera sobre aquel suelo de baldosas amarillas apenas era una mota en la inmensidad.

¡Esa insignificancia gozó demasiado revelándome la forma como me llama su Superiora!

Pero aquella seguía siendo una mañana encantadora, pensó la Gran Honorada Matre. Excepto que ninguna tortura ni sonda mental conseguía efecto con aquellas brujas. ¿Cómo puedes torturar a alguien que puede elegir morir en cualquier momento? ¡Y lo hacían realmente! También tenían formas de eliminar el dolor. Muy taimadas, aquellas primitivas.

A la Gran Honorada Matre le complacía el hecho de que los prensapulgares, las botas de hierro y los benditos autos de fe de los días de Tomás Torquemada hubieran dejado paso a los artilugios científicos para extraer las respuestas deseadas de los cautivos. Las sondas-T y los numerosos dispositivos de la Dispersión podían extirpar datos incluso de cerebros recién muertos. La inducción del dolor no requería que destruyeras la carne, tan sólo (ocasionalmente) los nervios. Un gran adelanto, pensó la Gran Honorada Matre. El cerebro dentro de la carne sabía que sobreviviría para más y mayores agonías.

Por supuesto, una ciencia que había producido una herramienta poderosa siempre parecía dar nacimiento a una fuerza contrarrestadora… una ciencia para obstruir a los creadores de dolor y las sondas-T.
¡El shere!
Un cuerpo empapado en aquella maldita droga se deterioraba más allá del alcance de las sondas antes de poder ser examinado adecuadamente.

La Gran Honorada Matre hizo una seña a una de sus ayudantes. Esta dio un golpe suave con el pie a la tendida Reverenda Madre y, a otra señal, soltó el hilo shiga lo suficiente como para permitirle unos movimientos mínimos.

—¿Cuál es tu nombre, niña? —preguntó la Gran Honorada Matre. Su voz raspó áspera con la edad y una falsa afabilidad.

—Me llaman Sabanda. —Una voz clara y juvenil, aún no tocada por el dolor de las sondas.

—¿Te gustaría contemplar cómo capturamos a un débil macho y lo esclavizamos? —preguntó la Gran Honorada Matre.

Sabanda conocía la respuesta adecuada a aquello. Habían sido advertidas.

—Primero moriré —dijo tranquilamente, alzando la vista hacia aquel viejo rostro del color de una raíz seca dejada demasiado tiempo al sol. Aquellas extrañas motas naranja en sus ojos de bruja. Un signo de rabia, le habían dicho las Censoras.

Una túnica suelta, roja y dorada con dragones negros de abiertas fauces bordados en ella y unos leotardos rojos debajo, no hacían más que enfatizar la flaca figura que cubrían.

La Gran Honorada Matre no cambió de expresión ni siquiera con el pensamiento recurrente hacia aquellas brujas:

¡Malditas sean!

—¿Cuál era tu tarea en ese sucio pequeño planeta donde te capturamos?

—Enseñar a los jóvenes.

—Me temo que no dejamos con vida a ninguno de esos jóvenes tuyos. —
¿Y ahora por qué sonríe? ¡Para ofenderme! ¡Por eso!

La Gran Honorada Matre alzó el dedo meñique de su mano derecha. Una ayudanta que aguardaba a un lado se acercó a la prisionera con una inyección. Quizá aquella nueva droga soltara la lengua de una bruja, quizá no. No importaba.

Sabanda hizo una mueca cuando el inyector tocó su cuello. Al cabo de pocos segundos estaba muerta. Los sirvientes se llevaron su cuerpo. Sería dado como alimento a los futars cautivos. Aunque los futars no sirvieran de mucho. No se reproducían en cautividad, ni siquiera obedecían las órdenes más simples. Siempre hoscos, siempre aguardando.

—¿Dónde Adiestradores? —preguntaba ocasionalmente alguno.

Estas y algunas otras palabras sin sentido brotaban a veces de sus bocas humanoides. Sin embargo, los futars proporcionaban algunos placeres. Su cautividad demostraba también que eran vulnerables. Del mismo modo que lo eran aquellas brujas primitivas.

Encontraremos el lugar donde se ocultan las brujas. Tan sólo es asunto de tiempo.

Capítulo III

La persona que toma lo banal y lo ordinario y lo ilumina de una nueva forma puede aterrorizar. No deseamos que nuestras ideas sean cambiadas. Nos sentimos amenazados por tales demandas. «¡Ya conocemos las cosas importantes!», decimos. Luego aparece el Cambiador y echa a un lado todas nuestras ideas.

«El Maestro Zensunni»

Miles Teg disfrutaba jugando en los huertos que rodeaban Central. Odrade lo había llevado allí por primera vez cuando aún apenas gateaba. Una de sus primeras memorias activas: ni siquiera tenía dos años y ya era consciente de ser un ghola, aunque no comprendía todo el significado de la palabra.

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