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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Pequeño hombre ¿y ahora qué?

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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Alemania, finales de la década de 1920. A pesar de la mala situación económica por la que atraviesa el país, Johannes y Emma forman una pareja llena de ilusión que aborda la vida con entusiasmo. Por eso, cuando Emma se queda embarazada deciden casarse. Están seguros de que gracias a su amor podrán superarlo todo, pero pronto se dan cuenta de que la realidad es más dura de afrontar de lo que habían esperado. Cuando Johannes pierde su empleo, animados por la madre de este, se trasladan a Berlín, pero no encuentran en la familia la ayuda prometida y tienen que arreglárselas solos. El nacimiento de su pequeño les trae una gran alegría, aunque también añade nuevas dificultades a la vida de la joven pareja que, sin embargo, no pierde la esperanza.

«En esta novela se concentran las señales premonitorias de la gran hecatombe que se avecinaba, en especial la toma del poder por Hitler en 1933.»

Hans Fallada

Pequeño Hombre
¿y ahora qué?

ePUB v1.0

Alderick84
22.07.12

Título original:
Kleiner Mann, was nun?

Hans Fallada, 1932.

Traducción: Rosa Pilar Blanco

Editor original: Alderick84

Escaneado por LISP

ePub base v2.0

Preludio
LOS DESPREOCUPADOS
Pinneberg se entera de algo nuevo sobre Corderita y toma una decisión trascendental

S
on las cuatro y cinco. Pinneberg, el hombre guapo, joven y rubio que espera delante del edificio de Rothenbaumstrasse 24, acaba de constatarlo.

Son las cuatro y cinco y Pinneberg ha quedado con Corderita a las cuatro menos cuarto. Tras guardar el reloj, Pinneberg lee el rótulo colgado a la entrada del edificio de Rothenbaumstrasse 24.

Dr. Sesam

Ginecólogo

Horario de consulta: de 9 a 12 y de 4 a 6

¡Justo! Son las cuatro y cinco. Si enciende otro cigarrillo, seguro que Corderita aparecerá en el acto doblando la esquina, así que desiste. Hoy ya ha gastado bastante.

Aparta la vista del rótulo. La Rothenbaumstrasse solo tiene una hilera de edificios: al otro lado de la calzada, más allá de la franja de césped y del malecón, fluye el Strela, ya de considerable anchura, pues está a punto de desembocar en el Báltico. Sopla un viento fresco, los arbustos inclinan sus ramas a modo de saludo y los árboles exhalan leves susurros.

«Así tendríamos que vivir», piensa Pinneberg. Seguro que el tal Sesam dispone de siete habitaciones. Debe de ganar un pastón. Pagará un alquiler de… ¿doscientos marcos? ¿Trescientos? Bah, no tengo ni idea. ¡Las cuatro y diez!

Hunde la mano en el bolsillo, saca un cigarrillo de la pitillera y lo enciende.

Corderita se acerca tras doblar la esquina vestida con una falda blanca plisada, blusa de seda cruda, sin sombrero y cabellos rubios alborotados.

—Hola, chico. De veras, no he podido llegar antes. ¿Enfadado?

—Qué va. Solo que tendremos que esperar una eternidad. Desde que estoy aquí han entrado treinta personas por lo menos.

—Pero no todas irán al médico. Además, nosotros tenemos cita previa.

—¿Ves qué bien hicimos solicitándola?

—Sí. ¡Tú siempre tienes razón, chico! —Y en la escalera toma su rostro entre las manos y lo besa con pasión—. Dios mío, ¡qué contenta estoy de verte, chico! ¡Piensa que han sido casi catorce días!

—Sí, Corderita —le contesta—. Yo tampoco estoy ya gruñón.

Se abre la puerta y en el pasillo en penumbra aparece una sombra blanca que ladra:

—¡Los volantes!

—Permítanos pasar primero —dice Pinneberg empujando a Corderita hacia delante—. Además somos privados. Tenemos cita. Me apellido Pinneberg.

Al oír la palabra «privados», la sombra levanta la mano y enciende la luz del pasillo.

—El doctor vendrá enseguida. Un momento, por favor. Pasen ahí dentro, se lo ruego.

Se dirigen hacia la puerta y cruzan ante otra entreabierta. Debe de ser la sala de espera corriente y parece albergar a las treinta personas que Pinneberg ha visto pasar por delante de él. Todos los miran y se alza un barullo de voces:

—¡Esto no puede ser!

—Nosotros llevamos más tiempo esperando.

—¿Para qué cotizamos?

—¡Los pijos no son más que nosotros!

La enfermera se asoma por la puerta.

—Hagan el favor de tranquilizarse. ¡Van a molestar al doctor! No es lo que se figuran. Este es el yerno del doctor, con su mujer. ¿No es cierto?

Pinneberg sonríe, halagado, mientras Corderita se dirige hacia la otra puerta. Durante un instante reina el silencio.

—Vamos, deprisa —susurra la enfermera, empujando a Pinneberg por delante de ella—. Estos pacientes del seguro son de lo más ordinarios. Hay que ver el pisto que se dan por la birria de dinero que paga el seguro…

Tras cerrarse la puerta, Corderita y su chico se adentran en la moqueta roja.

—Seguro que es su salón particular —apunta Pinneberg—. ¿Te gusta? A mí me parece horrible y anticuado.

—Me he sentido fatal —reconoce Corderita—. Nosotros también somos pacientes del seguro. Ahí se ve cómo hablan de nosotros en el médico.

—¿Por qué te sulfuras? —inquiere él—. Así son las cosas. Con nosotros, la gente corriente hace lo que le apetece…

—Pues me sulfuro…

Se abre la puerta y entra otra enfermera.

—¿Los señores Pinneberg? El doctor les ruega que tengan un poco de paciencia. ¿Podría tomar entretanto sus datos personales?

—Claro —responde Pinneberg.

—¿Edad? —pregunta la enfermera a renglón seguido.

—Veintitrés años.

—¿Nombre?

—Johannes. —Y tras una pausa—: contable. —Y luego con tono llano—: Siempre he estado sano. Las típicas enfermedades infantiles, nada más. Por lo que sé, ambos estamos sanos. —Y tras otra pausa—: Sí, mi madre vive aún. Mi padre no. No, no sé de qué murió.

Y Corderita:

—Veintidós… Emma. —Ahora es ella la que vacila—: De soltera Mörschel. Siempre sana. Los dos padres vivos. Y sanos.

—Bien. El doctor los recibirá dentro de un momento.

—Para qué diablos necesitarán todo esto —gruñe él tras cerrarse de nuevo la puerta—. Si nosotros solo…

—No te ha gustado decir lo de contable.

—Ni a ti lo de de soltera Mörschel —replica riendo—, Emma Pinneberg, llamada Corderita, de soltera Mörschel. Emma Pinne…

—¡Cállate ya! Ay, tengo que ir otra vez al baño. ¿Sabes dónde está?

—Vaya, siempre te ocurre lo mismo… En lugar de haber ido antes…

—Pero si he ido, chico. De veras… mientras estaba en Rathausmarkt. Nada menos que por un groschen
[1]
. Pero cuando me pongo nerviosa…

—Bien, Corderita, haz el favor de controlarte. Si de verdad acabas de…

—Te digo que tengo que…

—Pasen, por favor —ruega una voz.

En la puerta aparece el doctor Sesam, el famoso doctor Sesam, de quien la mitad de los habitantes de la ciudad y la cuarta parte de los de la provincia susurran que tiene un corazón inmenso; algunos lo califican incluso de bueno. Sea como fuere, ha escrito un folleto popular sobre cuestiones sexuales y por eso Pinneberg ha tenido el valor de escribirle pidiendo hora para Corderita y para él.

El doctor Sesam repite desde el umbral:

—Pasen, por favor.

El doctor Sesam busca la carta en su escritorio.

—Me escribió usted, señor Pinneberg, diciendo que no desean tener hijos todavía porque el dinero no les llega.

—Sí —contesta Pinneberg, terriblemente confundido.

—Vaya usted desvistiéndose —ordena el médico a Corderita. Y a continuación prosigue—: Añade que desearía conocer una protección completamente segura. Sí, completamente segura… —sonríe, escéptico, tras sus gafas doradas.

—He leído en su libro —dice Pinneberg— que esos
pessoirs

—Pesarios —precisa el médico—, sí, pero no valen para todas las mujeres. Además, resultan siempre un poco molestos. Su esposa tendrá la habilidad de…

Alza la vista hacia ella, que ya se ha desvestido, bueno, ha empezado a hacerlo, la blusa y la falda, y permanece muy erguida sobre sus esbeltas piernas.

—Bien, venga conmigo, por favor —solicita el médico—. No era necesario que se quitase también la blusa, jovencita.

Corderita se pone muy colorada.

—No, ahora déjela ahí y acompáñeme. Será un momento, señor Pinneberg.

Los dos pasan a la estancia contigua. Pinneberg los sigue con la mirada. El doctor Sesam no le llega ni a los hombros a la «jovencita». Pinneberg vuelve a pensar que es maravillosa, la mejor chica del mundo, única. Él trabaja en Ducherow y ella allí, en Platz; la ve como mucho cada catorce días, de modo que su entusiasmo siempre es fresco y, sus apetitos, por encima de toda consideración.

Oye al médico preguntar de vez en cuando algo a media voz en la estancia contigua, un instrumento choca contra el borde de una bandeja; conoce el ruido por el dentista y no es agradable.

De pronto se sobresalta, el tono de Corderita le resulta desconocido… La joven dice en voz muy alta, muy aguda, casi a gritos:

—¡No, no, no! —y remacha—: ¡No! —Y a continuación llegan a sus oídos unas palabras pronunciadas en voz muy baja—: ¡Dios mío!

Pinneberg da tres pasos hacia la puerta… ¿Qué sucede? ¿A qué puede deberse? Dicen que ese tipo de médicos son unos libertinos terribles… Pero ahora vuelve a hablar el doctor Sesam, no se entiende nada y el ruido del instrumento resuena de nuevo.

Luego, un prolongado silencio.

Es un día de verano de mediados de julio, luce un sol espléndido. Fuera, el cielo es de color azul oscuro, hasta la ventana llegan unas ramas mecidas por la brisa marina. En ese preciso momento Pinneberg recuerda una vieja canción de la infancia:

Viento que soplas, viento que bramas,

no le quites el gorro a mi pequeño,

y sé clemente con él,

viento que soplas, viento que bramas.

Los de la sala de espera hablan. A ellos también se les hace larga la espera. Me gustaría tener vuestros problemas. Los vuestros…

Regresan ambos. Pinneberg lanza una mirada medrosa a Corderita: tiene los ojos muy abiertos, como dilatados por el miedo. Está pálida, pero ahora le sonríe, primero débilmente, después la sonrisa se extiende por todo su rostro, se intensifica y florece… El médico se lava las manos en un rincón. Tras mirar de soslayo a Pinneberg, dice deprisa:

—Señor Pinneberg, es un poco tarde para prevenir. La puerta está cerrada. Creo que está de un mes.

Pinneberg se queda sin aliento. Es como si lo hubieran noqueado. A continuación dice presuroso:

—¡Eso es imposible, doctor! ¡Hemos tenido mucho cuidado! ¡Es de todo punto imposible! Díselo tú, Corderita…

—Chico —murmura ella—, chico…

—Es así —afirma el médico—. El error queda descartado. Y créame, señor Pinneberg, un hijo es bienvenido en cualquier matrimonio.

—Doctor —dice Pinneberg con labios temblorosos—. ¡Doctor, yo gano ciento ochenta marcos al mes! ¡Por favor se lo pido, doctor!

El doctor Sesam parece exhausto. Sabe lo que viene a continuación, lo escucha treinta veces al día.

—No —replica—. No. Ni me lo pida siquiera. Está completamente descartado. Ambos están sanos y sus ingresos no son malos. Nada malos.

—¡Doctor! —exclama Pinneberg, febril.

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