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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

Bosque Frío (18 page)

BOOK: Bosque Frío
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—Para darte un ejemplo, Catherine —proseguí—, la semana pasada, durante las fiestas de la Navidad, las chicas del burdel que está al lado de la empresa llegaron cargadas con botellas de champán. ¡Y menudo revuelo armaron! ¡A Larry Kennedy se le salían los ojos de las órbitas!

Me desternillé de risa mientras me metía en el carril central.

—«Um, qué buen aspecto tienes», me dijo aquella puta, y no es que quiera ponerme grosero, pero, antes de darme yo cuenta, ya se había arrodillado y, ¡Catherine, no te miento!, hacía todo lo posible por, bueno, por excitarme.

Al acordarme tuve que contener la risa.

—Pero no estaba dispuesto a permitirlo. «Levántate, ¿me oyes?», estuve a punto de decirlo, Catherine. «¡Levántate, te digo! ¿Qué eres, una puta barata?» ¡Lo tenía en la punta de la lengua, Catherine! Porque se estaba tomando unas libertades, que… Era algo innecesario y una puta ordinariez. Una situación tan incómoda, desde luego, que en ese momento podía terminar de cualquier manera. Y fue entonces cuando apareció Papá, el Papito, siempre a punto. Mientras la puta seguía arrodillada allí abajo me reí por dentro y pensé en el Papito, con su enorme y franca y centelleante sonrisa. «Ay, Papá», pensé, «el hombre con más experiencia de la vida». El hombre que posee ese poco de sabiduría de más. Ese poco que hace que todo sea diferente. La toqué con suavidad en el hombro y me reí mientras decía:

»—Bueno, chica, ya vale.

»Y al final nadie se molestó. Absolutamente nadie. Hasta la prostituta estaba de buen humor cuando se fue haciendo girar el bolso.

»—Lo siento, grandullón. ¡No sabía que fueras un marido tan fiel! ¡Ja, ja!

Había funcionado a la perfección. Ojalá hubiera tenido antes ese conocimiento y ese aplomo, recuerdo que pensé, mientras oía que me llamaban y salía a buscar un pasajero.

Pero ¿quién logra, en su juventud, entender los fundamentos de esa sabiduría? ¿Qué sabes cuando estás empezando? Nada. Piensas que te vas a casar y que todo va a seguir así para siempre. Cuando te dicen que existe la dicha conyugal, te lo crees. Te llenas de alegría cuando oyes que lo que te espera es toda una vida de sensaciones y descubrimientos y tierno hechizo del corazón.

—Nunca te detienes a pensar que todo pueda ser mentira —murmuré en voz alta, dirigiéndome un poco a Catherine y un poco a mí mismo, mientras reducía la velocidad y salía de la autopista hacia donde los imponentes pinos se alargaban majestuosos hacia el cielo.

12. Una tableta de chocolate

Así que ahora me llaman Papito Tiernan, y el nombre me sienta como anillo al dedo; de verdad, me he acostumbrado a él.

—¡Ahí está Papito! —se les oye gritar, y—: ¡Mira, ya ha vuelto a llegar antes de hora! Poniendo a todo el mundo en evidencia, Papito, ¡ése eres tú!

Siempre les enseño fotografías de mis hijos.

—Se gasta en sus chicos hasta el último céntimo —dicen—. Los adora de verdad.

Aunque «retratos», como Florian llamaba a sus fotografías, hubiera sido una palabra más adecuada, ya que por razones obvias no puedo publicitar a mi familia real.

—Ésta es Cara, mi hija mayor —les digo.

Éstos son de verdad tiempos dichosos. Cada día, mientras recorro la ciudad, no dejo de recordarme lo afortunado que he sido. Lo total y absolutamente afortunado, a diferencia del pobre Ned Strange, cuyos días en la tierra fueron desde luego aterradores. Porque ¿qué otro calificativo se podría usar para describir al pobre, sentado tan tranquilo en el patio de la cárcel, leyendo sus novelas del Oeste y sin hacerle daño a nadie, y cuando levanta la mirada, de pronto, aparece un recluso de rostro enjuto decidido a crearle problemas? Mirándolo, amenazador, y quitándole de un patadón el libro de las manos a Ned.

—Qué bonito es ser un rompeculos —dice—, qué bonito, ¿verdad? Qué bonito, abusar de un niño. Robarle la inocencia y después andar por ahí aparentando ser un viejo inofensivo. Sabemos lo que haces. Usar tus cuentos para conseguir que te quieran. Engañarlos del todo. Compartir el tabaco y tocar el puto violín. ¡Pero ahora vas a recibir tu merecido, rompeculos hijoputa! ¡No saldrás de aquí vivo!

Resulta que el cabroncete tenía una llave inglesa oculta debajo de la chaqueta. Y arremetió contra Ned ante las narices de los guardias, que se comportaron como si nada sucediera.

Yo había leído todo eso en la revista Irish Crime. Para ser justos, era un reportaje bastante razonable y equilibrado. A diferencia de los tabloides, que lo teñían todo de sensacionalismo. Burlándose de cómo Ned había intentado poner a los presos de su lado, convencerlos de que en realidad adoraba a Michael Gallagher. Y que no había querido hacerle daño.

—¿Cómo podría haber sentido atracción sexual por el niño? —repetía constantemente, mientras le rodaban por la cara lágrimas de dolor—. Por Dios, él no era más que un viejo —insistía—. Lo único que había querido era una mujer y un hijo. Nunca, ¡nunca!, podría haberle hecho daño al pequeño Michael.

»¿No entendéis que lo quería? —protestaba—. ¿Por qué no lo entendéis? Era la estrella de mi ceilidh. ¡Daba de comer a mis gallinas! ¡Yo adoraba a Michael Gallagher! ¡Nunca le hubiera tocado ni un solo pelo de su cabecita!

Pero no le creían. Le decían que era un mentiroso. Llegaron a acusarle de mentir descaradamente. Después empezó a circular el rumor de que estaba perdiendo el juicio. Se decía que eso era lo que estaba pasando. Sentado en el rincón, murmuraba solo, comiendo trozos de papel y temblando. Pero después resultó que también eso era fingido. Que lo que hacía era reírse de ellos. Que le importaba un bledo lo que hicieran o dijeran. Que ni siquiera les tenía miedo. Que les había estado tomando el pelo a todos, todo el tiempo.

—Solía reírseme en la cara —decía la revista, citando a uno de los carceleros—. Se quedaba sonriendo y me ofrecía chocolate. «A Michael le encantaba, agente», decía. La manera en que te miraba el sucio y asqueroso cabrón te daba escalofríos.

Era una lástima que el carcelero viera así el problema, pensaba yo. Pero lo entendía, porque en otro tiempo tuve la misma opinión. Hubiera insistido, sin duda, en que desde el principio las intenciones de Ned habían sido asesinar a Michael Gallagher sin ningún motivo.

El hecho es que, para alguien como Ned Strange, pensar así habría sido intrínsecamente aborrecible. Durante años, sin duda, había deseado tener una familia propia; sobre todo, como me había dicho en muchas ocasiones, un hijo. Pero no habría secuestrado a un niño sólo por esa razón, para tener la experiencia de una vida familiar, aunque fuera por un tiempo ridículamente corto.

No, no eran así las cosas. Claro que Ned Strange había abusado sexualmente de Michael Gallagher… como había abusado de otra persona, en una habitación de Portobello, una lejana noche que más valía olvidar.

—Pobrecito Michael —recuerdo haberle oído decir, mientras se me ponía carne de gallina—. Figúrate, fiarse de alguien como yo. Supongo que es el chocolate, Redmond, ja, ja. No pueden rechazar el chocolate, ¿verdad?, los mejores mejores amigos de Ned.

13. Estas son mis montañas

Ahora me sentía muy a gusto con el mundo y conmigo mismo. Por lo que, cuando uno de los taxistas de la empresa me dijo un día:

—Hemos pensando, Papito, que si no estuvieras demasiado ocupado quizá podrías venir con nosotros a una de nuestras reuniones de plegaria.

No tuve ningún problema en aceptar la invitación.

Y después, durante meses, me ocupé de asistir con regularidad, añadiendo mi voz a su pequeño pero floreciente grupo de feligreses. Todos me decían lo encantados que estaban de contar conmigo. Yo les aseguraba con humildad que el placer era mío y que quizá algún día llevaría a mi familia. Cara, por supuesto, y Owen, mi hijo pequeño.

Les decía que esperaba ansioso el día de la primera comunión de Cara.

—Pronto cumplirá siete años —decía.

Estaban de acuerdo en que sería un día muy especial.

Todos los domingos, después de las oraciones, tomábamos té en un pequeño salón. Nos sentábamos a hablar del estado del mundo en general.

—A mí me parece que la perdición está a la vuelta de la esquina —señaló un viejo de mirada triste, pellizcando una galleta mientras añadía—: He pasado por dos guerras mundiales y nunca pensé que vería cosas como éstas. Religiosos de esta pequeña isla antes inocente. ¡Y pensar en las cosas de las que han sido acusados!

Los viejos curas rijosos, con el garrote tiesos, pensé para mis adentros.

—Es horrible —coincidí con él—, horrible de verdad.

—Sí, Papito —asintió—. Y peor aún. Mucho peor.

Asentí y reí compungido, con el tono convincente y natural de Papito.

Siempre me aseguraba de sentarme en la primera fila, donde todos me vieran bien, sacando pecho mientras cantaba «Dejadme descansar en los brazos de Jesús». Montaron una foto mía alabando con devoción al Salvador. Parecía el abuelete más encantador que se hubiera visto. Con nada más que bondad y decencia en el corazón, amor puro hacia el mundo y el prójimo.

Estaba un día en la empresa hojeando un ejemplar del Álbum de Homer Simpson —había recorrido varias veces las tiendas sin encontrar nada de Las gemelas de Sweet Valley— que acababa de comprar para Imogen cuando oí por casualidad a uno de los conductores que decía:

—Cuesta incluso sacarlo a tomar una cerveza.

Me tomé el comentario como un cumplido. Pero no acusé recibo. Me limité a sonreír de oreja a oreja. Pero luego oí:

—A mí no me convence. Ese tío a mí no me convence para nada.

Por un momento me paralicé, pero no tuve que mirar para saber al momento quién había hecho el comentario: el conductor al que había sorprendido hurgando en mis cosas. No negaré que me resultó difícil contenerme.

Pero ahora yo era un hombre diferente. Papito no reaccionaba de manera impulsiva y temeraria.

—Ja, Ja —me reí.

Y seguí con mis cosas.

Pero cuanto más tiempo pasaba, más me sorprendía dándole vueltas al incidente. Empecé a andar inquieto, con los nervios de punta, y resultaba más difícil mantener la apariencia de Papito. Como el capullo al que llevé la otra noche en el taxi. Dándose aires para impresionar a su novia ebria, tan perdidamente borracha que apenas sabía cómo se llamaba. Yo había puesto algo de música y, cuando me di cuenta, ¿sabéis qué le oí decir?

—¿Qué es eso, abuelo? ¿Qué clase de mierda has puesto?

La chica se echó a reír. Quité el casete y busqué algo moderno para contentar a los subnormales. Pero, como he dicho, no fue fácil. Podría haber detenido el coche y haber hecho bajar a los dos cabrones.

—¡Fuera del coche, basura!

Podría haber dicho eso. O algo por el estilo. Pero no lo hice. Como ya he comentado, me limité a sacar la cinta sin decir palabra.

—Nos gusta Britney Spears —babearon.

—¡Así que no os gusta la música country! —dije con una carcajada—. ¡La dejáis para los abueletes como yo!

No respondieron, demasiado ocupados esparciendo semen sobre el asiento trasero.

La canción que yo había puesto era «Hijo de nadie». Significaba mucho para mí, por razones que, supongo, son evidentes. Solía cantarla en el taxi cuando andaba solo. Te dirán que es una canción llena de disparates, un montón de cursilerías sentimentales. Dicen que es como «Las serpientes se arrastran por la noche». No se puede andar por ahí tomando en serio canciones como ésa. Las esposas normales y corrientes no actúan así: simplemente van y hacen el amor con serpientes. Como Catherine Courtney. Pero no Casey Breslin.

Desde luego, no Casey Breslin, mujer sofisticada y mundana. Tengo que decir que el segundo año que pasamos juntos Casey y yo fue uno de los más gratificantes de mi vida.

Yo volvía a estar loco de felicidad. No lo podía creer. La vida era tan buena que si alguien me observara esa mañana en el tren a Slievenageeha se habría visto forzado a comentar:

—Pocas veces en la vida tienes la fortuna de ver en la cara de un hombre una expresión de tanta paz y tranquilidad. Debe de estar enamorado. Es la única conclusión posible.

Y era cierto: yo estaba enamorado. Muy enamorado. Lo mismo que Casey. Lanzando besos al arrancar el tren, al marido que tanto quería, respetaba y adoraba.

El tema del documental Estas son mis montañas, que iba a empezar a rodar, era el rostro cambiante de la moderna Irlanda: cómo una forma de vida antigua, casi una reliquia, desaparecía ante nuestros propios ojos. La versión final de la película yuxtaponía imágenes del nuevo y efervescente valle: en primer plano, el Gold Club, un enorme club nocturno de cinco plantas y fachada de cristal, bañado de luz azul al pie de las colinas, situado en el centro de una plétora de polígonos industriales y urbanizaciones, plantas de alta tecnología e hipermercados alemanes, un hervidero de actividad las veinticuatro horas, en contraste con viejas y granulosas secuencias en blanco y negro, acompañadas por música de cuerda nostálgica. La última imagen, una foto fija en sepia, mostraba los abruptos y majestuosos picos montañosos que iban desapareciendo en la niebla, como si regresaran a un exuberante paraíso, un evanescente y primordial Edén, y junto a ellos, una ruinosa casita rural de piedra, donde Florian había jugado hasta altas horas de la noche, sonriendo con lascivia a su sobrino mientras buscaba el violín y se ponía a rascar desenfrenados solos que saltaban, indómitos, como estridentes vendavales.

Ninguno de nosotros esperaba el éxito rotundo que tuvo aquel pequeño documental cuando ya estábamos trabajando en otras cosas. En cierto modo yo lo había visto como una manera de poner punto final al pasado.

—Slievenageeha —me había dicho para mis adentros—, dulce y pacífica montaña: au revoir para siempre.

Aunque los primeros indicios habían parecido favorables —la primera emisión había recibido elogios unánimes en los periódicos—, yo no le había concedido mucha importancia. Entonces, un día, mientras trabajaba en casa, había recibido una llamada telefónica inesperada de Casey. Muy excitada, me informó de que Estas son mis montañas había sido preseleccionado para los premios del cine y la televisión irlandesa, y que en Montrose lo daban como muy probable ganador.

Que fue, exactamente, lo que ocurrió.

La recepción tuvo lugar en el Westbury Hotel. Apenas pude levantarme al oír que pronunciaban mi nombre.

—Y el ganador es… Dominic Tiernan por Estas son mis montañas, en el apartado de documentales y largometrajes.

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