Read Bosque Frío Online

Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

Bosque Frío (4 page)

BOOK: Bosque Frío
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un vacío desolado donde no crecen las rosas.

Durante un tiempo después, me encontré pasando por varios empleos, nada relacionado con el periodismo, sino trabajos esporádicos para seguir dándole a la botella. Fui reponedor por una temporada, trabajé unos meses en la construcción. Pero no paraba de pensar en ellas caminando por las calles de Dublín, mientras la cara de Imogen se iba haciendo mayor día a día. El año próximo cumplirá siete años, me encontraba pensando, mientras se me revolvía violentamente el estómago. Al final no lo pude soportar más. Un día, al despertar, supe que no había alternativa: tenía que volver. Pero antes hice un viaje a la costa, a Bournemouth, para ser exactos.

Cuando la mujer del autocar me preguntó, compasiva:

—¿Por qué llora? ¿Puedo ayudarlo en algo?

Me limité a sacudir la cabeza y le conté cómo había sido el primer día que habíamos pasado allí. Habíamos llevado a Imogen de picnic a Bournemouth.

—Al volver a casa —expliqué—, estaba muy cansada. Pero dijo que había sido el mejor día de su vida.

Aparté la mirada. Tenía los ojos enrojecidos.

—No creo que pueda vivir sin ellas —dije.

Me aseguré de contárselo también al barman del hotel, fingiendo estar más borracho de lo que realmente estaba.

—Me alegro de que me recuerde —dije—, porque no volverá a verme. He llegado al punto en el que la vida no vale nada.

No fui más explícito. Sólo di información suficiente para que me recordara cuando la policía fuera a investigar.

A eso de las cuatro y media de la madrugada fui a la playa. No había ni un alma alrededor, sólo aquella luna grande, vacía, impasible.

Deposité mi pila de ropa doblada junto al agua, después di media vuelta y me fui. En la cabeza veía al barman dando explicaciones, con una comprensión conmovedora:

—Acababa de dejarlo la mujer. ¡Qué lástima! ¡Parecían una pareja tan feliz la primera vez!

Sabía que quizá también la localizarían a ella, a la mujer del autocar. Creía que no hacía falta nada más.

No volví a Londres. Subí a un autocar y puse rumbo a Gales. A Holyhead y al ferri de Rosslare con nada más en el petate que unas pocas prendas de ropa, junto con todo lo que había reunido sobre Ned Strange en la montaña.

Alquilé una habitación amueblada en Portobello, en la parte sur de la ciudad de Dublín, al lado del canal, usando de manera pragmática y afortunada un nombre falso, por si las cosas empezaban a complicarse. Por las noches volvía tambaleándome del pub y llamaba por teléfono a números al azar, farfullando incoherencias sobre El muñeco de nieve y colgando después de oír la voz de alguna ama de casa confusa y medio enojada. Eso era estúpido. Soy consciente. Pero cuando te ha herido el engaño, todos los tendones de tu cuerpo están tensos.

Es como si sintieras que vas a estallar en cualquier momento.

Así me sentía yo cuando, de repente, un día me puse a leer un ejemplar del Sunday Independent y me encontré mirando una cara terriblemente conocida. Era Ned Strange. Su fotografía ocupaba la mitad de la primera plana. Lo que leí entonces me perturbó, por no decir otra cosa. Al parecer se había ahorcado en la ducha de la prisión de Arbour Hill, donde estaba encarcelado por la violación y el asesinato de un niño. Recordé el nombre, y al leerlo me quedé helado y me vinieron a la cabeza las conmovedoras palabras:

—Soy el mejor mejor amigo de Ned.

Era el niño de las pecas que le ayudaba a alimentar las gallinas: ¡Michael Gallagher!

El relato que venía a continuación me puso físicamente enfermo. Tanto que, al leer la última frase, me pareció que me quitaban un enorme peso de encima. Como si el aire que me rodeaba, de repente, oliera mejor. Sólo por haber terminado de leer aquello. Experimenté el impulso irracional de telefonear a Catherine, que ahora vivía en Rathfarnham, para hablarle del espantoso artículo. Era como si creyera que eso podría servir para enaltecerme ante sus ojos.

Luego, al reflexionar sobre mi ocurrencia, me sentí abochornado, de pie, en el rellano, con la mirada perdida, aferrando con la mano el auricular de baquelita.

Tomé algunas copas el domingo y volví a la habitación cuando se me acabó el dinero. Nunca olvidaré ese día mientras viva. Lo único que recuerdo es que me encontraba en el rellano con la instantánea sensación de que algo andaba mal. El olor a húmedo empezó a llenarme los orificios nasales, el olor asfixiante y familiar del libro de Olson, El hechizo del corazón. Se me cayeron las llaves y me quedé helado hasta el tuétano cuando oí su voz, el más suave de los susurros. Di media vuelta y lo vi, con el pesado cuerpo bañado por una pálida luz espectral, fumando en el alféizar de la ventana, mirando inexpresivamente hacia la ciudad. Bajó despacio el cigarrillo y miró hacia mí, con una mueca de inequívoco desdén en los labios.

—¿No ibas a llamarla? —dijo con desprecio.

Entonces hizo algo rarísimo: sonrió cálido y afectuoso mientras abría la mano, mostrando una pequeña tableta de chocolate. Alargó la mano y me la ofreció.

—Siempre me gusta llevar encima una pastilla —susurró en tono burlón, rompiendo un pedazo.

Mientras se lo ponía entre los labios, dijo:

—Has cometido un grave error, Redmond. Todavía no sabes hasta qué punto.

Unos trocitos de papel de estaño aletearon hasta el suelo, mientras él respiraba hondo y chasqueaba la lengua mostrando una falsa pena.

—Es delicioso, Redmond. Tendrías que haberlo probado. Pero algún día lo probarás.

Me resultaba insoportable. Quería que se fuera. Incluso estaba dispuesto a suplicárselo de la manera más abyecta:

—¡Por favor, Ned!

Pero cuando volví a mirar él había desaparecido como si nunca hubiera pasado por allí. Solo estaba la cortina, ondulando con suavidad.

Agitada por la ligera brisa, mientras las últimas volutas de humo salían hacia la luz de la luna y se perdían en el cielo nocturno de la ciudad.

Cuando camino por la orilla del canal pienso a menudo en aquella noche y en lo mucho que me debilitó, que me agotó en el plano emocional. Me afectó de manera muy profunda, no durante días, sino semanas, durante las cuales no dejaba de reprocharme mi humillante falta de resolución. Las palabras «¡Por favor, Ned!» me seguían atormentando a pesar de que no habían sido más que una manifestación de mis conflictos internos. Juré no volver nunca más a aquella habitación. Me marché sin dar ningún aviso, abandonando casi todas mis posesiones, excepto los papeles «de folclore» relacionados con Ned.

Tuve la fortuna de encontrar un lugar barato en una residencia para caballeros a pocos kilómetros de distancia, al otro lado del río, en Drumcondra. Sé que parece un poco temerario, pero nunca me arrepentí. Me dio un poco de espacio y de tiempo para pensar. Mirando hacia atrás creo que fue una decisión sabia. Incluso indispensable. Para ser realistas, no tenía otra salida.

No es para preocuparse, me decía, esas percepciones irracionales son comunes, hasta previsibles, en momentos de confusión emocional. Me convencía de que aquello era sólo un síntoma.

No podía permitirme que fuera nada más.

Mi alojamiento resultó ser mucho mejor que el de Portobello: luminoso y amplio y, encima, bastante más barato. Resultaba inconcebible que mi estado de inquietud anterior pudiera persistir en un entorno tan poco amenazador y tan agradable y apropiado para mis necesidades. Eso parecía, sin duda. Por fin, sentía, había tomado una buena decisión.

Por eso, algunas noches más tarde, me entraron ganas de llorar cuando desperté de un sobresalto. Aquel olor estaba otra vez en la habitación: el mismo olor húmedo y nauseabundo. Se llevó el faria a los labios muy despacio, sentado al pie de la cama y mirándome.

—Red —susurró—, he venido a preguntarte algo. ¿Recuerdas aquella canción que yo tocaba el día que llegaste? A Slievenageeha, quiero decir.

—Sí, —respondí.

—¿Significó algo para ti?

No entendía nada. Dije que no con la cabeza. Sentía que un sudor frío me empezaba a correr por el cuerpo.

—No —respondí.

—No —me remedó, implacable.

Aspiró y después soltó el aire.

—¿Recuerdas por lo menos qué era?

Tuve que reconocer que no. No podía pensar con claridad. Sentía demasiado miedo.

—No —repetí, casi avergonzado.

Su voz empezó a elevarse en la quietud y el silencio de la penumbra, mientras cantaba la canción en tono lastimero. Había en ella un quejumbroso desánimo, una soledad desesperada.

Qué guapos estamos, aquí tendidos

mi amigo y yo, para siempre unidos.

¿Hasta cuándo estaremos aquí, oh, Señor?

Cuando cubran las nieves del infierno el alcor.

Después no habló durante un buen rato. Al final, dijo:

—¿Así que todavía no significa nada para ti, Redmond? ¿De veras?

Cambió un poco de postura y metió la mano hasta el fondo del bolsillo.

—Quiero acostarme a tu lado, Redmond —dijo.

Avanzó por el suelo, acercándose a la cama.

—¿Quieres un poco de chocolate, Redmond? Toma, aquí tienes una tableta.

Me obligó, no pude hacer nada. Se salió con la suya aquella noche horrible, mostrando los incisivos mientras me metía el chocolate en la mano.

—Buen chico —dijo—. Come el chocolate que te da el tío Ned.

Los trocitos de papel de estaño cayeron al suelo mientras me corrían por las mejillas lágrimas de vergüenza.

Después dejó bien claro que aquello no le había costado el menor esfuerzo. Se enjugó con aire despreocupado el sudor de la frente mientras se abrochaba el pantalón con el faria húmedo colgándole de los labios.

—Esto, amigo mío, te dará qué pensar. Y no se te ocurra contárselo a nadie. Creerán que son todo figuraciones tuyas. Dirán que son mentiras. Historias descabelladas como las que se oyen en la montaña. Así que no pierdas el tiempo. Guardemos este secreto entre los dos, tú y yo.

Sus ojos bailaban llenos de negra malicia mientras decía:

—Toma, esto puede ayudarte. Prepararte para lo que va a suceder.

Tiró algo sobre la mesa y se fue sin hacer ruido. Bajé temblando de la cama. Era una vieja fotografía de cámara de cajón: una imagen descolorida de un niño en un campo de heno un día de sol, con la silueta oscura de la montaña recortándose a lo lejos, rematada por los altos pinos. Sonreía de oreja a oreja, con una mata de rizos rojos sobre la cara. Le di vueltas en la mano mientras trataba de no temblar al leer las palabras:

—Para el pequeño Red, el niño más encantador.

Me vi mirando mis propios ojos. Aquella foto la habían sacado en las montañas hacía muchísimo, cuando yo tenía apenas ocho años. Ahora, después de tanto tiempo, costaba mucho leer la letra de mi tío Florian. No podía apartar la mirada. La inocencia y la esperanza malogradas de aquellos ojos me recordaron sobre todo la expresión de Michael Gallagher, el niño que había confiado y valorado a Ned Strange como amigo, y que había sido recompensado del modo más espantoso imaginable: con una agresión sexual seguida de un brutal asesinato. Me encontré deseando no haber conocido nunca a Ned Strange. No haber estado nunca cerca de él ni haber tenido con él ninguna relación.

Durante días no salí de aquel cuarto. Me limité a esperar, sabiendo que tarde o temprano Ned volvería.

Pero no volvió. Lo único que oía era el ruido de la ventana y el rumor apagado de voces allá abajo.

Ahora llevaba la fotografía conmigo a todas partes. Esperaba encontrarlo en cualquier esquina, fumándose con paciencia el faria. Mientras me miraba sin parpadear, acariciándose la barba con aquella serenidad burlona y escalofriante.

—Algo espantoso va a suceder, Redmond, algo real y verdaderamente espantoso. Y cuando suceda, puedes estar seguro de que te enterarás.

Las calles estaban llenas de malabaristas y personas caminando con zancos: una protesta relacionada con presos políticos. Retumbaban los tambores y resonaban los clarines y una enorme oruga verde y amarilla de cartón piedra pasó serpenteando a mi lado, en dirección a Mount Street.

A veces, sentado en un café o en un pub medio vacío, me asaltaba de repente una sensación de profunda alarma, como si estuviera a punto de ocurrir un acontecimiento de una gravedad mortal en potencia. Que quedaría archivado para siempre como «¡la desaparición de la fotografía!».

Una idea manifiestamente ilógica que, como de costumbre, demostraba ser un disparate cada vez que, casi paralizado de miedo, metía la mano en el bolsillo y la encontraba allí entre los pliegues, donde estaba desde la mañana, segura y a salvo.

No puedo ni empezar a describir el inmenso alivio, incluso el júbilo, que me recorría el cuerpo en esos momentos de dura prueba.

Pero pronto comencé a temer que esas impresiones, por erróneas que fueran, se empezaran a extender a otras áreas. Que con el tiempo tuviera que aprender de nuevo el funcionamiento del mundo porque todo se me hubiera vuelto desconocido. Y no parecía tener recursos suficientes para hacer frente a todo eso. A la deriva en un mar de hipótesis exageradas, me inclinaba sobre la taza del retrete y vomitaba una vez más. Repitiendo como un mantra sin sentido:

—Ahora me llamo Dominic Tiernan pero mi verdadero nombre es Redmond Hatch. Soy Redmond Hatch y vivo en Drumcondra. Drumcondra está en Dublín. Estaba casado y tenía una hija. Mi hija se llamaba Imogen y mi mujer se llamaba Catherine. Catherine e Imogen viven en Dublín. Viven en Dublín en Irlanda en Europa. La calle donde viven es Ballyroan Road, Rathfarnham. Lo había averiguado llamando a su hermana y haciéndole creer que había ganado un viaje en un concurso. Era algo artero, ya lo sé, algo que uno podía esperar de gente como Ned Strange. ¡Pero algo tenía que hacer!

¡Algo tenía que hacer!

La primera vez que fui a Ballyroan no me lo podía creer, sobre todo al ver los frutales que había detrás de la casa. Esperé a ver si salía Immy. No salió. Fui en taxi a Rathmines y estuve una hora sentado en el Sunset Grill, intentando comer una copa de helado con macedonia y mucha nata. No pude. Después subí a Cowper Road. Era una sensación horrible estar allí mirando como un tonto por la ventana, pensando en Catherine sentada junto al fuego, escuchando a John Martyn mientras pasaba con calma las páginas.

Cuando fuimos a vivir a Londres, Catherine y yo, la vida que vivíamos se parecía de veras a un cuento de hadas. Al nacer el primer hijo todo cambia. Es lo que siempre dice la gente. Pero yo no puedo opinar porque… bueno, ahora no me enteraré nunca.

BOOK: Bosque Frío
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Measure of Darkness by Chris Jordan
47 Destinies: Finding Grace by Perez, Marlies Schmudlach
Bob at the Plaza by Murphy, R.
The Orphan by Robert Stallman
¡Pobre Patria Mía! by Marcos Aguinis
Imposition by Juniper Gray