¡Acabad ya con esta crisis! (2 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Los economistas, según el viejo dicho, saben el precio de todo y el valor de nada. Y, en fin, hay mucho de cierto en esa acusación: como los economistas estudian principalmente la circulación de dinero y la producción y el consumo de cosas, tienden a dar por sentado, con un sesgo inherente, que lo que importa son el dinero y las cosas. Sin embargo, hay un campo de investigación económica que se centra en cómo las medidas de bienestar indicadas por uno mismo, tales como la felicidad o la «satisfacción vital», se relacionan con otros aspectos de la vida. Sí, es lo que se conoce como «estudio de la felicidad»; Ben Bernanke incluso dio una conferencia sobre ello, en 2010, titulada «La economía de la felicidad». Y esta investigación nos dice algo muy importante al respecto del lío en el que estamos.

En efecto, el estudio de la felicidad nos dice que el dinero carece de tamaña importancia una vez que uno ha llegado a poderse costear las necesidades de la vida. Los beneficios de ser más rico no son iguales a cero, en un sentido literal: los ciudadanos de los países ricos, de media, se hallan algo más satisfechos con sus vidas que los ciudadanos de las naciones menos acomodadas. Además, ser más rico o más pobre que las personas con las que te comparas es una cuestión de gran relevancia, y la razón por la cual la extrema desigualdad puede tener un efecto muy corrosivo en la sociedad. Pero, a fin de cuentas, el dinero es menos importante de lo que los materialistas crudos —y muchos economistas— quisieran creer.

Ello no supone decir, sin embargo, que los asuntos económicos carezcan de importancia en la verdadera escala de las cosas. En efecto, hay un aspecto impulsado por la economía que resulta enormemente relevante para el bienestar humano: tener trabajo. Las personas que desean trabajar pero no encuentran un puesto sufren sobremanera, no solo por la pérdida de ingresos, sino también por la pérdida de confianza en la propia valía. Esta es una de las razones más graves de que el desempleo masivo —que se está produciendo en Estados Unidos desde hace cuatro años— sea una auténtica tragedia.

¿Cuán grave es el problema del desempleo? Veámoslo con atención.

Por descontado, lo que nos interesa es el paro
involuntario
. La gente que no trabaja porque ha elegido no trabajar o, al menos, no hacerlo en la economía de mercado —jubilados que están contentos de su jubilación, o aquellas mujeres u hombres que han decidido ocuparse de su casa a tiempo completo—, esta no cuenta. Tampoco los discapacitados; su incapacidad laboral es lamentable, pero no obedece a las cuestiones económicas.

Bien, siempre ha habido personas que afirman que el desempleo involuntario, como tal, no existe; pues todo el mundo puede hallar trabajo si realmente aspira a trabajar y no se excede en sus exigencias de salario o condiciones laborales. Recuerden por ejemplo a Sharron Angle, candidata republicana al Senado, que declaró en 2010 que los desempleados eran unos «mimados» que preferían vivir de las rentas del paro, antes que ocupar un puesto de trabajo. O a la gente de la Comisión de Comercio de Chicago, que, en octubre de 2011, se rio de manifestantes contrarios a la desigualdad arrojándoles una lluvia de formularios de solicitud de empleo para McDonald’s. También hay economistas como Casey Mulligan, de la Universidad de Chicago, quien ha escrito para el web del
New York Times
múltiples artículos en los que insiste en que la pronunciada caída del empleo tras la crisis financiera de 2008 no se debía a que faltaran ocasiones laborales, sino a que había menguado la voluntad de trabajar.

La respuesta clásica a este tipo de personas procede de un pasaje que hallamos al poco de empezar la novela
El tesoro de Sierra Madre
(más conocida por la adaptación cinematográfica de 1948, protagonizada por Humphrey Bogart y Walter Huston):

Todo el que quiera trabajar y lo quiera de verdad encontrará un puesto de trabajo, sin duda. Lo único que no hay que hacer es ir al hombre que te está diciendo esto, pues él no tiene trabajo que ofrecer ni sabe de nadie que sepa de un puesto libre. Esta es precisamente la razón por la que te aconseja tan sabiamente: por amor fraternal, y también para demostrar qué poco conoce este mundo.

Poco hay que objetar. Y en cuanto a las solicitudes para McDonald’s, en abril de 2011, en efecto, McDonald’s anunció la contratación de 50.000 nuevos trabajadores. Recibió aproximadamente un millón de solicitudes.

Todo el que tiene un mínimo de familiaridad con el mundo, en suma, sabe que el paro, como desempleo involuntario, es algo muy real. Y, en la actualidad, un tema urgente.

¿Cómo de grave es el problema del desempleo involuntario y hasta qué punto ha empeorado?

Las cifras del desempleo en Estados Unidos, según suelen citarse en las noticias, se basan en una encuesta en la que se pregunta a personas adultas si o bien trabajan o bien están buscando trabajo activamente. A los que buscan empleo pero carecen de él se los considera en paro. En diciembre de 2011, los desempleados estadounidenses ascendían a más de 13 millones, frente a los 6,8 millones de 2007.

Si uno piensa sobre esta definición estándar de desempleo, sin embargo, verá que omite mucha aflicción. ¿Dónde están las personas que desean trabajar pero no buscan empleo de forma activa (porque, o bien no hay puestos a los que aspirar, o bien se han desanimado después de mucho buscar en vano)? ¿Dónde los que quieren un trabajo a tiempo completo, pero solo han podido encontrarlo de media jornada? Bien, la Agencia Estadounidense de Estadística Laboral intenta incluir a estos infortunados en una medida más amplia del desempleo, conocida como U6; de acuerdo con estos cálculos más numerosos, en Estados Unidos hay cerca de 24 millones de desempleados: cerca de un 15 por 100 de la fuerza de trabajo y aproximadamente el doble de la cifra anterior al inicio de la crisis.

Sin embargo, incluso este indicador es incapaz de abarcar el dolor en toda su extensión. En el moderno Estados Unidos, la mayoría de familias incluyen a dos cónyuges trabajadores; tales familias sufren, tanto financiera como psicológicamente, si uno de los dos cónyuges está desempleado. También hay trabajadores que solían llegar a fin de mes gracias a un segundo empleo, y ahora deben conformarse con solo uno; o que contaban con la paga por unas horas extras que han dejado de realizar. Hay empresarios independientes que han visto menguar mucho sus ingresos. Hay trabajadores especializados que, acostumbrados a desarrollarse en buenos puestos de trabajo, se han visto obligados a aceptar empleos que no usan nada de su saber específico. Y tantos otros ejemplos.

No hay cálculo oficial del número de estadounidenses atrapados en esta clase de penumbra del desempleo formal. Pero según una encuesta de junio de 2011, realizada entre probables votantes —un sector al que cabe suponer en mejor forma que la población en su conjunto—, el grupo de sondeos Democracy Corps halló que un tercio de los estadounidenses había padecido alguna pérdida de trabajo, bien por sí mismos o bien por otro miembro de la familia; y que otro tercio conocía a alguien que había perdido un empleo. Y casi el 40 por 100 de las familias habían sufrido reducciones de horas, salarios o complementos.

Las penalidades, pues, están muy generalizadas. Pero tampoco esto es toda la historia, aún no: para millones de personas, el daño causado por los problemas económicos fluye a gran profundidad.

VIDAS ARRUINADAS

Siempre hay cierto desempleo en una economía dinámica y compleja como la del moderno Estados Unidos. Cada día se hunden algunos negocios, con los empleos que ello comporta, al tiempo que otros crecen y necesitan a más trabajadores; hay trabajadores que abandonan su puesto o son despedidos por razones idiosincrásicas y sus antiguos empleadores les buscan reemplazo. En 2007, cuando el mercado laboral funcionaba bastante bien, hubo más de 20 millones de ceses o despidos, a la par que un número aún superior de contratos.

Toda esta agitación supone que siempre existe cierto desempleo, incluso en las buenas épocas, porque a menudo se requiere un tiempo para que los candidatos a trabajar encuentren o acepten los nuevos puestos. Como se ha visto, en el otoño de 2007, a pesar de que la economía era notoriamente próspera, había casi 7 millones de desempleados. Hubo millones de parados incluso en el punto culminante de la gran prosperidad de los años noventa, cuando se hizo popular el chiste de que para encontrar trabajo bastaba con pasar el «examen del espejo»: que tu aliento empañara un espejo, esto es, que no estuvieras muerto.

Pero en las épocas de prosperidad, el desempleo es, en su mayoría, una experiencia breve. En los buenos tiempos existe un equivalente aproximado entre el número de personas que buscan trabajo y el número de nuevas ofertas y, de resultas de ello, la mayor parte de los desempleados hallan un empleo con relativa rapidez. De estos 7 millones de estadounidenses desempleados antes de la crisis, menos de uno de cada cinco pasó más de seis meses sin trabajo; menos de uno de cada diez pasó más de un año sin trabajo.

Esta situación ha cambiado completamente desde la crisis. Ahora, por cada nuevo puesto de trabajo, hay cuatro personas que buscan empleo, lo cual significa que a los trabajadores que pierden su empleo les resulta muy difícil encontrar otro. Seis millones de estadounidenses —casi cinco veces las cifras de 2007— llevan por lo menos seis meses sin trabajo; cuatro millones han estado desempleados durante más de un año, frente a los solo 700.000 de antes de la crisis.

Esto es algo casi totalmente nuevo en la experiencia de Estados Unidos; digo «
casi
totalmente» porque el desempleo de larga duración fue obviamente habitual durante la Gran Depresión. Pero no se había visto nada parecido desde entonces. Desde los años treinta del siglo pasado no ha habido tantos estadounidenses que parecían atrapados en un estado de desempleo permanente.

El desempleo de larga duración resulta de lo más desmoralizador para cualquier trabajador, de donde sea. Pero en Estados Unidos, donde la red de seguridad social es más débil que en ningún otro país avanzado, puede convertirse fácilmente en una pesadilla. Perder el trabajo supone a menudo perder también el seguro de salud. Las prestaciones por desempleo, que habitualmente empiezan por cubrir solo una tercera parte de los ingresos perdidos, se terminan; a lo largo de 2010-2011 se produjo una ligera caída en la tasa de desempleo oficial, pero el número de estadounidenses que carecía de trabajo y no recibía ninguna prestación se duplicó. Y cuando el desempleo se arrastra, las finanzas familiares se derrumban: el ahorro familiar se agota, no se pueden pagar las facturas, la casa se pierde.

Esto tampoco es todo. Las causas del desempleo de larga duración, claramente, tienen que ver con sucesos macroeconómicos y errores de gestión política que se hallan fuera del control de los desempleados, pero aun así, esto no impide que las víctimas carguen con un estigma. Pasar mucho tiempo en el paro, ¿en verdad hace que uno pierda pericia laboral, que sea un mal candidato a un puesto de trabajo? El hecho de que uno haya podido ser uno de esos desempleados de larga duración ¿en verdad indica que uno es de la clase de los
perdedores
} Tal vez no sea así en realidad; pero muchos empleadores creen en efecto que así es y, para el candidato al empleo, esto puede ser definitivo. Pierda un trabajo en esta economía y le resultará muy difícil encontrar otro; pase desempleado un tiempo largo y le considerarán persona inempleable.

A todo esto, añádase el perjuicio causado a la vida interior de esos estadounidenses. El lector sabrá qué quiero decir, si conoce a alguien que lleve tiempo atrapado en el desempleo; incluso aunque esta persona haya logrado esquivar por ahora la angustia financiera, el golpe a la dignidad y el respeto propio puede resultar devastador. Y la cuestión es aún peor, claro, si se le suma la angustia económica. Cuando Ben Bernanke hablaba del «estudio de la felicidad», hacía hincapié en la constatación de que la felicidad depende, en buena medida, de la sensación de tener la propia vida bajo control. Ahora piense el lector qué le ocurre a esta sensación de control cuando uno ansia trabajar pero los meses pasan sin hallar empleo; cuando la vida que has ido construyendo se está derrumbando porque se termina el dinero. No es de extrañar que, según sugieren numerosos estudios, el paro de larga duración produzca ansiedad y depresión psicológica.

Además están las penalidades de los que aún no tienen puesto de trabajo porque están ingresando por vez primera en el mundo laboral. Sin duda, estos son tiempos terribles para los jóvenes.

El desempleo entre los jóvenes, al igual que ocurrió en prácticamente todos los demás grupos demográficos, vino a duplicarse como consecuencia inmediata de la crisis y luego se fue reduciendo muy ligeramente. Pero como los trabajadores jóvenes tienen una tasa de paro mucho más elevada que sus mayores, incluso en los buenos tiempos, esto supuso un ascenso del desempleo mucho más considerable, en relación con la fuerza de trabajo.

Por otro lado, los jóvenes que uno quizá habría supuesto que estaban mejor situados para capear la crisis —los recién licenciados en la universidad, de quien cabe esperar que estén más preparados que los demás, en saber y capacidades, para responder a las exigencias de una economía moderna— no se libraron en absoluto del problema. Uno de cada cuatro licenciados recientes, aproximadamente, se halla ora desempleado, ora en un empleo a tiempo parcial. También se ha producido un descenso notable en los salarios entre aquellos que sí cuentan con trabajos de jornada completa; probablemente, porque muchos de ellos se vieron forzados a aceptar empleos mal pagados, que no requerían de su formación.

Una cosa más: también se ha incrementado claramente el número de estadounidenses de edades comprendidas entre los 24 y los 34 años que siguen viviendo con sus padres. Esto no se explica por ninguna explosión repentina de devoción filial: representa una reducción radical en las oportunidades de dejar el nido.

Para los jóvenes, se trata de una situación de lo más frustrante. Se espera de ellos que vayan resolviendo su vida y, en cambio, se hallan dando vueltas como un avión demorado a la espera de la autorización de aterrizaje. Muchos, como es lógico, se inquietan por su futuro. ¿Cuán larga será la sombra que arrojarán sus problemas actuales? ¿Cuándo pueden confiar en recuperarse por completo de la mala suerte de haberse licenciado en tiempos de una economía que sufre de problemas graves?

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