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Authors: Josh Bazell

Burlando a la parca (2 page)

BOOK: Burlando a la parca
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Me encanta esa impresión.

—La sala es una jodida pesadilla —dice Akfal, el otro residente de mi servicio, cuando por fin aparezco para relevarlo. Lo que es «Hola» para los paisanos equivale a «La sala es una jodida pesadilla» para los médicos residentes.

Akfal es un «tarjeta jota» de Egipto. Los «tarjetas jota» son doctores de facultades de medicina extranjeras cuyos visados pueden ser rescindidos en caso de no tener contento al director de residentes. Otro término válido que se les puede aplicar es el de «esclavos». Me entrega un listado de los pacientes actuales —él también tiene uno, aunque el suyo está anotado y doblado en cuatro pliegues— y me lo va explicando. Bla, bla, Habitación 809 Sur. Bla, bla, infección de colostomía. Bla, mujer de treinta y siete años, tratamiento de quimioterapia de bla, bla. Bla, bla, bla, bla, bla. Es imposible seguirlo, aun poniendo empeño.

En vez de atender, me apoyo en el mostrador de enfermeras, lo que me recuerda que sigo llevando una especie de revólver en el bolsillo interior de los pantalones del pijama
[4]
.

Necesito guardar la pistola en alguna parte, pero la taquilla está cuatro plantas más abajo. A lo mejor podría esconderla detrás de algunos manuales. O debajo de la cama de la sala de guardia. En realidad no importa, con tal de que me concentre lo suficiente para recordar luego dónde la he puesto.

Akfal deja de hablar por fin.

—¿Entendido? —me pregunta.

—Sí. Vete a casa a dormir un poco.

—Gracias —concluye Akfal.

No se irá ni a casa ni a dormir. Sino que se dedicará a hacerle el papeleo de los seguros al director de residentes, el doctor Nordenskirk, durante cuatro horas por lo menos.

Y es que «Vete a casa a dormir un poco» es «Adiós» en el lenguaje de los residentes.

Haciendo la ronda a las cinco y media de la mañana se encuentra uno a menudo con enfermos que afirman que estarían estupendamente sólo con que unos soplapollas dejaran de despertarlos cada cuatro horas para preguntarles cómo están. Otros se guardarán esa observación para sí, y empezarán a quejarse de que alguien se empeña en robarles el reproductor de MP3, medicinas o cualquier otra cosa. En cualquier caso, se le echa un vistazo al paciente, prestando especial atención a alguna afección «yatrogénica» (ocasionada por el médico) o «nosocomial» (originada por el hospital), que conjuntamente constituyen la octava causa más importante de fallecimientos en Estados Unidos. Luego se larga uno pitando.

Otra cosa que ocurre cuando se hace la ronda de pacientes tan temprano, es que ninguno se queja de nada.

Lo que nunca es buena señal.

La quinta o sexta habitación que visito es la de Duke Mosby, el paciente que menos aborrezco ahora. Se trata de un varón negro de noventa años, ingresado por complicaciones relacionadas con diabetes que ahora incluyen gangrena en ambos pies. Es uno de los diez norteamericanos negros que sirvieron en las Fuerzas Especiales en la Segunda Guerra Mundial, y en 1944 se fugó de Colditz. Hace dos semanas se escapó de esta misma habitación del Hospital Manhattan Catholic. En calzoncillos. En el mes de enero. De ahí la gangrena. La diabetes jode la circulación aunque se lleven, digamos, zapatos. Menos mal que Akfal estaba entonces de turno.

—¿Qué pasa, doctor? —me saluda.

—Poca cosa, señor —le contesto.

—No me llame señor. Me gano la vida trabajando —replica. Siempre dice lo mismo. Es una especie de chiste del ejército, sobre que no era oficial o algo así—. Pero deme alguna noticia, doctor.

No se refiere a su salud, que rara vez parece interesarle, de manera que me invento alguna sandez sobre el gobierno. Nunca me lleva la contraria.

Empiezo a vendarle los hediondos pies, y le digo:

—Además, cuando venía a trabajar esta mañana he visto una rata peleándose con una paloma.

—¿Sí? ¿Quién ganó?

—La rata. No era una lucha igualada.

—Bueno, no me extraña que una rata pueda con una paloma.

—Pero lo curioso era —le digo— que la paloma seguía intentándolo. Tenía las plumas completamente erizadas y estaba cubierta de sangre. Cada vez que atacaba, la rata le daba un mordisco y la tiraba de espaldas. Cosa de mamíferos, supongo, pero era bastante asqueroso.

Le pongo el estetoscopio en el pecho.

La voz de Mosby retumba por los auriculares.

—Para que la paloma insistiera de ese modo, la rata debe haberle hecho una buena faena.

—Sin duda —convengo. Le ausculto el abdomen, tratando de provocarle dolor. Mosby no parece notarlo. Le pregunto—: ¿Ha visto a alguna enfermera esta mañana?

—Claro. Han estado entrando y saliendo todo el rato.

—¿Alguna de esas de la faldita blanca, con gorrito?

—Muchas veces.

Ah, no. Ves a una mujer vestida así, y no es enfermera, sino el holograma de un striptease. Le palpo las glándulas del cuello.

—Voy a contarle un chiste, doctor —dice Mosby.

—¿Sí? ¿Cuál?

—Le dice el médico a un tío: «Tengo que darle dos malas noticias. La primera es que tiene cáncer.» El hombre exclama: «¡Dios santo! ¿Cuál es la segunda?» El médico contesta: «Tiene Alzheimer.» Y el tipo concluye: «¡Bueno, al menos no tengo cáncer!»

Me río.

Como siempre que me lo cuenta.

En la habitación de Mosby, la cama que hay junto a la puerta —en ésa estaba hasta que la supervisora consideró menos probable que se fugara de nuevo si lo instalaba a dos metros de la entrada— está ocupada por un paciente blanco que no conozco, gordo, con una exigua barba rubia y el pelo corto por delante y los lados y largo por detrás. Cuarenta y cinco años. Tumbado de costado con la luz encendida, despierto. Cuando consulté antes el ordenador, su «Molestia Principal» —el apartado que cita textualmente al enfermo, haciéndolo pasar por idiota— sólo decía: «Dolor en el culo.»

—¿Le duele el culo? —le pregunto.

—Sí. —Rechina los dientes—. Y ahora también me duele el hombro.

—Empecemos por el culo. ¿Cuándo empezó a dolerle?

—Eso ya lo he explicado todo. Está en la gráfica.

Probablemente sí. En la gráfica de
papel
, en todo caso. Pero como ésa es la que el enfermo y el juez pueden solicitar, esmerarse en hacerla legible no tiene mucho aliciente. La del Tío del Culo parece unas olas dibujadas por un niño.

En cuanto a la gráfica del
ordenador
—que es confidencial y contiene todas las informaciones que el médico puede recibir, lo único escrito junto a «MP:
Dolor en el culo
», es «
¿Paquete? ¿Ciática?
». Ni siquiera sé si se refiere al paquete vasculonervioso o a que es algo «de cojones».

—Lo sé —le digo—. Pero a lo mejor nos ayuda que lo vuelva a repetir.

No se lo cree, pero ¿qué le va a hacer?

—Me empezó a doler el culo —explica, lleno de resentimiento—. Y así estuve durante dos semanas, cada vez con más dolor. Hasta que me decidí a ir a Urgencias.

—¿Acudió a Urgencias porque le dolía el culo? Debe tener dolores de verdad.

—Me están matando, joder.

—¿Ahora también? —digo mirando al gotero de calmantes que tiene el tío. Con tanto Dilaudid, se pasa un pelador de zanahorias por la mano y ni se entera.

—Incluso en este momento. Y no soy ningún drogadicto. Y ahora el jodido hombro también.

—¿Dónde?

Se lleva el dedo hacia la mitad de la clavícula derecha. No es precisamente el hombro, pero qué más da. No se aprecia nada a simple vista.

—¿Duele? —le pregunto, dándole unos suaves golpecitos. Se pone a gritar.

—¿¡
Quién está ahí
!? —grita Duke Mosby desde la otra cama.

Retiro la cortina para que me vea.

—Soy yo, señor.

—No me llame señor —contesta. Dejo caer la cortina.

Echo un vistazo al registro de constantes vitales del Tío del Culo. Temperatura 36,6; presión arterial 120/80; ritmo respiratorio 18; pulso 60. Todo absolutamente normal. Y los mismos datos que en la gráfica de Mosby y el registro de las constantes de todos los pacientes que he visto en la sala de guardia esta mañana. Le pongo la mano en la frente como si fuera su madre. Está ardiendo.

Joder.

—Voy a pedir que le hagan una tomografía —le digo—. ¿Ha pasado últimamente alguna enfermera por aquí?

—Desde anoche, no.

—¡Joder! —exclamo en voz alta.

No hay duda, cinco puertas más allá se ha muerto una mujer, con una desgarradora expresión de horror en el rostro y un registro de constantes vitales que dice: «Temperatura 36,6; presión arterial 120/80; ritmo respiratorio 18; pulso 60». Aunque se le ha bajado la sangre de tal manera que parece que la han tumbado en una bañera con cinco centímetros de tinta azul.

Para calmarme me empiezo a pelear con las dos supervisoras. Una jamaicana obesa que está muy atareada extendiendo unos cheques. Y una bruja irlandesa que no para de navegar por Internet. Las conozco, y me caen bien: la jamaicana porque a veces trae comida, y la irlandesa porque tiene una barba poblada que lleva afeitada en forma de perilla. Si en el mundo hay un
jódete
mejor que ése, de verdad que no lo conozco.

—No es problema nuestro —asegura la irlandesa cuando me quedo sin nada que decir—. Y no hay nada que hacer. Esta noche hemos tenido a ese montón de gilichichis letonas. Lo más seguro es que ahora estén vendiendo por ahí el teléfono móvil de esa señora.

—Pues despídanlas —sugiero.

Con eso se ríen las dos.

—En estos momentos andamos un poco escasos de enfermeras —observa la jamaicana—. Por si no se ha dado cuenta.

Sí que lo he notado. Por lo visto hemos agotado el cupo de enfermeras del Caribe, las Filipinas y el Sudeste Asiático, y ahora estamos a punto de consumir el de la Europa del Este. Cuando la secta supremacista blanca que la hermana de Nietzsche fundó en Paraguay salga de la selva, a sus miembros no les resultará difícil encontrar trabajo.

—Pues yo no voy a extender el certificado —declaro.

—Cojonudo. Y que se joda el paquistaní, ¿eh? —observa la irlandesa. Tiene la cara casi pegada a la pantalla del ordenador.

—Akfal es egipcio —la corrijo—. Y no voy a pasarle a él el marrón. Sino a las cabronas de sus letonas.
Stat
.

La jamaicana sacude la cabeza con aire de melancolía.

—Eso no va a resucitar a la señora —observa—. Si les pide que extiendan ellas el certificado, se limitarán a activar un código
[5]
.

—Me importa un huevo.

—¿Párnela? —dice la jamaicana.

—A mí también —contesta la irlandesa que, casi entre dientes, añade—: Auténtico coñazo.

Por la forma de reaccionar de la jamaicana se sabe que su compañera se refiere a mí, no a ella.

—Díganselo de todos modos —les ordeno, y me marcho.

Ya me siento mejor.

Pero incluso después de eso necesito hacer una pequeña pausa. Con la Moxfane que me he tomado hace media hora junto con una Dexedrina que me encontré en un sobre en el bolsillo de la bata y que ingerí por si la primera tardaba en hacerme efecto, me resulta un poco difícil concentrarme. Me empieza a dar un subidón tremendo.

Me encanta la Dexedrina. Tiene forma de escudo, con una línea vertical en medio, de manera que parece una vulva
[6]
. Pero, incluso sin tomar nada más, con la Dexedrina las cosas resultan a veces demasiado esquivas y es difícil centrarse en ellas, o siquiera mirarlas. Y con una Moxfane encima, hasta llegan a difuminarse.

Así que voy a la sala de guardia de residentes para relajarme, y quizá tomarme de paso unos benzodiacepanes que tengo escondidos en el bastidor de la cama.

En cuanto abro la puerta, sin embargo, sé que hay alguien en la oscuridad. La habitación apesta a sudor y mal aliento.

—¿Akfal? —digo, aun sabiendo que no es él. El olor de Akfal me acompañará hasta la tumba. Éste es aún peor. Peor que el de los pies de Duke Mosby.

—No, tío —contesta débilmente una voz desde el rincón de la litera.

—Entonces, ¿quién coño eres? —pregunto con un gruñido.

—El fantasma de Cirugía
[7]
—dice la voz.

—¿Por qué estás en la sala de guardia de Medicina Interna?

—Porque… necesitaba un sitio para dormir, colega.

Quiere decir: «En donde a nadie se le ocurriría buscarme.»

Fenomenal. No sólo está apestando la sala de guardia, sino que utiliza la única litera disponible, porque la de arriba está cubierta con una colección completa de la revista
Oui
de 1978 a 1986, que según sé por experiencia resulta un incordio quitar de ahí.

Considero la posibilidad de dejar que se quede, porque la habitación será inutilizable en el futuro próximo debido al olor. Pero como estoy bajo el influjo de Moxfane EdgeMR, siempre puede recurrirse a la disuasión.

—Te doy cinco minutos para largarte cagando leches de aquí —le digo—. Si no quieres que te vierta un frasco de orina en la cabeza.

Enciendo la luz al marcharme.

Ahora me siento un poco más centrado, pero no lo suficiente para hablar con los enfermos, así que voy a ver resultados de laboratorio en el ordenador. Akfal ya ha copiado la mayoría en las gráficas. Pero hay un informe de Patología sobre un paciente del doctor Nordenskirk que efectivamente tiene seguro de enfermedad, de manera que ése no lo ha tocado. El doctor Nordenskirk sólo permite que blancos o asiáticos se ocupen de pacientes asegurados.

Así que echo un vistazo al informe en pantalla. Es un montón de malas noticias para un hombre llamado Nicholas LoBrutto. El nombre italiano dispara la alarma en mi cabeza, pero estoy prácticamente seguro de que nunca he oído hablar de ese tío en mi vida. Y en todo caso los miembros de la mafia —como la mayoría de la gente que puede elegir— no acuden al Manhattan Catholic. Por eso me permito el lujo de trabajar aquí.

La frase clave del informe de Patología es «positivo en células en anillo de sello». Una célula en anillo de sello es como un solitario de diamantes (o un sello, para el que siga cerrando los sobres con lacre), porque su núcleo, que tendría que estar en el centro, se ha desplazado hacia la pared por la acción de las proteínas que no puede dejar de producir debido al cáncer. En concreto, o cáncer de estómago o cáncer que
era
de estómago y ahora se ha metastatizado, digamos, al cerebro o los pulmones.

Cualquier cáncer de estómago es una putada, pero el de las células en anillo de sello es el peor. Mientras la mayor parte de cánceres de estómago sólo perforan la pared del estómago, de modo que se puede extirpar la mitad y cabe la posibilidad de que el paciente siga viviendo, aunque no sea capaz de cagar mierda sólida, el de células en anillo de sello se infiltra en el estómago por la superficie, produciendo una afección llamada «linitis plástica». Hay que extirpar el órgano entero. Y aun así, cuando se diagnostica, suele ser demasiado tarde.

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