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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (13 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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—Sí, dígame. —Paolo deja de revisar las cartas para dedicarse por completo al sostén de la secretaría y, acto seguido, a aquello que le tiene que decir—. Ha venido su hermano con un amigo. ¿Los dejo entrar?

Paolo no tiene tiempo de inventar una excusa. Step y Pollo irrumpen en el despacho.

—Claro que me deja entrar. ¡Soy su hermano, coño! Sangre de su sangre, señorita. Nosotros compartimos todo. ¿Ha entendido? Todo. —Step toca el brazo de la secretaria aludiendo de este modo a la eventual aunque remota posibilidad de que a Paolo aquella joven y atractiva muchacha, además de los expedientes y la lista de las llamadas, le pase algo más—. De manera que yo siempre puedo entrar aquí, ¿verdad Pa'?

Paolo asiente.

—Claro. —La secretaria mira a Step; a pesar de estar acostumbrada a tratar con señores más mayores, falsos y encorbatados, lo trata con respeto—. Lo siento. No lo sabía.

—Bueno, pues ahora lo sabe.

Step le sonríe. La secretaria mira el brazo de Step.

—¿Puedo irme ya?

Paolo que, a pesar de sus nuevas gafas, no se ha dado cuenta de nada, le da permiso.

—Claro, gracias, puede irse ya, señorita.

Una vez a solas, Pollo y Step se sientan en dos sillones giratorios de piel que hay delante del escritorio de Paolo. Step se arrellana. Luego se da un empujón con el pie.

—Caramba, eliges bien a tus secretarias. —Step da una vuelta completa y se vuelve a colocar frente a su hermano—. Di la verdad, te la has tirado, ¿verdad? O te la has tirado o lo has intentado y ella no ha querido. En este caso, despídela, ¿qué más te da?

Paolo lo mira molesto.

—Step, ¿es posible que te tenga que repetir siempre las mismas cosas? Cuando entras aquí, ¿no podrías evitar los tacos, organizar menos lío? Yo trabajo aquí. Todos me conocen.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho? ¿He hecho algo, Pollo? Dile tú también que yo no he hecho nada.

Pollo mira a Paolo tratando de poner una cara lo más convincente posible.

—Es verdad, no ha hecho nada.

Paolo suspira.

—Tanto, es inútil hablar con vosotros, es una pérdida de tiempo. Como ayer por la noche. Te he dicho mil veces que entres con cuidado cuando vuelves tarde, pero tú como si nada. Haces siempre un ruido de mil demonios.

—No, Pa', perdona. Ayer cuando volví tenía hambre. ¿Qué podía hacer, quedarme sin comer? Sólo me preparé un filete.

Paolo sonríe irónico a su hermano.

—No es que no quiera que comas. El problema es cómo lo haces, cómo haces todo… ¡Siempre haciendo ruido, cerrando de golpe las puertas, la nevera, sin importarte que yo esté durmiendo, que me tenga que levantar pronto! Pero claro, ¿a ti qué más te da? Te levantas cuando te parece… A propósito, sé que hoy vas a comer con papá.

Step cambia de postura y se sienta mejor.

—Sí, ¿por qué? ¿Habéis hablado de mí?

—No, me lo ha dicho él. Me ha llamado antes. Figúrate si hablamos de ti, yo no me entero nunca de nada. —Paolo mira mejor a su hermano—. Sólo sé que vas siempre como un zarrapastroso, con esas cazadoras oscuras, los vaqueros, las zapatillas de tenis. Pareces un gamberro.

—Pero es que yo soy un gamberro.

—Step, deja ya de hacer el imbécil. Dime mejor a qué has venido. En serio… ¿Hay algún problema?

Step mira a Pollo, luego de nuevo al hermano.

—Ningún problema, me tienes que dar trescientos euros.

—¿Trescientos euros? ¿Te has vuelto loco? ¿Acaso crees que yo el dinero me lo saco de la manga?

—Vale, en ese caso, dame doscientos.

—Ni lo sueñes, no te pienso dar nada.

—¿Ah, no? —Step se inclina hacia él sobre el escritorio. Paolo, asustado, retrocede. Step le sonríe—. Eh, hermano, calma, no te haría nunca nada, lo sabes. —Luego aprieta el interfono conectado con la secretaria—. Señorita, ¿puede venir un momento?

La secretaria no presta atención a la diferencia de voz.

—Voy enseguida.

Step se arrellana en el sillón, le sonríe a Paolo.

—Entonces, querido hermanito, si no me das enseguida doscientos euros cuando entre tu secretaria le arranco las bragas.

—¿Qué?

Paolo apenas tiene tiempo de decir nada más. La puerta se abre y la secretaria entra.

—¿Sí, señor?

Paolo trata de salvarse.

—Nada, señorita. Disculpe, puede marcharse.

Step se levanta.

—No, señorita, perdone, espere un momento.

Step se acerca a la secretaria. La chica se queda mirando a los tres en silencio sin saber muy bien qué hacer. Aquella situación es algo distinta a las tareas que normalmente tiene que desempeñar. La secretaria mira a Step con aire interrogativo.

—¿Qué pasa?

Step la mira sonriendo.

—Quisiera saber cuánto cuestan las bragas que lleva puestas.

La secretaria lo mira avergonzada.

—Pero, realmente…

Paolo se levanta.

—¡Ya basta Step! Señorita puede usted marcharse…

Step la sujeta por un brazo.

—Espere sólo un momento, perdone. ¿Paolo? Dale a Pollo lo que le debes y luego la señorita se podrá marchar.

Paolo extrae la cartera del bolsillo interior de la chaqueta, saca de ella algunos billetes de cincuenta euros y se los da a Pollo. Pollo los cuenta, luego indica a Step con un gesto que es justo. Step deja marcharse a la secretaria con una sonrisa…

—Gracias, señorita, es usted el máximo de la eficacia. Sin usted no habríamos sabido verdaderamente qué hacer.

La secretaria se aleja molesta. No es completamente estúpida y, sobre todo, no le divierte en absoluto ir por ahí contando lo que cuesta su ropa interior. Paolo se levanta del sillón y da la vuelta al escritorio.

—Bien, ya tenéis vuestro dinero. Ahora fuera de aquí, ya me habéis dado bastante la lata. —Hace ademán de empujarlos, pero se lo piensa dos veces, es mejor agredirlos verbalmente—. ¡Si sigues así, Step, acabarás metido en un buen lío!

Step mira a su hermano.

—¿Bromeas? ¿Qué lío? Yo no me meto nunca en líos. Yo y los líos somos dos cosas que no se han encontrado jamás. El dinero se lo tengo que prestar a un amigo, uno que tiene un pequeño problema, eso es todo. —Pollo sonríe agradecido a Step al oír que hace alusión a él—. Y además, Paolo, ¿qué imagen le estás dando a Pollo? Sólo son doscientos euros. Ni que te hubiera pedido una suma exorbitante. Menuda historia estás montando.

Paolo se sienta sobre el borde del escritorio.

—No sé qué pasa pero contigo siempre soy yo el que se equivoca…

—No digas eso, tal vez a fuerza de estar en este despacho, entre tanto dinero, os entra una especie de enfermedad que os impide dar, prestar algo.

—Entonces, ¿se trata de un préstamo?

—Claro, siempre te he devuelto todo, ¿no? —Paolo pone cara de no estar muy convencido. Las cosas no han ido precisamente de ese modo. Step hace como que no se da cuenta—. Entonces, ¿de qué te preocupas? Te devolveré también éstos. Más bien deberías relajarte un poco. Divertirte. Estás muy pálido… ¿Por qué no vienes a dar una vuelta en moto conmigo?

Paolo, en un arranque de simpatía, se quita las gafas.

—¿Qué? ¿Estás bromeando? Jamás. Antes muerto. Hablando de muerte… ya que se libró por un pelo. Ayer por la noche fui al Tartarughino y, ¿sabes a quién vi?

Step lo escucha distraído. Al Tartarughino no irá nunca nadie que le interese. Aun así, decide dar aquel pequeño gusto a su hermano. A fin de cuentas, le acaba de dar doscientos euros.

—No, ¿a quién?

—A Giovanni Ambrosini.

Step se estremece. Un sobresalto. La rabia se apodera inmediatamente de él pero disimula.

—¿Ah, sí?

Paolo prosigue con su relato.

—Estaba con una mujer muy guapa, una mucho mayor que él. Al verme miró preocupado a su alrededor. Parecía aterrorizado. Creo que tenía miedo de que estuvieras también tú. Luego, al comprobar que no era así, se calmó. Hasta me sonrió. Si así se puede llamar a una especie de mueca. La mandíbula no le ha vuelto al sitio. Aunque lo sabes mejor que yo. ¿Se puede saber por qué lo golpeaste de aquel modo? Nunca me lo has dicho…

«Es verdad —piensa Step—. Él no lo sabe. Nunca ha sabido nada.» Step coge a Pollo del brazo y se encamina hacia la salida. Una vez en la puerta, se vuelve. Mira a su hermano. Está sentado en el escritorio. Con sus gafitas redondas, el pelo bien cortado y perfectamente peinado, vestido de modo impecable con una camisa planchada justo en el modo en el que él mismo le ha enseñado a Maria. No, no debe enterarse nunca. Step le sonríe.

—¿Quieres saber por qué pegué a Ambrosini?

Paolo asiente.

—Sí, tal vez.

—Porque siempre me decía que tenía que vestir mejor.

Salen tal y como han entrado. Descarados y alegres. Con aquel modo de balancearse al andar, un poco de duros. Pasan junto a la secretaria. Step le dice algo. Ella se lo queda mirando. Luego cogen el ascensor. Llegan a la planta baja. Step saluda al portero.

—¿Qué hay, Martinelli? Ofrécenos dos pitillos, venga.

Martinelli saca del bolsillo de la chaqueta un paquete blando de cigarrillos baratos. Empuja con la mano hacia lo alto haciendo asomar algunos. Pollo y Step saquean el paquete. Cogen más de lo debido. Acto seguido, sin esperar a que el portero se los encienda, se alejan. Martinelli mira a Step. No se parece en nada a su hermano. Paolo da siempre las gracias, por cualquier cosa.

En ese momento suena el telefonillo que hay en la garita. Martinelli mira dentro. Es el del despacho del hermano de Step. Martinelli conecta el enchufe.

—Dígame, señor Mancini.

—¿Puede venir un momento a mi despacho, por favor?

—Por supuesto, voy enseguida.

—Gracias.

Martinelli coge el ascensor y sube al cuarto piso. Paolo lo espera en la puerta de su despacho.

—Venga, Martinelli, entre. —Paolo le hace entrar y luego cierra la puerta. El portero permanece frente a él, de pie, ligeramente confuso. Paolo se sienta—. Por favor, Martinelli, siéntese. —Martinelli toma asiento en el sillón que hay frente a Paolo, sentándose con respeto, casi en el borde, tratando de no ocupar demasiado sitio. Paolo junta las manos. Le sonríe. Martinelli le devuelve la sonrisa pero está en ascuas. Necesita saber el porqué de aquel encuentro. ¿Ha hecho algo malo? ¿Se ha equivocado? Paolo suspira. Parece decidido a desvelarle el misterio—. Escuche, Martinelli, quisiera pedirle un favor. —Martinelli sonríe relajado. Se tranquiliza y ocupa más sitio en su asiento.

—Dígame, señor. Estoy dispuesto a hacer lo que usted quiera, siempre que esté en mis manos.

Paolo se apoya en el respaldo.

—No quiero que vuelva a dejar entrar aquí a mi hermano.

Martinelli abre los ojos desmesuradamente.

—¿Qué, señor? ¿Realmente quiere que no lo vuelva a dejar entrar? ¿Y qué le digo? Si su hermano se enfada haría falta Tyson en la puerta para sujetarlo.

Paolo mira mejor a aquel señor pacífico, su vestido gris a juego con el color de su pelo y con el de toda una vida. Imagina a Martinelli deteniendo a Step en la puerta: «Disculpe, he recibido instrucciones. No puede entrar.» La discusión. Step que se altera. Martinelli que levanta la voz. Step que se rebela. Martinelli que lo aparta. Step que lo coge por la chaqueta, lo estampa contra la pared y luego seguramente el resto, como era de prever…

—Tiene razón, Martinelli. No es una buena idea. Déjelo estar, ya me ocuparé yo. Hablaré con él en casa.

Martinelli se levanta.

—Cualquier otra cosa, señor, la hago con mucho gusto. De verdad, pero esta…

—Si, tiene usted tiene razón. No debería habérselo pedido. Gracias de todos modos.

Martinelli sale del despacho. Coge el ascensor y vuelve a la planta baja. Las ha pasado moradas. ¿Quién para a un energúmeno así? Saca la cajetilla. Decide celebrar con un buen cigarrillo que el peligro se haya alejado. Menos mal que el señor es un tipo comprensivo. No como su hermano. Step le ha birlado medio paquete y ni siquiera le ha dado las gracias. Ni siquiera una vez.

Y luego dicen que el de portero es un oficio tranquilo. Martinelli suspira, luego se enciende un MS.

En el cuarto piso, Paolo mira por la ventana. Siente una extraña satisfacción. En el fondo, ha hecho una buena acción. Le ha salvado la vida a Martinelli. Vuelve a sentarse. Bueno, sin exagerar. Le ha ahorrado un montón de problemas. Entra la secretaria con algunos expedientes.

—Tenga, éstos son los asuntos que me ha pedido…

—Gracias, señorita.

La secretaria lo mira por un instante.

—Su hermano es un tipo extraño. Ustedes dos no se parecen mucho.

Paolo se quita las gafas, en el vano intento de resultar más fascinante.

—¿Es un cumplido?

La secretaria miente.

—En un cierto sentido sí. Espero que usted no vaya por ahí preguntando a las chicas el precio de sus bragas…

Paolo sonríe avergonzado.

—Oh, no, eso claro que no.

A pesar de que sin las gafas no ve demasiado, sus ojos acaban inevitablemente sobre su blusa transparente. La secretaria lo advierte pero no hace absolutamente nada.

—Ah, su hermano me ha dicho que le diga que es usted demasiado bueno conmigo, que no debería haberle dado el dinero y así él habría hecho lo que quería. —La secretaria se vuelve extrañamente insistente—. Si me permite la pregunta… ¿a qué se refería, señor?

Paolo mira a la secretaria. Su bonito cuerpo. La falda perfecta e impecable que cubre sus piernas torneadas. Tal vez su hermano tenga razón. Imagina a la secretaria medio desnuda y a Step arrancándole las bragas. Se excita.

—Nada, señorita, era sólo una broma.

La secretaria se marcha ligeramente desilusionada. Paolo apenas tiene tiempo de ponerse de nuevo las gafas y de enfocar aquellas nalgas provocantes que se alejan con mayor o menor profesionalidad.

¡Qué gilipollas! Debería haberle obligado a hacerlo. Si Step no le devolvía el dinero, aquel iba a ser su peor negocio de los últimos años. No, no el peor. Ése lo ha hecho el señor Forte. Ha confiado sus graves problemas fiscales a un asesor que todavía tiene por resolver sus problemas familiares. Uno no se puede pasar la mañana discutiendo con el propio hermano y acabar pagándole para evitar que le quite las bragas a la secretaria.

Con un cierto sentimiento de culpa, Paolo se concentra de nuevo en los documentos del señor Forte.

Dieciséis

En un pequeño callejón, en el interior de un sencillo garaje, está Sergio, el mecánico. Viste un mono azul oscuro con un rectángulo blanco, verde y rojo de Castrol en la espalda. No se sabe muy bien si ha sido esponsorizado por las carreras que hizo hace algunos años o por todo el aceite que cambia a las motos. El hecho es que, cada vez que le llevan una, sea cual sea el problema que tenga, después de haberla probado, acaba diciendo siempre lo mismo: «Le haremos unas cuantas reparaciones y luego le cambiaremos el aceite.»

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